Al comenzar el siglo XXI se inició también el camino hacia la modernidad de la legislación española en materia de insolvencia. Se trata de un camino del que queda mucho por recorrer si el objetivo es instaurar en nuestro país un verdadera cultura de la reestructuración empresarial, como la que existe en los países anglosajones.
Por poner un ejemplo actual y gráfico, en el muy mediático concurso del grupo empresarial Abengoa es probable que, en los procesos de insolvencia iniciados en los EEUU (Chapter 11) por diversas compañías del grupo, las soluciones propuestas a los acreedores se acuerden y se pongan en práctica antes de que en España se haya siquiera deshojado la margarita en cuanto a si es posible alcanzar un acuerdo de refinanciación que propicie la supervivencia del grupo.
La eficiencia norteamericana en la tramitación procesal propicia, además, que cuando la solución idónea es la venta de una empresa en su conjunto o de una unidad de negocio concreta, tales ventas, se llevan a cabo de ordinario a precio de mercado y no de derribo. Con ello los acreedores maximizan su recuperación, aunque en la operación hayan intervenido profesionales contratados ad hoc (abogados, consultores, gerentes de empresas en crisis) cuyos honorarios se considerarían casi obscenos en nuestro entorno patrio.
La eficiencia norteamericana en la tramitación procesal propicia que cuando la solución idónea es la venta de una empresa en su conjunto o de una unidad de negocio concreta, éstas se llevan a cabo de ordinario a precio de mercado y no de derribo.
Y es precisamente en los aspectos económicos donde más distancia existe entre los sistemas de referencia a nivel mundial (EEUU e Inglaterra principalmente) y el sistema de insolvencia español. A la hora de buscar responsables las miradas se dirigen casi instintivamente hacia el legislador y, sin embargo, existen pocas materias en las que el legislador se haya aplicado más a la hora de acometer reformas que el Derecho concursal.
La pavorosa crisis económica que hemos sufrido, y cuyos efectos aún padecemos, ha espoleado sin duda las reformas, puesto que una sistema de reestructuración empresarial bien diseñado y engrasado puede marcar enormes diferencias con uno ineficiente en lo que a la preservación de actividad económica y de puestos de trabajo se refiere.
Sería injusto no reconocer el esfuerzo del legislador en los últimos dos lustros para reformar una legislación concursal bienintencionada, pero diseñada en un entorno de bonanza económica y sin tener en cuenta el estigma que en España suponía y aún supone ser declarado en concurso.
En este sentido, las modificaciones tendentes a fomentar las soluciones extra-judiciales para situaciones de crisis empresarial (acuerdos de refinanciación, planes de pagos extrajudiciales, etc.) han resultado en muchos casos atinadas y han generado un clima mucho más propicio a la solución temprana y efectiva de esas crisis. Además, se han roto tabúes patrios como la prohibición de imponer quitas a los acreedores que no estuvieran dispuestos a aceptarlas fuera del ámbito de un proceso concursal o la imposibilidad de paralizar las ejecuciones sin haber sido declarado en concurso.
Sin embargo, cuando las soluciones pre-concursales no consiguen evitar la declaración de insolvencia, el destino casi inexorable del deudor concursal es la liquidación. Las estadísticas concursales acerca del porcentaje de concursos que terminan en liquidación y no en convenio (más del 90%) son descorazonadoras. Esta circunstancia de nuestro sistema concursal es sin duda el aspecto más necesitado de mejora. Pero ¿cómo resolver tamaño problema?
Cuando la liquidación es inevitable ¿no sería más sensato vincular la remuneración del administrador al montante obtenido con la venta de los bienes del deudor concursado, en lugar de establecer una 'tarifa plana' mensual?
Francamente, no lo sé, pero sí hay un aspecto concreto de nuestra legislación concursal cuya reforma no entraña mayor complejidad (al menos desde el punto de vista técnico) y que podría marcar diferencias a la hora de estimular las reestructuraciones empresariales.
Tal aspecto tiene que ver con el perverso diseño del sistema de remuneración de los administradores concursales. ¿Qué sentido tiene que quienes deben participar activamente en el empeño del deudor por salvar su negocio cobren más (más del doble en ocasiones) si tal negocio se liquida que si es rescatado? Y cuando la liquidación es inevitable ¿no sería más sensato vincular la remuneración del administrador al montante obtenido con la venta de los bienes del deudor concursado, en lugar de establecer una 'tarifa plana' mensual?
No se trata de una propuesta revolucionaria precisamente, puesto que en mucho ámbitos profesionales ligar una mayor remuneración al resultado exitoso del trabajo desempeñado está totalmente a la orden del día.
Y en cuanto a la implementación de la remuneración basada en el éxito en el ámbito concursal tampoco debiera ser difícil. Bastaría con incorporar al sistema existente basado en porcentajes sobre la masa activa y pasiva del concurso una bonificación por éxito. Así, el administrador que tramite un concurso en el que se consiga aprobar un convenio de acreedores recibiría un premio por el exitoso resultado del concurso. El bonus podría modularse en función del mayor o menor sacrificio que el convenio exija a los acreedores y también podría diferirse el cobro de una parte del mismo para garantizar que el convenio aprobado sea realista.
En cuanto a la remuneración en fase de liquidación, la adaptación de la remuneración para premiar el éxito de la labor liquidadora es igualmente sencilla. Partiendo de los valores atribuidos a los bienes incluidos en el inventario concursal, debiera premiarse a los liquidadores que obtienen precios de venta cercanos a los valores que constan en el inventario e incrementar ese premio si ese buen resultado se obtiene además en un corto periodo de tiempo.
Como anuncia el título de esta tribuna, se trata de una idea nada revolucionaria pero que seguramente, si se implementase, se haría notar en las estadísticas concursales, puesto que habría menos liquidaciones concursales y éstas generarían mejores porcentajes de recuperación a los acreedores.
Mucho más rompedor obviamente sería trasladar ese sistema de incentivos basados en el éxito a los funcionarios de la administración de Justicia e incluso a los propios Jueces y Magistrados que tanto pueden influir en la buena o mala marcha de un concurso. Ahí va el guante para los futuros legisladores ahora que estamos en época de elecciones…
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