La situación por la que atraviesa la política catalana la ha resumido en este periódico, con cirujana precisión, Miquel Giménez: “El Parlament está empantanado, la Generalitat en bancarrota, la sociedad fracturada, el separatismo dividido y Torra condenado a ser una nota a pie de página”.
En el frente internacional, sobre el que el independentismo había hecho reposar gran parte de su estrategia, tampoco son nada buenas las noticias que a diario recibe el fugado de Waterloo. La penúltima de ellas es la decisión de la ejecutiva de la Alianza de los Liberales y Demócratas por Europa (ALDE), que ha propuesto la expulsión del PDeCAT tras las investigaciones “por corrupción contra CDC" y su giro hacia el nacionalismo etnicista.
Pero sin duda, el varapalo de mayor relieve al independentismo, por venir de quien viene y por sus consecuencias futuras, es el archivo, por “manifiestamente infundada”, de la primera demanda alentada por Carles Puigdemont e interpuesta ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH).
La negativa de Bélgica y de Alemania a entregar a los procesados huidos había favorecido el discurso prefabricado por el secesionismo, que quería presentar urbi et orbe a España como una democracia fallida. El siguiente paso, ideado por el equipo legal que asesora al expresident, era conseguir que el TEDH respaldara el supuesto derecho de ciudadanos libérrimos a desobedecer las órdenes de los tribunales españoles.
No ha sido así. Es más, las noticias que llegan de Estrasburgo señalan que los quince recursos presentados en su día por miembros de la ilegal Junta Electoral creada para el referéndum del 1-O van a seguir el mismo camino.
“Las instituciones europeas no apoyan la causa catalana”, ha reconocido Puigdemont en una reciente entrevista. Lo sobresaliente de la cita no es que el fugado haya por fin constatado la fragilidad de sus ensoñaciones; lo realmente llamativo es que de verdad haya llegado a creer, siquiera por un momento, que Europa iba a permitir en su seno un golpe de Estado en toda regla como el diseñado por el supremacismo catalán, por mucho que se disfrace de amarillo.
La ‘semana trágica’ de Torra, rematada con el vergonzoso no-debate en el Parlament, es la enésima semana funesta vivida en estos años en Cataluña
Sabido es que la tradición cristiana asoció el amarillo, allá por la Edad Media, con el orgullo, la falsedad y la traición. Quizá a partir de ahora empiece también a vincularse con la ineptitud y la mediocridad. Porque estas dos palabras definen como ninguna otra a los actuales cabecillas del procés, y reflejan una triste realidad de graves consecuencias, en tanto que la parva calidad política de los protagonistas de esta trágica farsa dificulta extraordinariamente la búsqueda de soluciones.
Artur Mas eligió a una medianía como sucesor pensando que era al que mejor podía manejar. No contaba con las grandes dosis de suspicacia que suelen acompañar a las inteligencias limitadas. Puigdemont cambió de registro, y optó por alguien, en apariencia, intelectualmente más cualificado, pero que se ha revelado como una auténtica nulidad política.
Quim Torra no es un político; es un activista, como reconocen sus propios conmilitones. No piensa en Cataluña como realidad plural, sino en la uniforme, monótona y monolingüista que ha dibujado en sus sueños patrióticos. Solo a partir de la asunción y gestión política de este hecho, el de la inconcebible aceptación por parte de un importante sector de la sociedad catalana de unos líderes menores e incapaces, podremos entender muchas de las cosas que están ocurriendo en esa comunidad.
Torra está a punto de culminar la que con toda probabilidad va a ser la semana más bochornosa de su vida, en la que destaca el momento álgido del martes, cuando le puso a Pedro Sánchez encima del tablero el ultimátum más corto de la historia; solo comparable con la fugaz declaración de independencia proclamada por Puigdemont.
El problema es que la “semana trágica” de Torra, rematada con el vergonzoso no-debate de política general en el Parlament, es la enésima semana funesta vivida en estos años en Cataluña, y son muchos los ciudadanos, también independentistas, que hoy se miran al espejo y se preguntan: ¿Cómo hemos podido llegar a esto? Pero se equivocan. No es esa la cuestión. La pregunta que debieran hacerse con urgencia es otra: ¿Cómo salimos de esta?, interrogante que, a día de hoy, y mientras no aparten de la vida política a personajes menores como Torra y Puigdemont, no tendrá posible respuesta.
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