Tenemos una vida real, tangible, material, pero desde hace un tiempo todos, queramos o no, tenemos otra en paralelo. Es la virtual, y en ocasiones está al alcance de terceros. Da igual que no se esté en red social alguna o no se disponga de teléfono móvil u ordenador.
Cuando compramos un piso, alquilamos un coche o nos abrimos una cuenta bancaria, parte de nuestra información personal pasa a estar integrada en bases de datos que no se encuentran clasificados en armarios, si no ordenados en servidores conectados a la nube, a Internet.
Es el caso, por ejemplo, de mi padre. No tiene presencia en redes sociales, correo electrónico. Tampoco utiliza Internet para nada. De hecho, su primer móvil lo estrenó hace un par de años. Sin embargo, al utilizar el servicio de búsqueda de Google e introducir su nombre y dos apellidos aparecen tres enlaces en los que aparece su relación con la empresa que fundó junto a otros dos socios hace casi medio siglo.
El perfil de mi progenitor es contrario al de la mayoría de las personas que sí tienen una relación más o menos estrecha con el mundo digital. Con esa premisa, nos propusimos ver qué se podía conocer sabiendo de forma 'accidental' el nombre de una persona.
Hace un par de semanas tuve que volar por trabajo a Alemania. Una de las azafatas del avión que nos traía de vuelta a España me preguntó si quería algo del servicio de comida a bordo. Sin querer me fijé en la chapa que lucía en la pechera y memoricé su credencial.
Al día siguiente, con el nombre aún en la cabeza, programé un reloj para que la alarma sonase en cinco minutos. Me propuse conseguir toda la información posible de ella en ese tiempo. Lo único que utilizaría sería un ordenador y una conexión a Internet. Cambiaré algunos datos descubiertos para preservar la privacidad de C.C., siglas a las que corresponde nuestra 'investigada'.
Lo primero que hice fue lo que haría cualquiera. Entrar en Google y escribir su nombre. Automáticamente aparecieron, entre otros enlaces, su nombre asociado al de la aerolínea en la que trabajaba, un perfil de LinkedIn y otro de Facebook.
Empecé por Facebook. No la tenía la cuenta blindada con privacidad, por lo cual cualquiera puede acceder a ver parte de su perfil. Analizando posts y viendo sus fotografías descubrí que C.C. nació un 27 de julio y tiene novio. De hecho estuvo con él en una boda el pasado mes de agosto.
Hasta llegué a descargar varias fotos de ella. En una de ellas lucía frente a un mural con un grafity con varias amigas y en otras en la playa también con amigas. Tras consultar su perfil de LinkedIn, descubrí que es sobrecargo en la aerolínea que me trajo de vuelta de Alemania.
Las redes sociales también nos permitieron saber que le encanta la comida china y que es una amante de la ropa. Los establecimientos y comercios que sigue también me hacen pensar en los locales -con dirección física- que podría frecuentar en sus ratos libres. Comenzamos a buscarla en Instagram pero en ese omento sonó la alarma. Ya habían pasado cinco minutos.
En 600 segundos hemos conseguido fotos y un trazado bastante aproximado de sus gustos, preferencias, inquietudes e incluso de los sitios que podría frecuentar C.C. Nuestra recomendación, si no quieres estar tan expuesto en Internet, es cerrar al máximo los perfiles en redes sociales, evitar subir fotografías y realizar rastreos de ti mismo en Google para saber lo que estás compartiendo, y dónde. Es casi seguro que siempre estarás en algún repositorio, pero el conocimiento de lo que se puede encontrar sobre ti en Google te dará cierto poder de maniobra.
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