La maquinaria propagandística socialista, siempre tan eficaz a la hora de transmitir sus mensajes, había intentado convertir los comicios gallegos en un plebiscito sobre Mariano Rajoy y las duras medidas de ajuste implantadas por su Gobierno. El chasco no ha podido ser mayor. Las urnas han puesto en evidencia lo que por otro lado mucha gente había intuido: que quien de verdad afrontaba su prueba de fuego era Alfredo Pérez Rubalcaba, líder del PSOE, que ha salido del lance muy seriamente perjudicado. Rubalcaba, en efecto, se jugaba su última carta y ha perdido. Y, lo que es peor, sin disculpa posible. Se mire por donde se mire, tanto lo ocurrido en Galicia como en Euskadi han sido dos batacazos inmisericordes, en los que poco o nada ha tenido que ver un Zapatero convertido ya en un mal recuerdo para la sociedad española.
Como viene siendo tradicional en una Comunidad Autónoma dominada por el bipartidismo, el PP ha sacado tajada del hundimiento socialista en Galicia, fenómeno que, a su vez, es claro responsable del auge nacionalista en Euskadi. Por si fuera poco, sus expectativas en Cataluña no pueden ser peores. A fuer de sinceros, no resulta exagerado pensar que el Partido Socialista ha empezado a pagar la grave factura que las dos legislaturas de Zapatero han dejado a España por herencia: quiebra territorial y ruina económica. Y ello sin haber pedido perdón al país ni nada que se le parezca. El horizonte del PSOE es, pues, tan negro que en buena lógica solo cabe pensar en la convocatoria de un Congreso extraordinario y urgente inmediatamente después de celebradas las elecciones catalanas.
Una cita crucial. Un Congreso en el que deberá no sólo elegir un nuevo liderazgo, sino debatir en profundidad el papel del socialismo en el futuro inmediato, en un momento en el que los movimientos secesionistas están haciendo más ruido que nunca y en el que la crisis económica sigue atenazando al país. Lo que está en cuestión no son dos o tres medidas más o menos populistas, sino el modelo de sociedad que el socialismo quiere proponer a los ciudadanos españoles, empezando por definir la estructura del Estado y sus Autonomías, para continuar con el llamado estado del bienestar e incluso la definición más clara posible de soberanía nacional frente a la UE. A día de hoy y enfrascado en puras luchas de poder personal, el partido ni siquiera se ha planteado esas preguntas.
Lo que al menos ha quedado meridianamente claro (una vez más) a los votantes socialistas es la inteligencia de Miguel Barroso. El que fuera secretario de Estado de Comunicación intuyó con absoluta claridad la travesía en el desierto por la que se adentraba el partido al mando de Rubalcaba y logró convencer a su mujer, Carme Chacón, para que diera un paso atrás en aparente beneficio del partido, dejando que fueran otros quienes ardieran en la hoguera de la impaciencia. Por si ello fuera poco, Chacón tuvo el acierto de airear su retirada a los cuatro vientos como un sacrificio personal y un gesto de generosidad. Para la ex ministra de Defensa se acerca el momento de recoger los frutos de su estrategia ante el chamuscado Rubalcaba.
Oxígeno para Mariano Rajoy
Mariano Rajoy, por su parte, puede respirar tranquilo o, al menos, algo más tranquilo, aunque haría mal cayendo en la autocomplacencia tras el sonado éxito de Feijóo en Galicia. Está claro que los resultados gallegos son un balón de oxígeno para su Gobierno, que podrá incluso presumir de que las duras medidas de ajuste adoptadas son comprendidas e incluso aceptadas en territorios donde lleva mucho tiempo gobernando, y en los cuales sería lógico esperar el inevitable desgaste que todo partido sufre en el ejercicio del poder.
A la vista de la segmentación del voto nacionalista, Galicia parece consolidarse como un caso claro de bipartidismo. El Bloque Nacionalista Galego (BNG) queda seriamente tocado. Si a ello le añadimos que el tirón de Beiras tiene más de tic romántico que de proyecto de futuro, podemos concluir que los excesos nacionalistas de antaño semejan haber quedado muy diluidos en tierras gallegas, acontecimiento del que lógicamente debemos felicitarnos.
Muy distinta y desde luego mucho más preocupante es la situación del País Vasco, donde el voto independentista ha alcanzado las más altas cotas de la historia de la democracia. Los llamados partidos constitucionalistas tienen buenos motivos para reflexionar sobre el grave deterioro de su base social en un territorio en el que, habiéndose repartido tradicionalmente el voto casi al 50% con el nacionalismo, el independentismo ha pasado a controlar casi las dos terceras partes de la Cámara. Algo han hecho mal o muy mal PP y PSOE, y durante mucho tiempo, para llegar a tan desastrosa frontera.
Si al mapa político que dibujan estas elecciones en el País Vasco se le añade el recordatorio de lo que puede ocurrir en la consulta catalana de noviembre, habremos de concluir que España avanza a marchas forzadas hacia ese punto de no retorno, ese cruce de caminos histórico al que políticos miserables como Rodríguez Zapatero alegremente la encaminaron. Volvamos a los principios: en momentos tan graves como los actuales, España necesita más que nunca políticos con más talento que vísceras; con más inteligencia que testosterona, capaces de reconducir la situación hacia territorios de concordia en los que nadie pueda sentirse agraviado. Tarea complicada, cierto, que supone casi la cuadratura del círculo y que requiere de auténticos estadistas con visión de futuro, capaces de unir patriotismo y pragmatismo a la hora de diseñar un proyecto de vida en común para las próximas generaciones. Un modelo de prosperidad pero, también, de calidad democrática y de libertad. Sobre todo de libertad.
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