Abdul Ghani Baradar, también llamado Baradar Akhund o “mulá Hermano”, nació en 1968 en el pueblo de Deh Rawod (Afganistán), un lugar montañoso y con pocos caminos que, sobre el papel, pertenece al distrito o provincia de Urzugan. Pero étnica y culturalmente está en la órbita de Kandahar, el bastión y cuna de los talibán; es la provincia limítrofe con Urzugan por el sur. Baradar es un pastún (la más numerosa de las etnias afganas) de la tribu de los Popalzai; curiosamente, como el que fue presidente de Afganistán hasta 2014, Hamid Karzai.
Como es comprensible, poco o nada se sabe de la familia de este hombre, pero sí hay un dato revelador de su infancia: a los once años, en 1979, estaba pegando tiros contra los soviéticos a las órdenes del temible “mulá Omar”, aquel feroz muyahidín tuerto (perdió un ojo en una explosión) que primero fue apoyado por EEUU y luego se convirtió en su bestia negra, junto con Bin Laden. Baradar, tras la victoria sobre los soviéticos en 1992 y con el país hundido en la enésima guerra civil entre clanes y tribus rivales, fundó con Omar una madrasa (escuela coránica) en Kandahar.
Esta es una de las claves de este monumental embrollo. “Talib” (plural: talibán) significa estudiante. El joven Baradar y el mulá Omar (unos diez años mayor que él) son dos de los principales fundadores de aquel movimiento de jóvenes fanáticos religiosos que odiaban a los numerosos “señores de la guerra” que en aquel tiempo, primeros años 90, se combatían entre sí… otra vez. Buscaban la “purificación religiosa” del país y el establecimiento de un “emirato islámico”. Les apoyaba el Gobierno de Pakistán, que pretendía asegurar su frontera occidental y, cómo no, pescar en río revuelto. Los talibán consiguieron su objetivo en 1996, después de varias campañas militares de aroma casi medieval, e impusieron en Afganistán una de las dictaduras religiosas más demenciales que ha visto el mundo. Aplicaron la sharia (las normas de conducta del islam) de un modo tan brutal que se ganaron la repulsa y enemistad de muchos de sus antiguos aliados.
Baradar, siempre a la sombra del carismático y escurridizo mulá Omar, había sido uno de los estrategas de aquella victoria. Cuando los talibán tomaron el poder, él ocupó varios puestos de gran relevancia, tanto militares como administrativos. En el momento del colapso de los fanáticos religiosos, Baradar era viceministro de Defensa.
El colapso llegó en 2001, tras los atentados de Al Qaeda contra las Torres Gemelas y el Pentágono en EE UU. Osama bin Laden, que en principio no tenía demasiado que ver con los talibán porque tenía su propio grupo de fanáticos, se refugió en Afganistán, en la zona montañosa y laberíntica de Tora Bora, calladamente protegido por Pakistán… o por sus servicios de inteligencia, el tenebroso ISI (Inter Services Intelligence), que no siempre está a las órdenes de su gobierno ni mucho menos. Estados Unidos, bajo el mando de George W. Bush, lanzó sobre el país una lluvia de fuego y devastación que no tenía precedentes desde la segunda guerra mundial. El gobierno de los talibán se deshizo como un azucarillo en un vaso de agua y sus dirigentes se escurrieron entre las piedras como ofidios. Baradar fue uno de ellos.
Detenido y liberado por orden de EEUU
Aquí los hechos demostrables se mezclan con la leyenda o con las meras suposiciones. Es verdad que Baradar, exiliado (naturalmente, en Pakistán) formaba parte del Quetta-Shura, la cúpula de los talibán en el exilio. Pero no hay forma de saber a quién se le ocurrió, en Occidente, que aquel hombre era un moderado, un tipo dialogante que se resistía a ser manejado por el gobierno pakistaní o incluso por el tétrico ISI; que era alguien con quien el nuevo gobierno de Afganistán (liderado por su “paisano” Hamid Karzai) podía hablar. El hecho es que el tiempo pasaba, los presidentes de EEUU iban cambiando y la CIA, en 2010, convenció a Barack Obama de que lo mejor que podía hacerse era detener a Baradar.
Curiosísimamente, los pakistaníes hicieron caso. Por supuesto, sabían muy bien dónde estaba: en Karachi. Tampoco hay modo de saber cómo los convencieron, o por mejor decir a cambio de qué, pero Abdul Ghani Baradar fue detenido y encarcelado en febrero de 2010. ¿Motivo? Que Washington lo había pedido así. La prensa occidental seguía insistiendo en que aquel hombre podía ser un “interlocutor válido” cuando las tropas de EEUU (y algunos aliados, entre ellos España) se retirasen de Afganistán, porque aquella invasión estaba costando una fortuna y era un incesante goteo de muertos en las filas aliadas. Y nadie pensaba que el futuro del país, o lo que fuese aquel galimatías, pudiese construirse sin contar con los talibán.
