Lo ocurrido este miércoles en el Parlamento de Cataluña nos obliga, abocados como estamos a unas nuevas generales en poco más de 15 días, a reconocer dos situaciones tan alarmantes como incómodas. La primera es que una de las regiones más ricas de España se ha convertido en un polvorín político, trufado de chispazos de violencia verbal y física; la segunda, que ni allí ni aquí existen indicios de alternativa alguna para remediar ese estado de cosas. Y no lo decimos para incrementar el sentimiento de frustración que enseñorea la política española, sino para insistir en que estamos ante un problema nuestro y no del extranjero, por lo que conviene abandonar las conductas seguidas hasta ahora en relación con esta cuestión y empezar a trabajar en serio sobre un asunto que ya contribuyó al naufragio de la legislatura iniciada el 20D, y que puede hacer lo propio con la que nazca el 26 de junio. Se quiera o no reconocer, España no puede aspirar a mejorar la calidad de su gobernanza ni el prestigio de sus instituciones sin hincarle el diente a lo que está pasando al otro lado del Ebro.
En este periódico hemos sostenido que el estallido del problema catalán en el otoño de 2011 era el fruto más destacado, además del más amargo, de la siembra de aquel “café para todos” que puso en marcha la máquina de la insolidaridad y de la desafección al Estado a lo largo y ancho de todo el territorio español, y también una consecuencia obvia de la crisis social derivada de la catástrofe económico-financiera desencadenada en agosto de 2007. Y que la marea independentista estimulada por los nacionalistas burgueses de la entonces CiU para evitar verse desalojados de la Generalidad podría acarrear daños casi irreparables a ellos mismos y, lo que es peor, a los millones de catalanes no independentistas que se sienten abandonados por el Poder central sin saber quiénes atenderán su orfandad.
La pérdida de peso de la derecha nacionalista provoca un alarmante vacío de poder que podría ser ocupado por enemigos de nuestro sistema de convivencia
Los vaticinios se han cumplido: el nacionalismo burgués que, mal que nos pese, era una referencia de orden en Cataluña, además de una viga de carga en el entramado constitucional del 78 como acredita la historia de los últimos treinta años, está al borde de su desaparición, un viaje que, ironías del destino, podría emprender en compañía de PP y PSOE, sus viejos compañeros de fatigas en los Gobiernos de España, que ya casi bordean la marginalidad en la política catalana. La pérdida de peso de la derecha nacionalista provoca un alarmante vacío de poder que corre el riesgo de ser ocupado por enemigos declarados de nuestro sistema de convivencia. Porque es posible que la marea independentista pierda vigor, pero probablemente lo hará en beneficio de nuevas organizaciones políticas -caso de En Común Podemos, que ya ganó en diciembre-, que están dispuestas a recoger en Cataluña la doble cosecha del descalabro constitucionalista y de los nacionalistas tradicionales, con un discurso tan taimado como válido para moros y cristianos.
El problema catalán y la reconstrucción del Estado
Esta es la “mercancía”, o una parte significativa de ella, que está a punto de desembarcar en las nuevas Cortes Generales que se constituirán tras el 26J, razón por la cual no nos cansaremos de insistir en que el problema catalán, en la mesa de operaciones de la democracia española desde el otoño de 2011, es la espada de Damocles que penderá sobre la nueva legislatura, como ya lo hizo en la anterior, con el peligro de que la ausencia de un discurso nacional y de un proyecto de reconstrucción del Estado en términos democráticos y de salud pública, nos conduzca a una espiral de debilidades y despropósitos cuyo más evidente reflejo lo estamos viendo estos días con especial virulencia en Cataluña.
Más que el penoso espectáculo del miércoles en el Parlament, nos inquieta la falta de alternativas a lo que allí viene sucediendo: los partidos tradicionales, una sombra de lo que fueron, pueden verse tentados a justificar su tradicional indolencia con el argumento, un puro espejismo, de que “lo de Cataluña” quedará al final reducido a una tormenta pasajera provocada en su día por la crisis económica. Como no compartimos la visión panglossiana del problema, creemos que es obligado extraer lecciones de lo ocurrido esta semana, porque, sin atajar ese estado de cosas, no conseguiremos despejar el horizonte español de los nubarrones políticos y sociales que lo amenazan. Es prioritario, por supuesto, restaurar de inmediato la legalidad constitucional, pero hay que acompañar la iniciativa de propuestas capaces de solucionar el problema de un modelo autonómico que ha puesto en trance de disolución al propio Estado español, con Cataluña como punta de lanza incontestable.
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