El ministro de Educación, José Ignacio Wert, ha provocado un incendio cuando, al hilo de la reforma educativa que apadrina su departamento, ha aludido a la exigencia de un 6,5 de nota, ni siquiera un notable, para disfrutar de una beca en la Universidad. Estamos ante la prueba del nueve de esa perversión y desnaturalización de valores que está causando estragos en la sociedad española y en determinados ambientes “educativos” de la misma. La izquierda, en general, y el PSOE, en particular, se han lanzado a la yugular del ministro, aparentemente decididos a ahondar en el fracaso escolar y educativo, cuya expresión más sublime es la llamada cultura del botellón, antes que girar en dirección a la exigencia y al esfuerzo para construir la sociedad de hombres libres que debiera ser el deseo mayoritario de los españoles y, desde luego, el objetivo ineludible de quienes ejercen el poder público. Lo que está sucediendo con la polémica de las becas universitarias es el síntoma de una enfermedad grave que va carcomiendo cualquier propuesta civilizadora, y las ayudas públicas a los menos pudientes y más esforzados lo son, con la excusa vana y un tanto sectaria de que se favorece a los ricos. Así, una cuestión relativa al buen uso de los recursos públicos, llámense becas u otro tipo de ayudas, deviene por arte de birlibirloque en una controversia que esconde, en realidad, el deseo de mantener una sociedad adocenada y poco exigente a mayor gloria de la partitocracia.
La Universidad está situada en el escalón superior del sistema educativo de cualquier país y, por ello, es lógico que las exigencias para ingresar y ejercer en ella sean significativamente mayores que en otras áreas de la educación, algo que no se pone en duda en ningún Estado, con independencia del sistema político vigente, porque se entiende que la formación de las elites, en su acepción más genuina, es un valor que conviene preservar en beneficio del interés general. Según tales principios, el Estado provee los medios para que sus universidades se desenvuelvan con el mayor nivel académico y, en contrapartida, establece requisitos de aptitud para aquellos ciudadanos que deseen cursar estudios en ellas. En el caso de alumnos que carezcan de medios económicos, tanto el Estado como las instituciones privadas, en su caso, otorgan ayudas o becas, vigilando el nivel académico de los beneficiarios.
Pues bien, esos principios generales comúnmente aceptados fueron cayendo en desuso en España al hilo de la burbuja universitaria que se inició en la década de los 80 del siglo pasado: las 12 Universidades públicas, con sus correspondientes distritos universitarios, se reprodujeron como esporas, uniendo su destino y capacidad a la apuesta autonómica. Hoy se cuentan alrededor de 50, lo que en su día dio lugar a una arquitectura universitaria que necesitó ser rellenada con premura para justificarse a sí misma y que, entre otras cosas, obvió cualquier exigencia en materia de concesión de becas porque lo que primaba era llenar de alumnos las aulas. El coste económico de semejante empresa, así como la disminución de la calidad de la enseñanza universitaria en España, son datos incontestables de un proyecto, como tantos otros, fallido, que arrumbó una tradición de exigencia nacida en las primeras décadas del siglo XX con las famosas becas de la Junta de Ampliación de Estudios, y que de forma progresiva se fueron extendiendo durante la Segunda República y el franquismo.
Ni rastro de la Universidad en el fragor de la crisis
Esa tradición de exigencia se rompió con la Transición. Ahora, el ministro Wert pretende, con buen criterio, cambiar ese estado de cosas, tarea tan ingente e ingrata como inaplazable, porque por algún sitio habrá que empezar a poner racionalidad en el disparate educativo de un país que dice ser rico, o al menos eso creía hasta hace poco, pero que claramente es subdesarrollado en materia educativa. Ocurre que ese modelo ha resultado ser muy beneficioso para un establishment empeñado en mantener poder y privilegios contra viento y marea, como prueba el hecho incontestable de que, con el país sumido en la mayor crisis política y económica de su historia reciente, la Universidad, otrora germen ilustrado capaz de mover conciencias y orientar políticas, no está ni se la espera. Ni una voz del mundo universitario y/o académico capaz de alertar de los problemas y proponer soluciones. Como si no existiera, aunque, eso sí, a la hora de reclamar dinero público, es la primera. Algo insólito que ni siquiera sucedió en las etapas más oscuras del franquismo.
En el franquismo, los hijos listos de familias pobres estudiaban con beca. A cambio, debían sacar nota media de sobresaliente para seguir teniendo derecho a la misma. El sistema, con todas sus connotaciones clasistas, permitió aflorar enormes talentos que en la actual cultura del botellón probablemente se hubieran perdido. El ministro Wert, en un alarde de valor, acaba de reclamar un 6,5 como exigencia para optar a una beca, y gran parte de la comunidad académica, por no hablar de la izquierda política, se le ha echado encima. El secretario general del PSOE dijo ayer que “las becas no son un sistema para seleccionar a los mejores alumnos, sino para que los que no tengan recursos puedan estudiar”. Para el señor Rubalcaba, la ley Wert es “un disparate (…) Las becas se dan para quien no tiene recursos para estudiar. Si subes las tasas y bajas las becas te cargas la igualdad de oportunidades”. Eso es, don Alfredo, café para todos o sociedad igualitaria en la miseria. Es el socialismo de siempre, enemigo declarado del talento, del esfuerzo y del mérito.
Hubiéramos querido terminar este editorial animando al señor Wert a mantenerse firme, entre otras cosas porque quienes pagamos impuestos no queremos que nuestro dinero sea empleado en mantener vagos dispuestos a matar el tiempo jugando al mus en el bar de la Facultad, cuando, a última hora de la tarde de ayer, nos enteramos de que el ministro, eficazmente asaeteado por muchos de sus conmilitones del PP, se ha rendido. Este país se ha vuelto definitivamente loco o estúpido. Los cínicos, estultos y populistas se han apoderado de la fortaleza. El patriotismo y el sentido común, por no hablar de la inteligencia, se baten en retirada. País sin futuro.
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