Hace tiempo que Pedro Sánchez solo engaña a quienes están dispuestos a dejarse engañar, a quienes le deben estipendio y privilegios, y a no pocos ciudadanos convertidos en rehenes, no siempre inocentes, de una propaganda grosera, abusiva y dañina por frentista. Pero una cosa es la asombrosa tolerancia con la manipulación y la mentira sistemática de una parte de la sociedad, y otra la insensata transigencia de muchos dirigentes socialistas, líderes sociales y ciudadanos de a pie con quien parece dispuesto a derribar una por una las vigas maestras de nuestro Estado de Derecho.
El acuerdo de Sánchez con Esquerra Republicana de Cataluña (ERC) para eliminar del Código Penal el delito de sedición, sustituyéndolo por el de desórdenes públicos y rebajando la pena máxima de 15 a 5 años, es el penúltimo capítulo (vendrán más) de una estrategia cuyo único objetivo es la supervivencia política del que ya sin duda es el líder más irresponsable y tóxico de los que hemos conocido desde la Transición. Reformar el Código Penal a la medida del separatismo, para sacar adelante unos presupuestos electoralistas, no es una infamia más: es la que confirma que este nefasto individuo no tiene ningún límite a la hora de arrastrar a la democracia española hasta lo más profundo del fango para mantenerse en el poder.
Sánchez firma con esta reforma un pacto de sangre con el golpismo independentista que tendrá su continuidad en Cataluña con el casi seguro apoyo del PSC de Salvador Illa al gobierno de Pere Aragonès. Y da este paso a sabiendas de que la principal víctima de su imprudencia es el Estado de Derecho. Lo es el Tribunal Supremo, al que desautoriza; lo son el Consejo de Estado y el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), a los que desprecia; lo es, lo viene siendo en estos años de forma impúdica, el Parlamento de la nación, al que el presidente del Gobierno trata como un molesto subalterno del Ejecutivo.
Sánchez concierta además su estrategia con el secesionismo utilizando el falaz argumento de que la única intención es homologar el delito de sedición al derecho europeo. Como ha recordado en este periódico Edmundo Bal, diputado de Ciudadanos y abogado del Estado, no es el nombre del delito, es la conducta que describe y sanciona: Alemania, entre 10 años y cadena perpetua; Bélgica, 10 años; Portugal, entre 10 y 20; Francia, hasta cadena perpetua; Italia, 12 años, solo por participar en la sedición. Pero más allá de la mayor o menor dureza de las penas, lo que en ningún país de nuestro entorno ha sucedido jamás es que un gobierno democrático haya modificado una ley cediendo a las presiones de quienes fueron condenados por su aplicación.
Lo que en ningún país de la Europa democrática ha sucedido es que un gobierno haya modificado una ley cediendo a las presiones de quienes fueron condenados por su aplicación
Sánchez ha abierto las puertas de su celda de lujo belga a Puigdemont, que decidirá cómo y cuándo le hace más daño a España con su regreso de Waterloo; ha fabricado una pista de cómodo aterrizaje para Junqueras hacia la primera fila de la responsabilidad política e institucional; y, lo más grave, ha dejado a los pies de los caballos a la Justicia española, alimentando los argumentos de los condenados ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos -centrados en la inexistencia de delito y/o falta de proporcionalidad de las penas-, que probablemente acabará dándole a estos, siquiera parcialmente, la razón.
Será este un nuevo paso hacia la impunidad del nacionalismo supremacista y escalón previo, si otro gobierno no lo remedia, a lo que supondría la derrota definitiva del Estado de Derecho frente al independentismo: la creación del Consejo de Justicia de Cataluña, órgano completamente ajeno al Poder Judicial central que ya intentaron crear en el fallido Estatut de 2006, y que el nacionalismo, de salirse finalmente con la suya, se ocuparía de nutrir con jueces a su medida.
Si Alberto Núñez Feijóo mantenía alguna duda sobre si su decisión de no pactar con Sánchez la renovación del Poder Judicial fue la correcta, hoy debiera quedar definitivamente despejada. Ante la certeza de una imposible contestación interna de un PSOE de medrosas baronías y patéticos personajes como Patxi López, sumisamente alineado (y alienado) con este destructivo personaje, a España solo le queda la esperanza de una Oposición contundente, firme, que deje a un lado tácticas alicortas y electoralistas y haga de la defensa cerrada de las instituciones, hoy gravemente malheridas, objeto principal de su acción política.
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