La elección de Quim Torra como presidente de la Generalitat de Cataluña por parte de un Parlamento profundamente dividido y sin ningún viso de estar capacitado para promover a corto plazo espacios de diálogo y colaboración, es una de las peores noticias que podían recibir los ciudadanos, especialmente los catalanes, preocupados con una deriva que solo puede conducir a convertir en irreversible el enfrentamiento social y el empobrecimiento económico.
Con la designación despótica del que probablemente era uno de los perfiles más excluyentes y supremacistas de entre los posibles, Carles Puigdemont no solo amplía su fanática apuesta y redobla el pulso que mantiene con el Estado, sino que, peor aún, confirma su nula disposición a permitir cualquier gesto que favorezca la urgente reconciliación de una sociedad, la catalana, que ve cómo se desvanece cualquier oportunidad de recuperar a corto plazo cierta normalidad.
Tras lo que ya sin duda pueden interpretarse como pedestres maniobras de distracción -los fingidos intentos de investir a Jordi Sánchez y Jordi Turull-, el nacionalismo radical y excluyente que lidera Puigdemont no ha tenido más remedio, obligado por el calendario, que quitarse la careta. Y lo que emerge es todavía más caricaturesco: la ramplona estrategia (aunque no descartable dados los precedentes) de intentar provocar una desmesurada reacción por parte del Estado.
Puigdemont ha llegado por fin a la conclusión acertada: él nunca podrá ser presidente sin antes demoler la Cataluña que fue arquetipo de tolerancia y pluralidad
Lo que sugiere la designación de un títere, de un personaje tan ruidosamente independentista e inquietante como Quim Torra, es que en su enfermiza y destructiva obsesión, no compartida por Oriol Junqueras y tampoco por un sector de su propio partido, Puigdemont ha llegado por fin a la conclusión acertada: él nunca podrá ser presidente electo de Cataluña sin antes demoler, en términos de convivencia y de progreso, lo que con tanto esfuerzo supo edificar esa Cataluña dinámica, moderna y mestiza que fue arquetipo de tolerancia y pluralidad.
Lo que propone por tanto Puigdemont no es reconstruir aquella Cataluña que tanto se echa en falta, sino prescindir de al menos la mitad de los que la hicieron posible y así tener manos libres para articular una legalidad política que expulse, o al menos aísle, a aquellos que no piensan como los nacionalistas. Una pista: "Ahora miras a tu país y vuelves a ver hablar a las bestias. Pero son de otro tipo. Carroñeros, víboras, hienas. Bestias con forma humana, sin embargo, que destilan odio”, escribía Torra, el 19 de diciembre de 2011 en el diario El Mon, refiriéndose a los españoles.
Puigdemont no ha elegido un sucesor, sino un agent provocateur. Su objetivo es que el Estado pierda los nervios; desencadenar una reacción desmesurada del Gobierno; repetir para el prime time de las televisiones extranjeras, y algunas de las nacionales, un espectáculo parecido al del 1-O que sonroje a la opinión pública internacional y alimente la falsaria doctrina libertaria del secesionismo. No hay otra lógica que la de la de la tierra quemada para explicar el nombramiento de Torra.
No se ha elegido un sucesor, sino un ‘agent provocateur’. El objetivo es que el Estado pierda los nervios; desencadenar una reacción desmesurada del Gobierno
No es verosímil que Puigdemont y sus lugartenientes no sean conscientes de que con esta elección corren el riesgo de ver reducida la base social del independentismo; que no sepa que colocan en una situación difícil a sus aliados del PNV e imposible a los hasta ahora titubeantes dirigentes de En Comú Podem. No es nada probable que el fugado y su guardia de corps no hayan valorado el impacto negativo que va a provocar en las cancillerías europeas y en Bruselas la designación de un iracundo ultranacionalista; o en las decisiones que tengan que tomar a partir de ahora los jueces españoles, alemanes o belgas. Ni siquiera la necesidad de lograr la abstención de la CUP justifica la asunción de una estrategia tan abierta e indiscriminadamente belicosa.
Por tanto, sólo el objetivo de exacerbar al máximo el papel de víctimas para romper el bloqueo internacional puede explicar la decisión tomada. Y es ahí donde el Gobierno y las fuerzas políticas constitucionalistas deben actuar con aplomo e inteligencia, permaneciendo unidas en la respuesta y activando hacia afuera y hacia adentro todas las herramientas de pedagogía política con las que cuenta una democracia consolidada.
No va a ser tarea fácil, porque el Estado no debe caer en la trampa de extralimitarse en la reacción a las nuevas provocaciones que va a tener que gestionar de aquí en adelante, pero tampoco puede dejar pasar sin respuesta ni uno solo de los desafíos a los que a buen seguro va a ser sometido.
La llegada a la Generalitat de un personaje anómalo e inquisitorial como Torra ofrece, paradójicamente, una nueva e inesperada oportunidad a la Política con mayúscula
Una de las críticas que más insistentemente se le han hecho al Gobierno de Mariano Rajoy es la de haber renunciado a la política a la hora de hacer frente al separatismo, dejando la respuesta en manos de jueces y fiscales, de policías y guardias civiles. Y ciertamente ha sido así. Pero ahora, cuando más motivos parecen favorecer la consolidación del pesimismo, la llegada al Palau de la Generalitat de un personaje anómalo e inquisitorial como Quim Torra ofrece, paradójicamente, una nueva e inesperada oportunidad para hacer esa política que tanto hemos echado en falta.
Y es por eso que a partir de hoy, tras el que a nuestro juicio ha sido el más grave error de cálculo cometido por el independentismo, la Política con mayúscula tiene una nueva oportunidad, y al Gobierno se le concede la opción de aprender de los errores cometidos, de jugar el partido de vuelta frente a un adversario que se ha despojado de todo complejo y enseña su cara más fiera y descarnada.
Mariano Rajoy no tiene tiempo que perder: su objetivo inmediato ha de ser el de reconstruir la deteriorada unidad de los partidos frente a los secesionistas, y en esa tarea nadie puede quedarse atrás. Ya no vale la negligente política de la parálisis, pero tampoco el frío tacticismo del cálculo electoral.
Estamos ante un momento crucial en la historia de la nación española. Lo que seamos capaces de hacer juntos a partir de ahora va a marcar nuestro futuro y el de nuestros hijos y nietos. Europa nos mira con una mezcla de preocupación y esperanza. Es mucho lo que está en juego. ¿Serán capaces nuestros políticos de estar a la altura de las circunstancias?
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