El presidente Torra ha sido condenado por el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña a año y medio de inhabilitación por desobediencia a una resolución de la Junta Electoral Central sobre la exhibición de pancartas en el balcón de la Generalitat. No parece ningún desestabilizador desafío al Estado ni una hazaña desbordante de heroísmo. Pertenece más bien al género chico, subgénero de la zarzuela caracterizado por su breve duración, ligereza de la trama y ambiente costumbrista. Aunque, con la sobreactuación habitual, los propagandistas del procesismo hablarán de humillación nacional y situarán al inhabilitado en una trágica secuencia de presidentes encarcelados o exiliados.
Colgar pancartas en casa de uno para entrenimiento de los paseantes es una vulgaridad algo exhibicionista que sólo el buen humor a veces disculpa. En un régimen democrático, disponiendo de suficientes canales de denuncia, recurso y queja, es un atentado contra el paisaje urbano. Aunque se comprende que a veces un vecino, harto de la lentitud de los tribunales o de la insolencia de los empleados, convierta su fachada en un tablón de anuncios, es inaceptable que un cargo público se rebaje a ello. Sea o no tiempo de campaña electoral, sus actos han de hablar por él, no su balcón. Y no importa la bondad de la causa: si es enormemente compartida, la pancarta es redundante; si es polémica, fomenta la división y no la concordia.
En la fase actual de la larga marcha hacia la independencia, se impone desde las alturas procesistas la alimentación de dos fantasías. Una es la del control del territorio. De esto se encargan los cortadores de tráfico y saboteadores de infraestructuras. Un ejemplo reciente: la madrugada del 14 de enero, en el término municipal de Caldes de Malavella, un sabotaje mediante quema de neumáticos obligó a suspender la circulación de trenes de cercanías hasta mediodía; se calcula que hubo unos 6.000 pasajeros afectados; el transporte alternativo —o sea: autobuses— lo puso Renfe, no las llamadas «entidades soberanistas» —hubiera sido un detalle—. Es un goteo incesante de incidentes que afectan la vida cotidiana y el trabajo de miles de personas, y ponen a prueba sus nervios. Estos incidentes son banalizados por los medios que simpatizan con la protesta: está mal visto quejarse porque se supone que, si nos sabotean y nos arruinan, es por el bien de todos.
La otra fantasía es la de la desobediencia que «nuestras instituciones», básicamente el Parlamento de Cataluña, están siempre a punto de cometer pero frenan en el último instante para evitar las consecuencias que podrían derivarse. Por ejemplo, perdieron muchas horas hablando de la posibilidad de investir a alguien «a distancia», pero lo único cierto es que no lo hicieron; ahora pueden perder muchas horas hablando de ratificar a un inhabilitado, pero no se arriesgarán a hacerlo. La anécdota de la pancarta ya está amortizada, ha servido para demostrar que el presidente Torra también está dispuesto a arriesgarse un montón para cumplir la voluntad de los catalanes —de los catalanes cuya voluntad coincida con la suya, claro— y para sostener ante los entusiastas que la Generalitat sigue en manos de dirigentes que no les han fallado nunca.
En el imaginario procesista, ambas fantasías convergerán algún día en un gran momentum en que, gracias al empuje denodado de los saboteadores y al rechazo de la legalidad vigente protagonizado por los políticos, la anhelada independencia se hará realidad. No está de más subrayar que los mismos que en otro tiempo pusieron en circulación el lema "tenemos prisa", ahora se han resignado a actuar sin ninguna prisa. Y así estamos, con los presupuestos prorrogados desde 2017. La década de los años 10 de este siglo nos deja: la paralización de la administración autonómica, la polarización del electorado en dos bloques que parecen inconciliables, el desplazamiento del centro de gravedad de la política catalana hacia la extrema izquierda, la ausencia de opciones moderadas que apuesten decididamente por la superación del enfrentamiento, la sacralización de la pertenencia identitaria por encima de cualquier otra consideración, el descrédito de la reflexión intelectual a cambio de la consigna enviada por Whatsapp… Hace cien años, teníamos la Mancomunidad, el noucentisme, y Le Corbusier visitaba las obras de la Sagrada Familia calificándola de obra maestra; ahora prevalece la deconstrucción en todos los ámbitos. Deberíamos revisar nuestras ideas sobre el progreso. O, mejor dicho, sobre adónde nos quieren llevar los que pasan por progresistas.
La inhabilitación de alguien ya sobradamente inhabilitado por sus limitaciones y por su subordinación es una oportunidad que tendrían que coger al vuelo los independentistas que conserven algún rastro de sentido común para cerrar definitivamente esta etapa caracterizada por el desasosiego e iniciar otra sin hojas de ruta, sin desafíos, sin bravuconadas, sin repúblicas a construir, sin entidades que se multiplican y sin mandatos heredados de un fracaso. Se trata de devolver la política al ámbito gris, rutinario y a poder ser no demasiado corrupto de donde nunca tendría que haber salido. Se trata de enterrar definitivamente en el olvido ese «lo volveremos a hacer» que enturbió las horas finales del proceso a los procesistas y que hizo imposible que la sentencia pareciera excesiva. Se trata de hacer balance de ganancias y pérdidas, y de reconocer ante propios y extraños que las pérdidas son considerables y que gran parte de la responsabilidad reside en Cataluña.
Desde luego, los que nos han llevado hasta aquí no merecen que unas nuevas elecciones los confirmen en el cargo; pero, si así fuera, que gobiernen habiendo renunciado a pulsiones guerracivilistas, sin lazos en la solapa y sin pancartas en el balcón. Ni siquiera hace falta pedir perdón, lo importante es el propósito de enmienda.
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