Un empresario a la vieja usanza, de la vieja escuela, hecho a sí mismo y muy decidido, a veces hasta el límite de lo temerario. Eso sí, casi siempre salió airoso de las complicadas situaciones en las que se vio envuelto. Algo que los que bien le conocen atribuyen a una inigualable intuición. Veía lo que el resto era incapaz siquiera de imaginar. Este lunes falleció en su Jerez natal Joaquín Rivero, un empresario de ésos que parecen irrepetibles, que no es fácil encontrarse con ellos.
Fue precisamente una de esas intuiciones la que terminó de situar a Rivero en la primera línea del panorama empresarial español. Un episodio que ilustra a la perfección la persona y el personaje. Ocurrió en 2002, cuando BBVA decidió poner a la venta su paquete de control en Metrovacesa, una de las grandes inmobiliarias españolas. Desde su modesta Bami, Rivero decidió demostrar que, a veces, el pez chico se come al grande. Preparó con su equipo una oferta para presentarla en el banco, una propuesta que terminaron de pergeñar pocos minutos antes en la cafetería de El Corte Inglés de Castellana, muy próximo a la torre que, por entonces, servía de sede a la entidad financiera.
Hasta el banco se había adelantado alguien de su equipo, que dijo haber visto a representantes de Fadesa, por entonces controlada por Manuel Jove, en las inmediaciones del rascacielos. Sabedor de lo concienzudo que era el empresario gallego, Rivero comenzó a darle vueltas a la cabeza. Estaba seguro de que los cálculos de su competidor sobre la operación estarían muy próximos a los suyos. Ya en el ascensor de la torre de BBVA decidió modificar la oferta. “Hay que subir un poco la oferta, me da que a Fadesa le salen los mismos números”, señaló ante la incredulidad de sus acompañantes, que no salían de su asombro. Apenas fueron unos céntimos de euro, una millonada para una operación como ésa. Pero no pudo estar más afortunado. Bami se llevó el gato al agua… por apenas 20 céntimos por acción. Desde ahí pergeñó una Metrovacesa que llegó a valer más de 12.000 millones de euros en bolsa. Ese era Joaquín Rivero.
“Es una de las personas más inteligentes que he conocido. Dominaba el sector inmobiliario de una forma tremenda, a veces planteaba operaciones que no entendíamos y que luego resultaban ser un acierto”. Son palabras que sintetizan episodios como el del ascensor, pronunciadas por una de las personas que mejor le conocía: Ignacio López del Hierro, esposo de la secretaria general del PP, María Dolores de Cospedal, y que formó parte de los consejos de administración de Bami y Metrovacesa en la época de Rivero. En conversación con Vozpópuli, refrendó la anécdota y añadió otro recuerdo: tras firmar la compra del 23,9% de Metrovacesa a BBVA, se volvió a sus colaboradores y les dijo: “¿y ahora cómo vamos a pagar esto?”
Lo que a cualquier mortal le helaría la sangre, a Rivero le parecía normal. O, al menos, eso aparentaba. “Era muy frío en sus decisiones”, recuerda López del Hierro. En buena parte, porque el empresario jerezano era un superviviente nato. “Yo he pasado las crisis de los 70, de los 80 y de los 90, de todas he salido y de todas he aprendido”, solía decir. Con Bami llevó a cabo la primera OPA hostil con resultado positivo para hacerse con Zabálburu, la inmobiliaria controlada por la antigua Tabacalera (antes de convertirse en Altadis tras su fusión con la francesa Seita), presidida entonces por César Alierta. Entre otros, compitió con la actual Ibercaja, con Manuel Pizarro a los mandos.
Fue otra seña de identidad de Rivero, no se arrugaba por poderosos que fueran los adversarios. Poco después de tomar el control de Metrovacesa, recibió una llamada de Antonio Brufau desde La Caixa. El empresario jerezano había sido convocado para una cena de negocios en Barcelona. Una vez en la Ciudad Condal, Brufau le adelantó la agenda del encuentro. “Colonial (inmobiliaria controlada entonces por la caja catalana) te va a comprar Metrovacesa”. “¿Y si no la vendo?”, respondió Rivero, a lo que Brufau replicó con rapidez: “si no vendes, lanzaremos una OPA hostil”. “En ese caso, tendré que volverme con urgencia a Madrid para preparar la defensa”. Y, en efecto, Rivero no acudió a la cena.
