El show que vienen montando Pedro Sánchez y compañía, con la ayuda inestimable de muchos medios de comunicación, desde que su investidura naufragó en el Congreso de los Diputados está rebasando, desde nuestro punto de vista, los límites de la decencia exigible a quien se postula como el primer servidor público del país. Lo primero que debemos afirmar es que el encargo regio que recibió el candidato del PSOE para intentar la investidura quedó decaído cuando esta fracasó y que, por tanto, dependerá del Rey renovarlo, explorar otras candidaturas o, en su caso, dejar transcurrir los plazos hasta que el próximo 2 de mayo se disuelvan las Cortes. Y ello significa que el secretario general socialista no debería jugar a transmitir la idea de que el naufragio no existió, dedicándose a fortalecer su imagen personal a sabiendas de que carece de la menor posibilidad de sacar a flote el barco hundido el 4 de marzo. Y esto también vale para sus socios, los de Ciudadanos, que, cándidamente, pusieron su crédito en manos de quien carecía de encarnadura para forjar un Gobierno.
A la vista de lo ocurrido es pertinente preguntarse por qué Sánchez recibió un encargo que no estaba en condiciones de llevar a su destino, puesto que parece claro que su petición de encargo al Rey estuvo trufada de osadía, de ignorancia o de ambas cosas a la vez. Como en su momento no hubo explicaciones y transparencia sobre la decisión, nos limitamos a constatar la realidad de los hechos. Por supuesto, el interesado en la aventura fallida no ha reconocido el fracaso y, dicho sea de paso, tampoco sus socios de Ciudadanos, que desconocemos a qué esperan para revisar lo actuado y plantearse otras iniciativas más productivas mientras estas Cortes sigan en funcionamiento. Todo, menos seguir perdiendo el tiempo y tratando de confundir a los españoles con falsas expectativas.
Sólo el hecho de que tales expectativas se fundamenten en la abstención de la mayoría del Congreso de los Diputados para lograr la investidura revela la escasa confianza en sus propuestas y, lo que es peor, la nula posibilidad de gobernar con eficacia, aunque se obtuviese la investidura. Por su parte, el Presidente del Congreso, a quien corresponde en este trance un papel relevante para estimular y, en su caso, promover un Gobierno que merezca la aprobación de la Cámara, ha asumido el encefalograma plano que ésta transmite y se ha pasado con armas y bagajes a servir los designios de imagen del Secretario General de su partido.
Acabar con tanto teatro
Es más que posible que la situación inédita propiciada por los resultados del 20D pueda explicar algunos fallos e improvisaciones en el conjunto de las instituciones constitucionalmente obligadas a dar un Gobierno a España. Pero ya ha transcurrido tiempo suficiente para permanecer en ese ambiente de propaganda y de improvisación que a nada conduce. Es verdad que los propios medios de comunicación, y asumimos la parte que nos toca, han pecado de benevolencia y tolerancia con las cabriolas de los personajes de la farsa, con Sánchez a la cabeza, pero parece llegado el tiempo de llamar a la claridad y dejar el diletantismo para otras cuestiones.
El espectáculo de posados como el de este miércoles, en plena Carrera de San Jerónimo, con todo pautado, desde los apretones de manos hasta las sonrisas impostadas, es algo que atenta contra el sentido común y también contra el del ridículo. Ni Sánchez ni sus compañeros de farsa deberían seguir abusando de la paciencia, casi infinita, y de la inteligencia, más bien escasa a lo que parece, de los españoles. Ha llegado el momento de acabar con el teatro del absurdo al que estamos asistiendo, lo que equivale a decir que es hora de empezar a trabajar sobre hipótesis que no sean las de mantener un proyecto arrumbado por estas Cortes. Sánchez debería reconocer de una vez su incapacidad para formar Gobierno para, acabada la broma, dar paso de nuevo a las urnas, de modo que sean los españoles quienes decidan el camino a tomar tras el espectáculo al que hemos asistido desde el pasado 20 de diciembre.
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