España sufre desde 2007 una durísima crisis, que en el segundo trimestre del año en curso se transformó en auténtica agonía. Con los mercados francamente de espaldas y los inversores escapando del país, el Gobierno Rajoy se vio forzado a solicitar un rescate bancario, después de intervenir Bankia. Todo este tiempo ha supuesto un auténtico suplicio que España ha recorrido por un camino de duras reformas y ningún resultado concreto en términos macroeconómicos. Tanto el Banco Central Europeo (BCE) como Alemania, tras gestos mil de que su paciencia se había agotado, parecían decididos a abandonar a la piel de toro a su suerte, decisión que abocaba al país no sólo al default, sino a la incapacidad para hacer frente a sus pagos internos más perentorios.
La cordura, sin embargo, parece haberse impuesto desde finales de julio, no sin antes habernos obligado a asomarnos al fondo del abismo. Los amos del club europeo han tomado por fin conciencia de la imperiosa necesidad de dar oxígeno a dos socios tan relevantes como España o Italia, si de garantizar el futuro de la Eurozona se trata. Todo cambió el día que Mario Draghi salió a la palestra diciendo aquello de que haría “todo lo posible” para salir de esta situación. “Será suficiente”, aseguró resuelto, y tal determinación surtió el efecto de poner en marcha ese discurso común que tanta gente venía reclamando y que ayer se puso de manifiesto, tanto en la reunión del consejo del BCE como en el encuentro madrileño de Merkel y Rajoy.
El Gobierno se ha comprometido, como no podía ser de otra forma, a cumplir con las exigencias impuestas por el Eurogrupo; quien pide ayuda en forma de dinero, está obligado a aceptar las condiciones de quien lo presta. Superada con éxito la cita, desde hace meses calificada de “crucial” en el entorno de Moncloa, urge aclarar, más bien exigir, al señor presidente de la nación que no vuelva a ser víctima de viejos cantos de sirena electorales y rehúya la tentación de aplazar la solicitud formal de ayuda que le exige el BCE hasta después de las elecciones autonómicas del 21 de octubre, o se enrede en la ridícula madeja de intentar evitar el término rescate. Los electores andaluces ya le demostraron que ciertos cálculos electorales mostrencos pueden tener consecuencias funestas en una crisis como la actual. El ciudadano puede estar dispuesto a apretarse el cinturón, pero no a que le tomen por tonto.
En la misma línea, España está obligada a profundizar en las reformas emprendidas, tarea convertida en imperativo una vez logrado ese compromiso de ayuda comunitaria por el que tanto venimos clamando. Las reformas pendientes son muchas y están perfectamente identificadas, abarcando desde la desaparición de las Diputaciones hasta la racionalización del gasto sanitario, pasando por la obligada racionalización de nuestro Estado autonómico. Tarea ardua donde las haya, para la que será preciso apoyarse cada día más en quien menos intereses creados puede tener para oponerse a tales reformas: nuestros socios europeos.
Redefinir el camino del proyecto europeo
Pero, como se ha dicho tantas veces, no solo es España quien en esta hora está obligada a enfrentar con decisión su futuro; es también la vieja Europa la que, más que nunca, se encuentra en la tesitura histórica de redefinir su camino, demostrar amplitud de miras y hacer acopio de esos grandes estadistas que hicieron posible el Mercado Común y que parecen estar hoy desaparecidos. En el mundo globalizado de hoy, el viejo continente corre el peligro de convertirse en un cementerio de elefantes, o tal vez en un intrascendente parque temático al que una vez al año acuden los millonarios americanos y asiáticos para solazarse con las reliquias de lo que antaño fue la vanguardia del mundo.
Tras el parche anunciado ayer, los líderes europeos están obligados a tomar conciencia de la necesidad de diseñar el “Euro II”. La moneda única, culminación de un proyecto que, además de haberse mostrado decisivo para el despegue económico de Alemania, Francia o Italia, ha sido capaz de garantizar un periodo de paz como Europa no había conocido nunca, es víctima ahora de su primera gran crisis existencial. El libro de pérdidas y ganancias europeo de los últimos casi 70 años no puede arrojar un saldo más favorable, pero es obligado pensar, repensar, el futuro común de cara a las próximas décadas.
Es inevitable aceptar que ese futuro común implicará la cesión de mayores cuotas de soberanía por parte de los viejos Estados miembros. Los riesgos por delante son muchos; el proceso, arduo y complejo, sin duda necesitado de líderes con visión de futuro capaces de diseñar un tiempo nuevo para el viejo continente, pero el premio, más que importante, podría ser calificado de trascendental incluso: el de una Europa no solo capaz de asegurar el modelo de bienestar al que sus ciudadanos están acostumbrados, sino también de volver a erigirse en faro de progreso y democracia en nuestro querido mundo.
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