Colonial no llegó a opar a Metrovacesa pero sí lo hicieron poco después dos poderosos empresarios italianos, Francesco Caltagirone y Alfio Marchini. La lucha por la compañía se prolongó durante intensos meses en los que no faltaron los encuentros entre ambas partes. En uno de ellos, en la provincia de Málaga, Rivero viajaba con Caltagirone en el coche de éste, a casi 200 por hora. Un vehículo desconocido se puso a su altura y generó la alarma del guardaespaldas del italiano, que comenzó a palpar su arma oculta en la americana. El único que mantuvo la calma fue Rivero para zanjar con toda lógica el pique: “un atentado no sé si vamos a tener, pero como sigamos así nos vamos a meter una hostia que...”.
A otro de los encuentros en Andalucía, Caltagirone había llegado en su avión privado y se lo ofreció a Rivero para que regresara a Madrid. “¿Pero vendrás tú conmigo?”, le preguntó. Ante la negativa del italiano, Rivero no lo dudó: “entonces, no me subo al avión”. Tal fue la defensa que hizo por entonces de Metrovacesa que los transalpinos acabaron hartos de él y, tras fracasar la OPA, se retiraron a sus cuarteles desde los que le enviaron una carta en la que le felicitaban por su resistencia, admitían la derrota y lanzaban un mensaje final, medio en broma, medio en serio: “no venga mucho por Italia”.
Rivero recorrió el mundo entero, en busca de oportunidades de negocio. “Cuando compró Metrovacesa descubrió de verdad el mundo de la bolsa, de la banca de inversión, y le encandiló”, apunta uno de sus más estrechos colaboradres
Petición vana. Rivero recorrió el mundo entero, en busca de oportunidades de negocio. “Cuando compró Metrovacesa descubrió de verdad el mundo de la bolsa, de la banca de inversión, y le encandiló”, apunta otro de sus estrechos colaboradores en aquella época, que coincide con todas las fuentes consultadas en señalar su bonhomía. “Con todo el mundo era agradable y simpático. Hablaba igual con alguien de su entorno que con un banquero o con un jeque árabe al que iba a ver para proponerle un negocio”. Sólo hubo alguien que llegó a hacerle perder los papeles: los Sanahuja, con quien se disputó el poder en Metrovacesa, una guerra que terminó con la empresa partida en dos. Rivero se quedó con la parte francesa, la participación en la inmobiliaria Gecina, con la que siempre pensó en fusionarse.
“Rivero veía lo que estaban haciendo los Sanahuja, que se lanzaron a comprar activos en Alemania e Inglaterra a precios muy caros, y sabía que les iba a salir mal. Su plan siempre fue esperar a que se estrellaran y recuperar Metrovacesa”. Tanto él como López del Hierro siempre han sostenido que si no hubiera existido el enfrentamiento con la familia Sanahuja por el control de Metrovacesa, la inmobiliaria española hubiera resistido el estallido de la burbuja y sería hoy una de las grandes del sector en Europa.
Además del ladrillo, la otra pasión de Rivero fue siempre el arte y el mundo bodeguero, del que procedía su padre, el espejo en el que siempre se miraba. Uno de los logros del que se sentía más orgulloso era la bodega Tradición (un nombre muy significativo, que marca su trayectoria empresarial), en la que conserva una impresionante colección de arte, que incluye cuadros de pintores como Goya y Velázquez.
“Gracias a esa afición adquirió un bagaje cultural notable porque no era un simple inversor en arte. Además, se empapaba de la historia de las obras que adquiría, leía libros que hablaban de ellos”, señalan las fuentes consultadas. Incluso se atrevía a restaurar algunos, con la ayuda de Helena, su única descendiente, que ya en vida de Rivero se ocupaba de estos negocios.
El jerezano no pudo con la mayor crisis de la historia. “Le sorprendió un poco, como a casi todos; esta vez, no pudo sacar un conejo de la chistera, como solía hacer”. Su última etapa la pasó casi siempre en París, cuando presidió Gecina. También le retenían en la capital francesa asuntos pendientes con la Justicia gala, relacionados con denuncias de accionistas minoritarios y sindicatos.
A su vuelta a España, confesaba estar algo desfasado: “noto que se me está pasando un poco el arroz”, confesó a un antiguo colaborador recientemente. Aun así, no dejó de trabajar hasta el último momento. Una de sus tareas pendientes fue evitar que el presidente del BBVA, Francisco González, le confundiera con Luis del Rivero, ex presidente de Sacyr. “Eso le sacaba un poco de quicio”.
Además de una impresionante colección de arte, su legado es una forma de hacer empresa personalista e intuitiva de la que, cada vez, quedan menos representantes. Y que en lugares como Francia no terminó de ser entendida.
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