Editorial

Cataluña: problema enquistado, Gobierno petrificado

   

El profundo desacuerdo con lo que viene sucediendo en Cataluña, cuyas instituciones públicas se hallan en manos del independentismo, nos obliga a mostrar la preocupación que nos embarga por la suerte de los millones de catalanes no secesionistas que se encuentran abandonados por el poder central sin saber si alguien, alguna vez, atenderá su orfandad. Con la celebración sui géneris de la consulta de este domingo, la vieja cuestión catalana, engordada con el estímulo activo de la Generalidad y la indiferencia de los poderes públicos del Estado, está sobre la mesa de operaciones de la democracia española. Una realidad que trae causa de hechos muy anteriores, a la que ahora se intenta responder con un rosario de pleitos ante el Tribunal Constitucional y/o los juzgados civiles y penales, lo que inaugura una etapa tortuosa de la política nacional que desde luego servirá para añadir más dudas sobre la capacidad gerencial de quienes tienen la responsabilidad de gobernar en Cataluña y en el resto de España. Lo que nadie puede negar es que, por acción dolosa de unos e inacción de otros, en Cataluña se ha roto en mil pedazos la legalidad vigente, y que restaurar esa legalidad parece hoy tarea de titanes dada la dimensión del problema al que nos enfrentamos. 

El Ejecutivo del PP, a pesar de la mayoría política, y probablemente también social, que obtuvo en noviembre de 2011, no ha sabido cómo hincarle el diente al problema, y se ha limitado a una más o menos difusa apelación a la legalidad que este domingo ha saltado por los aires, olímpicamente ignorada por el Govern catalán. Como consecuencia de lo cual ese mismo Ejecutivo, cuya mayoría política se halla en entredicho desde las elecciones de mayo pasado, por no hablar de la desafección social que revelan las encuestas, se ve ahora en la obligación de enfrentarse, prácticamente en solitario, a la contumaz desfachatez y deslealtad de Artur Mas y los suyos, en un intento casi desesperado por recuperar la legalidad y restaurar la dignidad del Estado en aquella región. Visto lo sucedido en los últimos tiempos, y no solo el domingo pasado, no cabe sino ser pesimistas. El laissez-faire del Gobierno Rajoy ha propiciado un desbordamiento independentista que, impulsado por lo que no deja de ser una minoría -en torno al 30% del censo catalán-, amenaza la estabilidad y el futuro de todos los españoles, en especial de los no independentistas que viven en Cataluña. 

Los árboles del zafio discurso independentista con que un día sí y otro también nos bombardean desde Barcelona, como la apelación a la retórica constitucional y legal que vende el Gobierno central, no nos pueden impedir ver el bosque de una realidad política construida durante décadas a partir de aquel “café para todos” que puso en marcha, como fruto más amargo, la máquina de la insolidaridad y de la desafección al Estado a lo largo y ancho del territorio. A estas alturas, es imposible no reconocer el fracaso del Estado Autonómico, con Cataluña como mascarón de proa, diseñado por los llamados “padres” de la Constitución y avalado por una amplísima mayoría de españoles. Esa realidad nos obliga a reconocer que el proyecto autonómico en el que nos embarcamos cargados de buenas intenciones, ha devenido en la pura y dura disgregación de España. Hubo tiempo bastante para haber rectificado el rumbo, pero nada se hizo y aquí están los resultados. Lo que a estas alturas resulta patético, con el trueno de la ruptura sonando más allá del Ebro, es seguir escuchando los mismos vergonzosos circunloquios legales y llamadas al diálogo que el independentismo se pasa por el arco de sus caprichos, todo para evitar abordar la cuestión capital del problema, que no es otra, desde nuestro punto de vista, que la necesidad de reconocer aquel fracaso para, a continuación, alumbrar un modelo de organización territorial distinto, unitario y democrático, única forma racional que se nos ocurre para salir de la espiral de despropósitos que estamos viviendo. 

Una nueva organización territorial 

Lamentablemente, nuestra clase política no parece estar por la labor, en apariencia dispuesta a explorar vías que debilitarán aún más, si cabe, el deshilachado Estado español. El PP, petrificado ante la dimensión del envite nacionalista y maniatado por los escándalos de corrupción, se muestra renuente a hablar de reformas constitucionales, mientras el PSOE, que sí habla de las mismas, lo hace con la idea de profundizar, si bien con otra semántica, en el modelo actual, lo que no deja de ser una huida hacia ninguna parte. Pretender, en efecto, arreglar el desaguisado del Estado autonómico con esa apelación al federalismo, es apenas un brindis al sol de quien se empeña en escamotear la realidad. Se ve que la herencia del liviano, por no decir nefasto, Zapatero, sigue pesando y mucho en el socialismo español. Visto lo visto, no debe extrañarnos que la nación, desnortada, se desentienda de ambas formaciones e intente otear el horizonte a la búsqueda de otras opciones, algunas inquietantes, que prometen preocuparse de lo concreto, fundamentalmente del paro y de la desigualdad, aunque no de la unidad del país, algo fundamental que está en la base de la acertada solución de esos problemas. 

Nuestro liberalismo, como hemos expresado en ocasiones anteriores, no es libertario: creemos en la necesidad de un  Estado capaz de contribuir de manera eficaz a alcanzar los objetivos de libertad, justicia e igualdad que hoy se encuentran gravemente amenazados en España por la doble crisis, constitucional y económica. Por eso pensamos que, una vez restaurada la legalidad en Cataluña, objetivo inaplazable, los españoles deberían ser consultados sobre las propuestas que formulen los diferentes partidos políticos en relación con la organización territorial y el modelo de Estado, de forma que sean las nuevas Cortes las que debatan, decidan y sometan finalmente a referéndum una nueva Carta Magna llamada a asegurar la paz y la solidaridad entre los españoles para los próximos 40 o 50 años. No se nos ocurre otra solución para los gravísimos problemas que nos aquejan.

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