Álvaro García Ortiz carece de credibilidad. Desde el mismo momento en el que fue nombrado, García Ortiz asumió que la Fiscalía General del Estado era una institución subalterna, en línea con la concepción partidista de la institución que el presidente del Gobierno nos anunció al poco de hacerse con el poder. Su trayectoria, tras sustituir a Dolores Delgado, está plagada de episodios en los que ha acreditado un insólito activismo en favor del Gobierno, despreciando, por ejemplo, la opinión del Consejo Fiscal y colaborando, con una actitud de constante confrontación, en la campaña de desprestigio de determinados jueces, en especial los del Tribunal Supremo.
García Ortiz ha batido todos los récords de activismo y sometimiento al Gobierno, principalmente en lo que se refiere a la campaña desatada por este contra el Poder Judicial. Pero ayer, superando todos los límites de la obligada decencia institucional que debiera presidir sus actuaciones, incorporó un nuevo ingrediente a su perfil pastueño: el férreo alineamiento de la Fiscalía con la estrategia gubernativa frente a los medios críticos y la libertad de prensa.
García Ortiz ha batido todos los récords de activismo y sometimiento al Gobierno, principalmente en lo que se refiere a la campaña desatada por este contra el Poder Judicial
El informe que ha elevado al Tribunal Supremo la ‘número dos’ de la Fiscalía, contrario a que se abra una investigación contra Álvaro García Ortiz, en el que se defiende que éste no cometió delito de revelación de secretos y se arremete, por publicar “infundios”, contra tres medios de comunicación, entre ellos Vozpópuli, es en sí mismo un relato político de parte que deviene en bulo jurídico al distorsionar de forma premeditada la verdad.
Pero lo peor no es eso. Lo más grave, como ya se ha dicho aquí, es que, en su escrito, la teniente fiscal, María Ángeles Sánchez-Conde, “asume en la terminología empleada buena parte de las tesis, y expresiones textuales, utilizadas en las últimas semanas por miembros del Gobierno para justificar la legislación que pretenden imponer para limitar la libertad de información” y dividir a los medios entre buenos y malos.
Cuando su obligación era la de proteger los derechos de un ciudadano, García Ortiz, al tratarse aquel de la pareja de la presidenta de la Comunidad de Madrid, optó por seguir las instrucciones “políticas” del Gobierno. Hizo lo mismo que Sánchez al desvelar los medios la actividad, cuando menos moralmente reprobable, de su esposa: intentar matar al mensajero, sea este periodista o juez.
El fiscal general ha hecho lo mismo que Sánchez al desvelar los medios la actividad, cuando menos moralmente reprobable, de su esposa: intentar matar al mensajero, sea este periodista o juez
Precisamente, para contrarrestar las informaciones sobre Begoña Gómez, el fiscal general aceptó participar en la campaña de descrédito de Isabel Díaz Ayuso, ordenando que se hicieran públicas las irregularidades cometidas por Alberto González Amador, novio de la presidenta madrileña. Ese, y no si las informaciones que íbamos conociendo respondían o no a la cronología exacta de lo ocurrido, es el asunto central sobre el que la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo deberá tomar en los próximos días una decisión.
Por mucho que Álvaro García Ortiz intente desviar la atención sobre lo fundamental, lo que el Supremo está en la obligación de evaluar, para decidir si abre una “causa especial” e imputa al fiscal general, no es el papel de los medios, en todo caso secundario, en este controvertido caso, sino si una alta autoridad del Estado, al optar por el sometimiento al Gobierno y no por el respeto a los derechos constitucionales de los ciudadanos, debe ser objeto de sanción.
Los medios se pueden equivocar, y su obligación es corregir la información inexacta y rectificar. Y si no, para eso están los tribunales. La Fiscalía General del Estado también puede cometer errores. Lo que es inadmisible es que sus responsables, siquiera para preservar la escasa credibilidad a la que han arrastrado la institución a la que representan, no tengan la menor intención de rectificar. Afortunadamente, para eso está el Supremo; para ,cuando menos, recordar a las autoridades del Estado que la lealtad no se tiene con quien te nombró sino con el rol que asigna al cargo la Constitución.
Esto es lo que nunca ha entendido, o no ha querido entender, el fiscal general del Estado, quien, si le queda un gramo de dignidad, en el minuto siguiente de ser imputado por el Supremo debiera presentar su irrevocable dimisión.
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