Ante la ocupación de la península de Crimea por parte de Rusia no podemos gritar, como nuestros cerealistas del siglo XIX, aquello de “¡agua, sol y guerra en Sebastopol!”, porque aquí no se trata de vender a mejor precio el trigo de Tierra de Campos, sino de analizar un conflicto muy cercano que afecta de lleno a los equilibrios europeos y que tiene como protagonistas a la UE, de la que somos socios, y a Rusia, la gran potencia del Este de Europa. Digamos de entrada que la previsible división territorial de Ucrania demuestra, una vez más, que la intangibilidad de las fronteras europeas está sometida al albur de los intereses de las potencias continentales, contra los que poco pueden hacer los Estados afectados o las instituciones europeas.
Malas noticias para Europa, desde luego, pero también para España, a quien la eventual partición de Ucrania envía un mensaje corrosivo de cara al intento de secesión que protagoniza el nacionalismo catalán. Casi todo ha conspirado para que esa ruptura territorial se produzca, empezando por la estrategia equivocada de la UE con un país que pretendía asociarse al proyecto comunitario. El fracaso de la asociación en otoño pasado y las revueltas subsiguientes han ofrecido a Rusia una baza de valor inapreciable para cortar en seco la ampliación al Este, tan querida por Alemania, la potencia que maneja las instituciones de Bruselas. Una vez estallado el conflicto, serán Rusia y Alemania los verdaderos protagonistas de su resolución. Preparémonos pues, para soportar la factura política y económica resultante.
Los problemas de Ucrania se han venido tratando como si de una pelea entre buenos y malos se tratara, dando por sentado que los primeros eran los que querían acercarse a la UE, mientras que los segundos preferían estrechar lazos con Rusia. Los “malos” de esta película, con mayoría parlamentaria y la presidencia del país en sus manos, no consideraron asumibles algunas de las exigencias planteadas por Bruselas para acordar la asociación, dadas las dificultades económicas por las que estaban atravesando. Falló el guion de los recortes con Kiev y desde Moscú entraron raudos al quite: Rusia ofreció aliviar sus penurias, prometiendo suscribir 15.000 millones de dólares en bonos ucranianos y rebajar un 30% la factura del gas.
El consiguiente estrechamiento de lazos con Moscú disparó un conflicto que tiene poco que ver con la democracia y mucho con ajustes de cuentas entre los clanes oligárquicos de la política ucraniana, que siempre han procurado usar en su provecho la tradicional pelea de intereses entre Alemania y Rusia. Lo ocurrido los últimos quince días en Kiev ha sido realmente un golpe de Estado que, travestido de proceso revolucionario, ha arrumbado las fórmulas democráticas poniendo el poder en manos de minorías armadas heterogéneas, lo que ha precipitado a Ucrania en el desgobierno y el vacío de poder. Todo un regalo para Rusia y una banderilla de fuego para los europeístas de Kiev.
Los aprendices de brujo de Bruselas
Los círculos de Bruselas, imprudentes aprendices de brujo en las revueltas de Maidán, han sido sorprendidos por las consecuencias de esas revueltas y se han visto obligados a legitimar a unos gobernantes cuyos intereses y opciones políticas tienen poco que ver con la democracia y el europeísmo. A los errores del otoño pasado se ha sumado ahora el de respaldar un golpe de Estado, poniendo en marcha la máquina de la partición de Ucrania y el reforzamiento de Rusia en su hinterland natural. De paso, se ha dejado en la indefensión más absoluta a las gentes normales, europeístas o no, que, alarmadas y asustadas, vuelven sus ojos hacia aquel que sea capaz de garantizarles un poco de protección. Esa es la gran prueba de fuego de este conflicto en el que, una vez más, comprobamos, como ya sucedió en la reciente Guerra de los Balcanes, que la Unión Europea es un gigante económico y un pigmeo en lo político y militar. De ahí que el protagonismo haya pasado a manos de Moscú, Berlín y Washington que, se supone, intentarán ordenar el desaguisado.
De esas tres capitales, Moscú, que ya tomó la medida a Obama en el conflicto de Siria, juega con ventaja, de modo que no resulta aventurado colegir que muy probablemente logrará de Washington y Berlín grandes concesiones en Ucrania, concesiones o vista gorda que podrían pasar por un reparto del país según el cual Rusia absorbería Crimea, dejando en manos de Occidente la perita en dulce del desgobierno y la quiebra económica de Kiev, sin que ello suponga, además, que Moscú renuncie a vigilar el desarrollo de los acontecimientos. En realidad, lo único predecible a la hora de escribir este comentario es que Occidente ha perdido el control de lo que sucede en Ucrania y que no está en disposición de recuperarlo, porque la acción armada está fuera de la agenda. Y en geopolítica, el que ignore el poder de las armas y del dinero es que está en la luna. Eso es lo que no ignoran Rusia y los grupos armados de la revuelta de Maidán.
La situación en Ucrania no puede ser más inquietante. Desde el principio repudiamos la frivolidad con la que tanta gente en la UE estaba dispuesta a jalear lo que estaba sucediendo en las calles de Kiev, porque presentíamos que no estábamos ante una revuelta democrática y civil, sino ante una pelea de intereses entre clanes oligárquicos, apoyados expresa o tácitamente desde el exterior. A las pruebas nos remitimos. Solo cabe desear, y muy encarecidamente, que el Este de Europa no vuelva a encender la mecha de perturbaciones más graves para un continente que ya tiene problemas de sobra.