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Massó, el declive de una época: la conservera que fue y no pudo ser

Hace tiempo, España era una fábrica. En todas las provincias había columnas de humo, grandes y redondas, que garantizaban el peculio de las familias. Eran los años dorados de la

Hace tiempo, España era una fábrica. En todas las provincias había columnas de humo, grandes y redondas, que garantizaban el peculio de las familias. Eran los años dorados de la industria, del esplendor de los emporios y de los trabajadores que entraban y salían de las fábricas día tras día.   

En todas las ciudades existió alguna factoría que salvó la carrera de varias generaciones. Y en el norte de España queda el esqueleto de una conservera emblemática, de una pequeña industria salazonera del litoral gerundense que un día decidió cambiar el Mediterráneo por el Atlántico de las rías gallegas. Esta es la historia de la conservera Massó. 

Fue un hito. Un antes y un después en la industria. Massó fue la primera en utilizar la electricidad en sus procesos productivos y también en instalar una línea telefónica privada entre fábricas y almacenes. En el año 1943 Franco la distinguió como "empresa ejemplar". Y eso, entonces, era un grado.

Aunque la inmensidad de la empresa ya venía de lejos. Del siglo pasado, nada menos. En el año 1816, Salvador Massó "importó" desde Francia hasta Bueu -un pueblo marinero de la península del Morrazo, en Galicia- a varios hombres y mujeres que conocían el trabajo y proceso de los salazones. Ellos, cuatro hombres y siete mujeres, fueron la base de la primera fábrica que ya contaba con un capital social de 20.000 pesetas.

Se llamó La Perfección y, haciendo honor a su nombre, en 1870 se convirtió en conservera empleando a más de 1.000 personas. Para entonces, los Massó ya se habían desligado de los primigenios socios franceses y la gestión había pasado a los hijos del fundador, Gaspar y Salvador Massó Ferrer - conocidos empresarialmente como Massó Hermanos-, que arengaban a la plantilla con lemas, tal vez hoy ingenuos, como 'Paz y trabajo' y 'Trabajar bien' al tiempo que les dispensaban ayuda y aminoraban sus penurias causadas por el paro o la enfermedad.

Exterior de la planta conservera de Cangas de Morrazo

Por estas fechas, en Massó ya tenían claro que la diversificación de productos y la innovación tenía que ser su marca, lo que la diferenciaría del resto de conserveras que pudieran surgir. Por eso y para seguir creciendo como empresa, muy pronto empezaron a fabricar, además de la sardina, conservas de otras especies como el mejillón o los berberechos.

La segunda generación de los Massó: el inicio del declive

A finales del Siglo XIX, el fundador de la conservera ya había fallecido y los herederos, los hermanos Gaspar y Salvador, cometieron el primero de los errores. Movieron la primera ficha del puzzle y se equivocaron. El declive de Masó comenzó -aunque tardaría años en sentirse- cuando decidieron disolver la sociedad con sus socios franceses. 

A pesar de todo, esa época fue brillante para la factoría. En el año 1919 se instaló la primera línea telefónica privada de España. El mismo Guillermo Marconi llegaría a expresar su admiración por ese modelo de línea. También el escritor Gonzalo Torrente Ballester, que de niño vivió en Bueu, encontró en los alrededores de la fábrica la inspiración para Los gozos y las sombras.

Muelle enfrente de la planta Massó. Bueu, 1920.

En 1929 se registró la Sociedad Massó Hermanos con domicilio en Vigo y un capital social de 5 millones de pesetas. Años después y durante la Guerra Civil, Massó mejoró sus cuentas de resultados ya que invirtió buena parte de sus producción a los suministros que el bando rebelde necesitaba. 

En esa década, la de los años 30, la guerra y el hambre, Massó tenía en plantilla compuesta por alrededor de 600 mujeres y 100 hombres. La fábrica de Bueu se había quedado pequeña y la compañía optó por construir una nueva planta. Así, en 1937 se iniciaron las obras en la nueva factoría de Cangas de Morrazo. 

Este nuevo espacio, que se construyó sobre una parcela de 20 hectáreas de dimensión, tenía una zona dedicada a la fabricación de envases y otra al procesado de pescado y enlatado, además de los almacenes y las oficinas correspondientes.

En sus alrededores se diseñó un varadero para la reparación de barcos pesqueros y una zona para secado de redes y sus aparejos, además de una fábrica de hielo y de harina de pescado, cámaras frigoríficas, taller mecánico y una central eléctrica. El complejo contaba también con guardería, hospedería y viviendas para los trabajadores. Las obras no terminaron hasta el año 1939. 

Si los años 30 fueron los de la guerra, en los 40 el hambre fue la gran protagonista. La escasez de sardina que se produjo en la posguerra y el nuevo régimen establecido en España, que era intervencionista en la política de precios y limitaba los beneficios empresariales, obligaron a Gaspar Massó a tomar medidas. Y el empresario decidió disponer de fábricas allí donde se obtenía la materia prima, de esta forma adquirieron una fábrica en Avilés para la anchoa y el bonito y otra en Barbate para la sardina del Golfo de Cádiz.

En los años 60 Gaspar Massó procede a reestructurar la empresa. Era necesario un cambio y decidió abandonar la elaboración de envases e integrarse en la sociedad francesa Carnaud que se instala en Vigo. Es en esta época cuando la cuarta generación de los Massó asume la gestión de la conservera y empiezan las desavenencias entre los diversos primos. 

Vista aérea de la planta de Cangas.

El proceso de reestructuración de la empresa se implanta a través del sistema Bedaux, que consigue una mayor productividad de las fábricas. Durante estos años la materia prima abundaba se podía elaborar un buen producto para cubrir la demanda del mercado. La bonanza económica que ya vivía el país y la cierta liberalización de la economía, fueron los aliados de Massó para esa época.

En los años 70 y 80 Massó sufre al igual que otras grandes conserveras problemas de índole social. Además, los problemas internacionales derivados de la crisis del petroleo surgida en 1973 también agravan la situación.

Pero si algo hundió de forma casi definitiva a la conservera, fue el envenenamiento por el aceite de colza. A principios de los 80, esta problemática puso en jaque a la conservera, que sufrió por esas razones de imagen un decisivo quiebro y comenzó a precipitarse en la imparable crisis que la ha llevado a su actual postración. A pesar de todo, en 1989 consiguió facturar 3.000 millones de pesetas. 

Cartel Publicitario de las conservas Massó

Pero los problemas de la empresa ya eran insalvables. Y  aunque en 1988 la facturación de la empresa fue de 5.700 M. de pesetas (34,3 millones de euros). en 1990 la cifra había bajado a 3.100 M. de pesetas (18,6 M. €).

En el año 1993 la Xunta de Galicia trató de reflotarla. Y para ello avaló un plan de viabilidad que incluía un crédito sindicado de 350 millones y la compra, por su parte, por otros 450 millones, del museo de la empresa en Bueu. El citado museo disponía de piezas incunables de 1470, decretos de regulación marítima firmados por Felipe II, réplicas de navíos de guerra de los siglos X.VI y XVII o barcos autóctonos del Morrazo construidos por el propio patriarca Massó Palau. 

Pero nada pudo parar el final anunciado. Al poco tiempo se cerró la factoría de Bueu y se redujo la plantilla con jubilaciones anticipadas, mientras se buscaba un comprador que nunca apareció. Meses después cerraba también la factoría de Cangas. Era el fin de una marca legendaria de la conserva gallega. 

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