Baltasar Garzón Real, 56, por fin se ha visto obligado a enfrentarse a su destino desprovisto de esa toga que, a modo de capa de súper héroe del cómic, ha sido fuente inagotable de su poder. Este ironman de la judicatura, ahora en condición de acusado, con gesto arrobado y en apariencia humilde, ha alegado actuar por convicción y por vocación de servicio, siempre fiel a la Ley y sujeto a doctrina. Y sirva como prueba de su reverencia a esa acrisolada jurisprudencia que el ejemplar magistrado no haya tenido reparos en recurrir a ésta, en su modalidad más perversa, la “doctrina Botín”, para intentar ahorrarse el escarnio de ser procesado por sus colegas del ramo, que, a la sazón, han de ser franquistas, porque sólo unos tipos malvados procesarían a este delfín de la Justicia.
Su Señoría, puesto en el trance de perder su condición de juez que tantos réditos le ha dado, alega sin ninguna muestra de rubor que lo suyo no es un exuberante ejercicio ideológico, en absoluto. En su caso, ha sido el ejemplar exceso de celo lo que le ha llevado, además de a dar provechosas conferencias por medio mundo, a ejercer su poder justiciero en los confines de la tierra, abrir estériles sumarios a Augusto Pinochet y Osama Bin Laden, entre otros, e incluso tratar de reeditar los Juicios de Núremberg sobre los restos fósiles del franquismo. Y todo, excepto los primeros – querido Emilio – con cargo al presupuesto. En cualquier caso, a este prohombre de nuestro tiempo sólo se le pude reprochar que, en su empeño, haya chocado contra otras leyes, la de la Física, al perseguir delitos tan alejados en el tiempo y el espacio, pues la Teoría de la Relatividad, al contrario que el relativismo moral, le ha sido esquiva.
Digno empeño el suyo, el de salvar al mundo de tiranos ya muertos o casi muertos, cuando no desaparecidos, si no fuera porque, mientras se dedicaba en cuerpo y alma a tan ardua tarea, los litigios de quienes sufragan con sus impuestos esta pobre justicia nuestra se apolillaban en los pasillos. Sin embargo, si en algo no hay lugar a la duda es que su compulsión por esa irrenunciable justicia universal no es cuestión ideológica, en absoluto, "Hice lo que tenía que hacer. Los jueces no estamos para ideologías". Y es cierto. Lo que le mueve es el amor propio en el sentido más estricto: el amor a sí mismo. De ahí que la sagrada causa de la Justicia y la notoriedad personal confluyeran de manera tan prodigiosa en un solo individuo.
Pese a todos sus desvelos, la verdadera contribución del señor juez a la España del esperpento y del gerracivilismo trasnochado ha sido alimentar la polémica. Y en una tierra como esta, donde los poderes fácticos obligan a tomar partido y dejarse llevar por la víscera y no por el raciocinio, ha terminado por aflorar el sectarismo más cutre travestido de ideología. Así, la cuestión fundamental, aquella que debería prevalecer en cualquier lugar donde impere la Justicia, ha desaparecido de manera conveniente tras las consignas y las pancartas de un puñado de incondicionales que defienden, a sabiendas, que el fin justifica los medios. Y esta cuestión nuclear desaparecida en combate no es otra que dilucidar si sus actos fueron o no conforme a Derecho. Todo lo demás está de sobra en un Estado de Derecho como es debido.
Decía Plutarco que es bello obtener la realeza como premio a la justicia; pero es más bello aún preferir la justicia que la realeza. En el caso Garzón, ha interpretado al bueno de Plutarco justamente a la inversa. Esto es, ha preferido la realeza y, para ello, se ha servido de la Justicia. Y, ahora, ésta ha vuelto dispuesta a deshacer el agravio quitándole la corona. Quizás en esta ocasión la diosa Temis actúe, por fin, sin titubeos, pues es condición previa indispensable para la regeneración de la Administración de Justicia que este sea el principio del fin de los jueces estrella.