Si gobernar es prever, nunca como ahora ha sido tan claro que esa máxima desapareció del comportamiento de los gobiernos españoles hace mucho tiempo. Los ejemplos son abundantes y variados y el de hoy, con la formulación de la pregunta para la consulta sobre la independencia de Cataluña, es la demostración de que en aquella esquina ilustre del solar patrio se ha cruzado el Rubicón ante la estupefacción de unos, la indiferencia de otros y el escapismo administrativista del Gobierno, que se niega a aceptar la crisis constitucional sin plantear iniciativa alguna para resolverla. La parálisis política del Ejecutivo contrasta con el dinamismo desplegado por la Generalidad de Cataluña durante los dos años últimos. Por eso, lo menos que podemos pedir los ciudadanos españoles, a los que nos va mucho con el devenir de esa parte de España, es que se nos permita opinar sobre las iniciativas de cambios o reformas constitucionales para enmendar los males ya producidos, entre los que se cuenta la seguramente inevitable suspensión de la autonomía catalana.
El pasado mes de septiembre, a raíz de la Diada, urgimos al Gobierno a abandonar la dejación y asumir la puesta en marcha de la regeneración democrática de España, porque para nadie es un secreto que el Régimen del 78 está en situación terminal y conviene evitar que su putrefacción sea aprovechada por quienes piensan, que es el caso del nacionalismo catalán, en un futuro distinto fuera de España. Decíamos que los nacionalistas “saben de las dificultades para actuar de un Gobierno y de un partido, el PP, prisionero de sus escándalos de corrupción, con el caso Bárcenas a la cabeza; conocen la naturaleza evanescente de un PSOE desnortado que ha dejado de ser un partido nacional; están al tanto de la descomposición de la Corona, víctima también de esa corrupción omnipresente en la España de nuestros días. No tienen enemigo apreciable enfrente. Porque para el nacionalismo burgués catalán, tan corrupto como el que más, los casi 40 millones de españoles que viven fuera de Cataluña no tienen vela en este entierro. No cuentan. Es, de nuevo, ahora o nunca”.
Pues bien, la cuerda se ha seguido estirando y la política de avestruz de Moncloa no ha parado de engordar. Y es ese inmovilismo silente el que permite presagiar que, muy a su pesar, el Ejecutivo se verá obligado a aplicar el artículo 155 de la Constitución para suspender la Generalidad de Cataluña, sin tener previsto qué hacer a partir de dicha decisión. Es lo que nos preocupa, porque se supone que nadie en su sano juicio pensará que el decrépito sistema constitucional podrá seguir su andadura como si lo de Cataluña, con más de siete millones de habitantes que representan el 20% del PIB español, fuera un incidente administrativo menor, sin consecuencias para la estabilidad política y económica de España.
El Gobierno de Mariano Rajoy, después de cumplir y hacer cumplir la ley, como es su obligación, tendrá que enfrentarse a la crisis constitucional consiguiente poniendo sobre la mesa proyectos para superarla, incluida la reforma del Estado en el sentido que mejor convenga a los intereses de todos los españoles, procurando la atracción hacia ese proyecto de los catalanes que ahora desean abandonar España. Es la consecuencia obligada para recuperar la estabilidad del país, que corre serio peligro de ser arrollada por los acontecimientos de Cataluña. En términos democráticos no se nos ocurre otro expediente de salida. Lógicamente, eso implicaría abandonar el inmovilismo y emprender el camino de los cambios, cuyo objetivo tiene que ser restaurar el orden que entre todos los componentes del establishment han subvertido. No es fácil asumir que los causantes de los problemas sean los más indicados para procurar su resolución, pero no queda más remedio que solicitar su concurso para cegar las alternativas antidemocráticas que, al calor de la crisis catalana y de la interminable crisis económica, puedan florecer con vehemencia.
La declaración ayer noche del presidente del Gobierno, afirmando la defensa de la legalidad constitucional y su propósito de impedir la consulta anunciada por la Generalidad, forma parte de sus imprescriptibles obligaciones y viene a reiterar, con mayor solemnidad si cabe, las posiciones que ha venido manteniendo en relación con el asunto. Pero, con ser necesaria, esa declaración resulta claramente insuficiente, porque nada ha dicho todavía sobre cómo piensa afrontar el problema abierto por el intento secesionista catalán que, insistimos, lleva muchos meses planteado, así como tampoco de qué manera cree que los españoles, a los que anoche apeló, vamos a poder decidir acerca del destino de nuestro Estado y de la resolución de su crisis constitucional. Las palabras del presidente anoche sirvieron, en suma, para calmar la ansiedad de muchos ciudadanos y aportar una nota de tranquilidad sobre el presente, aunque no despejaron ninguna de las incertidumbres que se yerguen sobre el futuro cercano. Hay silencios que crean inquietud y desasosiego.
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