A finales de julio pasado, una enfermera del hospital madrileño Ruber Internacional se interesaba en pleno pasillo por la salud de Iñigo Oriol, fallecido en Madrid el pasado viernes 7 de octubre.
-¿Qué tal ha quedado de la operación de espalda, don Iñigo?
-Bien, gracias. Ya no me dan miedo las operaciones. Forman parte de mi existencia. Mañana me abren de nuevo para operarme de un pulmón.
Durante los últimos años de su vida, Iñigo tuvo que extraer de sus entrañas lo mejor de sí mismo: el espíritu guerrero que sus antepasados de Flix desplegaron en defensa del carlismo durante la guerra civil de 1872 a 1876. Convertidos a un frágil liberalismo fuerista gracias a la influencia de una abuela bilbaína, Dolores Urigüen, y a la de los Ybarra siderúrgicos y aceituneros de Bilbao y de Sevilla, se dedicaron después a crear riqueza nacional. A partir de aquellas iniciativas nació Hidroeléctrica Española, cuyo primer presidente fue, en 1907, su abuelo, el bilbaíno José Luis Oriol Urigüen a quien, en 1941, sucedió su hijo José María, el padre de Iñigo. Unos años más tarde fundarían TALGO.
Un hombre con esos antecedentes y estos genes emprendedores nunca pasa desapercibido. “Mira, ése que va por ahí es Oriol, un hombre que, según cuenta mi abuelo, tuvo que ceder los trastos de Iberdrola a Sánchez Galán debido a la presión de las Cajas de Ahorro”, comentaba una bella enfermera a otra en el Ruber, mientras lo veían caminar por los pasillos apoyado en un bastón y cogido del brazo de Vicky Ybarra Güell, su extraordinaria mujer.
Lo que no podían imaginar aquellas enfermeras es el episodio ocurrido el viernes 11 de octubre de 1985, precisamente cuando ellas acababan de nacer. Un hombre alto, recto y moreno, como de unos 75 años, entró aquel día a grandes zancadas en el nº 3 de la madrileña calle de Hermosilla y enfiló sus pasos hacia el despacho del presidente, José Mª Oriol y Urquijo, marqués de Casa Oriol, su hermano mayor.
Era el Giuseppe Tomasi di Lampedusa de los Oriol: “Hay que saber cambiar a tiempo para que las cosas sigan siendo lo que son”. Era Lucas María Oriol, el dandy de la familia, quien había llegado a familiarizarse con las artes del complot siendo estudiante en Oxford, donde simpatizó con unos famosos espías británicos que luego se pasaron a la KGB. Lucas María fue todo un personaje. Escribió varias veces al Papa sugiriéndole modificaciones en La Salve porque, según él, “la expresión Valle de Lágrimas no recogía la realidad del bello mundo que él percibía y que Dios Nuestro Señor desea para todos nosotros”.
Cuando Lucas abrió la puerta del despacho clavó su mirada en su hermano mayor, que se hallaba postrado en una silla de ruedas, y le habló sin rodeos:
-Tienes que nombrar inmediatamente presidente a tu hijo Iñigo, y desbaratar así un complot en marcha que intenta impedir que tu sucesor sea un Oriol.
Unos días antes, se habían presentado en El Monte del Pilar, la casa de El Plantío donde vivía el presidente, dos hombres de su confianza para tratar de que dimitiera en favor de su hijo. Eran Enrique Malboisson, por entonces jefe de los servicios médicos de Hidrola y Javier Bilbao, abogado de la empresa y albacea de su testamento. Le metieron en un cuarto y, tras media hora de conversación, salieron plenamente satisfechos: “Don José María ha decidido dimitir”.
Tras pasar por el Consejo del Reino durante la última etapa del franquismo, Iñigo acabó colaborando para que la Transición Democrática llegase a buen puerto. Luego recaló en el mundo empresarial y, durante veintidós años fue la estrella rutilante del sector eléctrico que ahora acaba de apagarse. Sobre su tumba podrían grabarse estos versos de Spenser: “El sueño tras el esfuerzo,/ tras la tormenta el puerto,/ el reposo tras la guerra,/ tras la vida harto complace la muerte”.
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