En Vozpópuli siempre hemos sostenido que la crisis española es política y económica y que, sin la resolución de la primera, es harto difícil esperar la superación de la segunda. El paso del tiempo va confirmando la validez de este argumento, como evidencia el desafío al que en términos constitucionales se enfrenta ahora mismo España: la apuesta decidida de una parte no desdeñable y desde luego influyente de la población de Cataluña por la independencia. Los responsables de que hoy estemos hablando de algo tan trascendente para el conjunto de la nación son muchos y variados, empezando por los sucesivos Gobiernos centrales que, a lo largo de décadas, han hecho dejación de sus obligaciones constitucionales, seguidos por los gobernantes nacionalistas de Barcelona que han puesto sus afanes en la tarea de conformar una sociedad a su imagen y semejanza, alimentando la ignorancia y el desdén hacia todo lo español. Las penurias económicas de los últimos años se han convertido en el catalizador de ese magma de descontento y ensoñación que estos días se ha paseado por pueblos y ciudades de aquella comunidad autónoma. La situación es tan delicada que ha llegado el momento de pasar a la acción. Pasó el tiempo de esperar y ver.
El catalanismo político, con más de cien años de existencia a la espalda, fue siempre un proyecto nacionalista burgués que, influyente pero no mayoritario, se convirtió en referente de la vida pública española, resultando determinante en etapas parlamentarias como la Restauración canovista o la Segunda República. Durante esta última consiguió gobernar en Cataluña, aunque no obtuvo la anhelada mayoría social capaz de hacer realidad la pretensión de todo movimiento nacionalista que se precie: la construcción de un Estado propio. Con un socialismo muy débil, se lo impidió la fuerza del anarquismo de entonces, algo que, a la postre, sería una de las causas de perdición tanto de los nacionalistas como de la propia República. Ese cuadro ha ido cambiando durante la Transición. El nacionalismo burgués ha gobernado en Cataluña desde principios de los años 80 y ha sido condimento imprescindible en todo guiso parlamentario presente en la Carrera de San Jerónimo. Con gran decisión y no poca inteligencia se ha aplicado estos años en la labor de ampliar la base social proclive a los cantos de sirena del independentismo, tarea en la que ha contado con la ayuda inestimable de los Gobiernos de Madrid y la contribución definitiva del PSC, el socio del PSOE en la marca catalana.
El nacionalismo catalán sabe de las dificultades de un Gobierno prisionero de sus escándalos de corrupción, de un PSOE desnortado y de una Corona descompuesta
El nacionalismo catalán es hoy un tren que circula a gran velocidad conducido por un maquinista, Artur Mas, que ha perdido el control de los frenos del convoy, en manos de su socio de ERC, Oriol Junqueras, empeñado en conducirlo hacia el precipicio. He ahí dos líderes y dos partidos que se disputan con ahínco el espacio electoral del independentismo, jaleados en el primer vagón por los gritos de ánimo del ala nacionalista del PSC, por IU y por la CUP. En ese viaje a ninguna parte andan embarcados, decididos a pisar el acelerador a fondo, convencidos -tal es la dureza de la crisis económica y tan profunda la debilidad política y constitucional del Estado- de que es ahora o nunca. Saben de las dificultades para actuar de un Gobierno y de un partido, el PP, prisionero de sus escándalos de corrupción, con el caso Bárcenas a la cabeza; conocen la naturaleza evanescente de un PSOE desnortado que ha dejado de ser un partido nacional; están al tanto de la descomposición de la Corona, víctima también de esa corrupción omnipresente en la España de nuestros días. No tienen enemigo apreciable enfrente. Porque para el nacionalismo burgués catalán, tan corrupto como el que más, los casi 40 millones de españoles que viven fuera de Cataluña no tienen vela en este entierro. No cuentan. Es, de nuevo, ahora o nunca.
Un país en el que quepamos todos
El envite es de dimensión histórica, cierto. La revisión a fondo de la Constitución del 78, es decir, la apertura de un proceso constituyente que consideramos imprescindible para abordar la regeneración de un sistema carcomido por la corrupción, moral y de la otra, que padecemos, está en la esencia fundacional de este diario y ahí pretendemos seguir. Proceso constituyente capaz de diseñar un país en el que, corrigiendo de una vez viejos errores, quepamos todos, madrileños, catalanes, andaluces y vascos, un país entendido como un marco de convivencia estable, aceptable y agradable para todos. En lo que no estamos ni estaremos nunca, naturalmente, es en las filas de quienes hablan de tapadillo de abrir la Constitución del 78 para hacer borrón y cuenta nueva, para romper las barreras, soltar las amarras que ahora impiden a los secesionistas de toda laya salirse con la suya y romper España. A eso no jugamos.
Si Rajoy piensa que con cuatro retoques va a ser posible seguir andando mal que bien dentro de la Constitución del 78, se equivoca. Esto está agotado
Tampoco a guardar el silencio de los corderos. Entre otras cosas porque en Cataluña hay cientos de miles de personas, millones de personas, sí, millones también, que se sienten catalanes y españoles al tiempo y que asisten perplejos, tan desolados como acongojados, al autismo de un Gobierno aparentemente incapaz de garantizar sus derechos, un Gobierno que parece haberles dejado a su suerte, casi obligados a vivir escondidos en un medio ambiente francamente hostil para todo aquel que no se cubra con la estelada. Y esos españoles, señor presidente del Gobierno, como el resto de los españoles que viven fuera de Cataluña, merecen un respeto; merecen que les diga qué medidas concretas va usted a tomar para garantizar que sus vidas y haciendas podrán seguir prosperando en libertad en la tierra que les vio nacer o les sirvió de acogida. Esos españoles no se merecen su pusilánime silencio de costumbre, señor Rajoy.
Está usted obligado a abandonar la política del avestruz de una vez por todas. Tiene usted que arremangarse. Le avala la Constitución que juró defender; le obliga el cargo que ocupa, y le respalda una cómoda mayoría absoluta. Tranquilidad (templanza) sí, pero también legalidad y, sobre todo, autoridad. Se impone hablar, desde luego, pero sobre todo es obligado poner proyectos concretos sobre la mesa, sin rehuir el de acometer la reforma del Estado en el sentido que mejor convenga a los intereses de los españoles, incluidos los catalanes, para lograr la estabilidad y el buen gobierno de las próximas décadas. Porque si usted y su partido, la derecha política española, piensan que con cuatro retoques, con un revoque de fachada, va a ser posible seguir andando mal que bien dentro del marco de la Constitución del 78, se equivocan de medio a medio. Esto está agotado. El sistema de la Transición está muerto, aunque aún no hayamos oficiado su entierro. Y quienes se empecinen por seguir en esa senda, lo único que harán será seguir echando leña a la gran hoguera que terminará por llevarse a España por delante.
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