El Gobierno y sus terminales mediáticas han tocado a arrebato contra las declaraciones realizadas por el CEO de Repsol, Josu Jon Imaz en la presentación de resultados de la compañía. El motivo de escándalo es el haber planteado una hipotética revisión de los planes de inversión industrial de Repsol en España, ante el mantenimiento del impuesto “extraordinario” aplicado a las empresas energéticas y ante la inseguridad jurídico-regulatoria existente en la Vieja Piel de Toro. El posicionamiento de la corporación presidida por Antonio Brufau es sólo la punta del iceberg de algo más preocupante: la paulatina conversión de este país en un lugar hostil a la actividad empresarial.
El Ejecutivo social-comunista emprendió desde su acceso al poder una campaña sistemática de acoso y desprestigio contra las compañías energéticas, al tiempo que les pedía acometer millonarias inversiones para llevar a la práctica su estrategia de descarbonización de la economía y contribuir a reducir el impacto sobre los hogares del alza de la inflación. Este ejercicio de cinismo, no cabe calificarle de otra forma, alcanzó su cenit con la implantación del llamado “impuestazo”; un tributo discriminatorio, que rompe cualquier criterio elemental de equidad tributaria y quiebra el principio constitucional de igualdad ante la ley.
Es realmente cómico pretender que las empresas inviertan en España cuando el Gabinete las demoniza y las castiga con medidas arbitrarias tanto en el terreno tributario como en el regulatorio. Y esto no es sólo un obstáculo para desplegar proyectos de inversión por parte de las compañías nacionales, sino para atraer capital exterior. No cabe confiar en quien está dispuesto a romper las reglas del juego cuando le conviene por razones de oportunidad política o por delirios ideológicos. Y ninguna empresa con un mínimo sentido de la responsabilidad puede asumir ese riesgo.
El posicionamiento de Repsol es sólo la punta del iceberg de algo más preocupante: la paulatina conversión de este país en un lugar hostil a la actividad empresarial
En el caso de Repsol, esas reflexiones cobran una especial relevancia. La energética española es la mayor empresa industrial del país, la mayor exportadora junto a Inditex y la que más impuestos paga de entre las sociedades del Ibex. Por añadidura, da empleo a más de 18.000 trabajadores en España, la inmensa mayoría de ellos con contratos fijos y con salarios superiores a la media del mercado en sus respectivas categorías profesionales, al tiempo que invierte aquí el grueso de sus beneficios. Sin embargo, estos datos no parecen importar el Gobierno y son irrelevantes para quien las grandes compañías son el símbolo del malvado capitalismo explotador.
La demagogia se acentúa cuando se habla de beneficios extraordinarios, concepto esotérico sin contenido real, olvidando algo elemental: las empresas cotizadas no ganan o pierden dinero, lo ganan o lo pierden sus accionistas y, en concreto, los pequeños bien a través de participaciones directas en el capital social, bien mediante las vehiculizadas a través de los fondos de inversión, de pensiones etc. Ellos son quienes han invertido sus ahorros, individuos de las clases medias trabajadoras por usar terminología gubernamental, y ellos son los principales perjudicados por la política fiscal de la coalición social-comunista. Para muestra un sencillo ejemplo.
Repsol soportó un gravamen en el Impuesto de Sociedades del 37% en 2022, doce puntos por encima del tipo nominal máximo aplicado en España y casi el doble del efectivo soportado por las empresas en la media de los países de la OCDE. A eso hay que añadir el impuestazo aplicado por el Gabinete en funciones que elevaría la carga fiscal soportada por la empresa al 52%; esto es, confiscatoria. Esta es la realidad y no ha de sorprender a nadie la reacción de la energética española y su falta de incentivos para desarrollar sus planes de inversión industrial en este país. A ello cabe sumar la incertidumbre sobre la futura fiscalidad y sobre el marco regulatorio creada por el acuerdo firmado por el PSOE-SUMAR esta semana.
Ninguna economía crece, genera riqueza y empleo si cuenta con gobiernos cuyo único objetivo es penalizar el espíritu emprendedor, apropiarse de la mayor parte de los beneficios y, además, atacar de manera sistemática a las empresas
La renuncia de Repsol a implementar sus inversiones industriales en España se traduciría en una menor generación de puestos de trabajo en las áreas geográficas donde se han de realizar, en una pérdida de capital humano y tecnológico para mejorar la competitividad de la economía nacional y en un serio quebranto para lograr la reindustrialización de España. Y, si esto ocurre, sólo habrá un responsable: el Gobierno, cuya voracidad recaudatoria y su desprecio a las empresas se ha convertido en una parte básica de su ADN.
Ninguna economía crece, genera riqueza y empleo si cuenta con gobiernos cuyo único objetivo es penalizar el espíritu emprendedor, apropiarse de la mayor parte de los beneficios obtenidos por la asunción de riesgos y, además, atacar de manera sistemática a las empresas.
Esta es la España actual en la que están desapareciendo a velocidad de vértigo todas las condiciones que hacen posible la prosperidad. Ante este panorama y con perspectivas de continuidad e intensificación de la estrategia económica desplegada por este Gobierno en la pasada Legislatura, la opción de “votar con los pies” de manera total o parcial es lógica y razonable, aunque sólo sea por motivos de supervivencia y por defender los legítimos derechos de los accionistas.
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