Las leyes penales españolas, coincidentes en lo esencial con las del resto de la Europa más avanzada, castigan el delito de malversación de caudales públicos con penas de hasta doce años de prisión y de seis a diez años de inhabilitación especial para cargo o empleo público y ejercicio del derecho al sufragio pasivo. Cierto que las condenas previstas para esta tipología delictiva son inferiores a las que pudieran recaer en los culpables de un delito de rebelión, que van de quince a veinticinco años de cárcel. Pero no por ello la decisión de la Justicia alemana de conceder la extradición de Carles Puigdemont sólo por malversación y no por rebelión es una buena noticia para el secesionismo, como nos quiere hacer creer el delegado del expresident en Cataluña y su cohorte de propagandistas.
La malversación, la administración desleal de fondos públicos, es uno de los delitos más graves que puede cometer un político. Más aún si esta, como es el caso, se realiza de forma consciente, desde la certeza previa de que la decisión de utilizar el dinero de todos es abiertamente contraria a las leyes democráticas vigentes. El hecho de que la Audiencia territorial de Schleswig-Holstein haya ratificado ahora su inicial opinión, según la cual, y en aplicación del principio de doble incriminación, el delito español de rebelión por el que se reclama la extradición "no alcanza la magnitud de la violencia necesaria" y por tanto no es equiparable al de alta traición alemán, no pasa de ser un discutible argumento procesal que aparca el fondo de la cuestión, y que en ningún caso desmiente la gravedad de los hechos atribuidos a Puigdemont.
Ni estamos ante una victoria jurídica definitiva, ni ninguna sutileza procesal puede ser utilizada de forma ventajista como contrapeso a la legítima demanda de verdadera justicia
Cosa distinta son los efectos que la decisión de la Justicia germana pueda tener en el procedimiento que se sigue en España contra el huido y sus cómplices. De momento, los abogados del expresident ya han mostrado su intención de recurrirla, argumentando también la inexistencia de delito de malversación, lo que confirma la actitud rebelde y escapista del fugado, en contraste con la de otros encausados. Por otro lado, el juez Pablo Llarena puede optar por rechazar los términos de la resolución de la Audiencia alemana y mantener la acusación por rebelión sobre la base de las normas penales españolas, por lo que Puigdemont podría ser juzgado sin limitaciones en rebeldía.
En línea con su eficaz estrategia propagandística, el independentismo se ha apresurado a presentar la decisión de un tribunal regional, por muy alemán que sea, como un rotundo éxito de la justicia europea frente a la arbitrariedad de la española. Una falacia que antes o después acabará por ser desmontada y que en ningún caso servirá para que esquiven sus responsabilidades penales aquellos que, contra toda cordura y desde el más absoluto desprecio a las reglas más básicas de la democracia, pusieron gravemente en riesgo la convivencia pacífica de los españoles. Puede que la justicia teutona no haya tenido otra opción que la de hacer prevalecer las formas sobre el fondo. Pero ni estamos ante una victoria jurídica definitiva, ni ninguna sutileza procesal puede ser utilizada de forma ventajista y soez como contrapeso a la legítima demanda de verdadera justicia que permanece intacta en una sociedad malherida y que todavía sufre las profundas consecuencias de la intentona golpista.
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