Editorial

Cambiar el Estado para acabar con los déficits crónicos

   

No es nuestra intención mediar en la pelea electoral que ha estallado a cuenta de los Presupuestos Generales del Estado (PGE), Bruselas y el cumplimiento de los límites de déficit público, porque nos parece un ejercicio en extremo banal a la luz de una evidencia demoledora: desde que estalló la crisis allá por el verano de 2007, todos y cada uno de los PGE han sido papel mojado, circunstancia que cumple al que ahora transita por las Cortes. Dicho lo cual, conviene salir de la discusión sobre las cifras y los diferentes artilugios contables que se han venido utilizando por parte de los sucesivos Gobiernos para enmascarar la realidad de un Estado que, año tras año, tiene que pedir prestados miles de millones no para invertir y crear riqueza, sino para sostener la estructura elefantiásica que pudo sobrevivir mientras duró el modelo especulativo de nuestra economía, regado además con fondos estructurales de la UE. El final de ambas circunstancias dejó al descubierto nuestras miserias, sin que hasta la fecha nadie se plantee hincar el diente a un problema que, con Bruselas o sin ella, nos condena a ser una sociedad low cost con un Estado de high class

Sabemos que lo políticamente correcto sería entrar en disquisiciones sobre la disputa entre el Gobierno español y la Comisión Europea (CE), cuyo comisario de Economía ha suscitado serias dudas sobre la veracidad de unos PGE para 2016 preparados deprisa y corriendo por el Ejecutivo, pero ese no es el problema, al menos desde la perspectiva de cambio que viene patrocinando Vozpópuli desde su nacimiento: para este diario ha habido mucho de ingeniería financiera y poco de realismo con visión de futuro a la hora de tratar de hacer de España un país creíble en lo político y honrado en lo económico-financiero, encomiable objetivo que necesariamente pasaba por una refundación integral del Estado. Por desgracia, la traición sin paliativos a los preceptos constitucionales terminó transformando ese Estado en una máquina clientelar al servicio de los dos partidos dominantes que, con la eficaz ayuda de nacionalismos y regionalismos varios, han acabado por convertirlo en un queso gruyere agujereado por la corrupción y la ineficiencia. 

Endeudarse para pagar intereses es algo que en cualquier familia o empresa privada sería calificado de auténtica locura

Por tanto, la cuestión no estriba en unas décimas más o menos de déficit, habitual juego que se traen los gobiernos nacionales con una CE que, según convenga, aplica unas u otras varas de medir. Como ya se ha señalado en este diario, en los ocho años que van de diciembre de 2007 a diciembre de 2015, la deuda pública española habrá aumentado en 700.000 millones de euros, lo que supone un ritmo de incremento de unos 87.000 millones por año o 7.300 millones por mes. Un 57% de aquella suma ha ido a pagar el exceso de gasto en pensiones, sanidad, educación, seguridad, justicia, etc., no cubierto con la recaudación de impuestos y cotizaciones sociales. Pero casi el 31% (217.000 millones) fueron a parar al servicio de la deuda pública. Endeudarse para pagar intereses es algo que en cualquier familia o empresa privada sería calificado de auténtica locura. Una situación insostenible en el tiempo que no solo hipoteca el crecimiento económico, sino que pone en peligro la paz y prosperidad de los españoles. 

España no puede seguir aumentando su deuda 

¿Qué importa, desde esta perspectiva, tres décimas arriba a abajo en el objetivo de déficit público para el año en curso? Lo importante es que España no puede continuar indefinidamente acrecentando su deuda ni siquiera en el caso de que su economía creciera en la misma medida, porque los datos disponibles indican que eso no va a ser así ahora ni, previsiblemente, en el futuro inmediato. La prueba es que la renta per cápita de los españoles sigue estancada en niveles de 2003, y nuestra convergencia con la media de la Unión Monetaria mantiene las distancias derivadas de una crisis que ha sido especialmente dañina para nuestro país. Sin dejar de reconocer que la sensación de caer al abismo ha desaparecido, no es menos cierto que la renuncia a reestructurar una empresa sobredimensionada como es el Estado español, hipoteca sobremanera la superación airosa de los problemas en el medio plazo. El crecimiento de nuestro PIB sigue siendo tan frágil y dependiente de factores exógenos –euro, petróleo y tipos de interés- como ha sido siempre, razón de más para que los partidos políticos levanten la vista de lo inmediato e impulsen cambios drásticos que tienen poco que ver con lo que nos intentan vender a diario. 

El Gobierno del PP puede que haya fabricado un Presupuesto ad hoc para el tiempo electoral, y eso es reprobable, pero no es esa la falta más significativa que habría que apuntar en su pasivo. Lo principal y lamentable es que después de haber tenido todo el poder y la legitimidad para intentar cambiar España, no lo ha hecho, conformándose con echar mano de las medidas de siempre -subir impuestos a clases medias y empresas penalizando a quienes laboran día a día-, ello para mantener un modelo territorial del poder público plagado de ineficiencias, que ha terminado por convertirse en el verdadero obstáculo a salvar a la hora de mantener los servicios públicos que una sociedad moderna y democrática reclama. Hay, pues, que reformar el Estado, meterle mano a la estructura de nuestro ingobernable e insostenible, por gastador, Estado de las Autonomías, asunto para el que ni PP ni PSOE parecen tener respuesta. Todo lo demás es hojarasca. Valdría la pena, por eso, que quienes piden la confianza del pueblo español expliquen de forma clara y precisa cómo piensan administrar los recursos públicos, siempre escasos, y qué modelo de Estado contemplan para acabar con lacras que nos avergüenzan como españoles y nos indignan como demócratas.

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