Dicen que Néstor Kirchner;“el que manda”, como se hacía llamar aunque gobernara su mujer, se reía de las compañías españolas: “miren que les hacemos faenas y ustedes lo que aguantan”, les decía. Repsol estaba aguantando demasiado. El espectáculo de ayer en el Congreso, con sus miembros jaleando la expropiación como si estuvieran en un campo de fútbol fue indigno de un país que se precie en vías de desarrollo. Si el enfermo no pide la eutanasia, tiro de gracia y a otra cosa.
La decisión de enajenar YPF es ya de por si un atentado que hace saltar por los aires cualquier concepto de seguridad jurídica, pero la amarga guinda ha sido la pantomima de unas negociaciones y un voluntarismo falso, para una decisión que estaba tomada de antemano hace mucho tiempo.
Y no lo decimos nosotros: hasta Clarín o La Nación lo sostienen. Cristina Fernández Kirchner hace tiempo que considera que su llegada al poder ha inaugurado una nueva era: el cristinismo, que no pretende ser sino una versión aún más populista que el peronismo. La corruptela de los tiempos en que gobernaba su marido Néstor institucionalizada sin el menor recato, bajo una aureola princesil de primera dama amada por su pueblo. Pero para el populismo, lo primero es el control de los recursos. Eso lo sabe bien ella.
Fernández Kirchner no tiene el menor reparo en moverse en función de sus intereses, ignorando ideologías o principios. Si a principios de los 90, cuando fue diputada, era firme defensora de la privatización de YPF, por la que Repsol pagó más de dos billones de las antiguas pesetas, ahora no ha dudado en hincar el diente a una joyita, teniendo en cuenta el elevado precio del crudo. Viendo a Hugo Chávez en Venezuela, ha comprendido hace tiempo que el petróleo lo financia casi todo.
Secundada por un personaje tan siniestro como Julio de Vido, ministro de Planificación y adyacentes como el subsecretario de Economía, Axel Kicillof, la presidenta ha seguido el camino emprendido por su marido, Néstor Kirchner, cuyo fallecimiento no hizo cambiar nada en el país. Al contrario.
El camino recorrido ha sido una saga demencial: en primer lugar, obligó a Repsol a dar entrada a unos socios, financiándoles la propia petrolera española a pesar de que los Eskenazi no van a pagar los créditos contraídos, entre otras cosas porque el Gobierno prohibió el pago de dividendos de YPF, para comenzar con la retirada de concesiones en determinadas zonas del país. Lo último ha sido ya una expropiación en toda regla.
Lo mismo para las demás empresas.
Ojo, este modelo de socio local que en realidad sólo esconde un caballo de Troya hacia la expropiación ha sido propuesto ya a otras empresas españolas con intereses en la zona, que se han negado en redondo.
Todas las compañías nacionales con presencia en el país latinoamericano aseguran que han puesto en revisión sus inversiones allá, cuando no las han cancelado por completo. El argumento es de lógica: “No vamos a gastar dinero allá si no tenemos la suficiente certeza de que nos expropiarán cuando quieran”.
Ayer mismo, la agencia Bloomberg reconocía en boca de analistas que esta medida lo único que hace es cerrar la puerta a la entrada de nuevos capitales foráneos a Argentina. Pero a su presidenta eso parece no importarle. Con el golpe a Repsol vuelve a controlar un resorte como es el del crudo, que vendió en su momento. Una operación aparentemente genial pero con la habitual cortedad de vista de los salvadores de la patria, que llevan a sus pueblos al desastre a base de momentos de gloria.
Dicho esto, también conviene recordar que la compra de YPF en 1999 ha demostrado ser claramente controvertida. Una operación que le supuso a la compañía afrontar unas desinversiones en zonas de gran potencial para pagar un precio por la argentina que incluso a día de hoy se considera elevado. Alfonso Cortina, presidente entonces, sucumbió a la tentación de dar dimensión a la compañía al precio que fuera. Eran otros tiempos, en los que España parecía un inversor modélico, capaz de llevar a cabo cualquier compra, por grande que fuera. Nuestro país estaba en primera división y en posiciones de liderazgo. O eso creíamos.
La relación con el ejecutivo argentino ha sido compleja siempre. Para Antonio Brufau, que heredó la situación, Argentina ha sido una pesadilla. Dice el refrán que “quien con niños se acuesta…” y seguramente, las grandes empresas deberían valorar con más cuidado dónde invierten. Hay países que, por mucho tiempo que pase, no cambian, y la nación andina es un caso claro.
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