Pero Bin Laden fue abatido en 2011 en Pakistán (dónde si no), y el mulá Omar murió no mucho más tarde: o en ese mismo año o en 2013, eso no está claro. El tiempo siguió pasando y de pronto, en 2018, a alguien en la administración de Donald Trump se le ocurrió que, ya que el presidente estaba decidido a sacar a sus tropas de un lugar del que apenas había oído hablar en toda su vida, sería conveniente poner en libertad a Baradar, aquel astuto señor ya cincuentón, con barba y turbante, del que unos decían una cosa y otros decían la contraria, pero que tenía un peso indiscutible en la dirección de aquellos fanáticos. Así se hizo. El cofundador de los talibán, que había sido detenido en 2010 a petición de Washington, fue liberado ocho años después, también a petición de Washington. Se le expidió a Doha, capital del emirato de Qatar, y allí empezaron sus “conversaciones” con los hombres de Trump.
Estos estaban convencidos de que Baradar estaría a favor de un “reparto del poder” en Afganistán cuando los estadounidenses se largasen. El tipo no hacía más que dar largas. Pero los “trumpistas” estaban determinados a creer que aquel hombre era el adalid de la paz y la reconciliación, y que eso sería lo que llegase cuando ellos se fueran. El representante de la administración Trump en Afganistán, Zalmay Khalilzad, explicaba hace poco: “Yo nunca había visto razones para creer algo así, pero se convirtió en una idea mítica”. Lo era. O bien se trataba de un “hecho alternativo”, como tanto le gustaba decir al atolondrado presidente americano. El hecho es que el Gobierno Trump y los talibán firmaron en Doha, en febrero de 2020, un “histórico acuerdo de paz” que, en realidad, no fue sino el penúltimo paso de los fanáticos para recuperar el poder. Todo el poder.
Ahora está claro que lo que Baradar quería era nada más que ganar tiempo. Él sabía mejor que nadie que, sin los norteamericanos, el Gobierno afgano era un castillo de naipes, por más que tuviese un ejército de 300.000 hombres y una formidable fuerza aérea: ninguno de ellos creía en el país, en esa entelequia llamada Afganistán, ni en ninguno de sus líderes, y así no se puede hacer nada ni combatir contra nadie. Eso se demostró cuando los fanáticos del turbante, armados muchas veces con fusiles de la época soviética, tomaron en pocos días todas las ciudades importantes, incluida Kabul, casi sin resistencia, mientras los occidentales huían de allí como conejos.
Abdul Ghani Baradar regresó a Afganistán (a Kandahar, el bastión de los talibán) hace unos pocos días. A él se atribuye (de nuevo: ¿por qué?) esa especie de voluntad reconciliatoria, amigable y magnánima que han exhibido los talibán en los primeros días de su triunfo, y que no puede durar demasiado porque no les hace ninguna falta para conseguir lo que quieren: todo. Y no faltan motivos para pensar que este sinuoso, hábil, astuto y paciente clérigo, con su mirada de hielo, puede convertirse no ya en el próximo presidente afgano, sino en una especie de “reedición” de lo que fue Jomeini para los iraníes en 1979. Un símbolo. Desde luego, ya no queda nadie allí que pueda impedírselo.
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La cobra de Asia central (naja oxiana) es un ofidio de la familia de los elápidos que habita, como su nombre indica, en varios países del Asia central, entre ellos Afganistán. No es muy grande: no suele llegar a los dos metros de longitud. Carece de los colores brillantes y llamativos de otras cobras: esta va siempre de oscuro y tiene, como todas las cobras, una capucha o turbante que la hace parecer más grande de lo que es.
Es peligrosísima. El Indian Journal of Experimental Biology la considera la especie de cobra más venenosa del mundo, y hay como treinta especies. Es un animal muy preferentemente diurno y se caracteriza ante todo por su sigilio: se está quieta y es difícil de ver hasta que no entra en acción. Dispone de una gran astucia y de una paciencia inagotable; es capaz de esperar todo lo que haga falta para conseguir lo que quiere, y lo que quieres es ser la dominadora absoluta e indiscutible del territorio que ocupa. Finge a veces escapar cuando se aproxima otro animal más grande, y llega a mostrarse incluso huidiza y un punto melindrosa, pero no hay que fiarse de ninguna manera de esos mohínes: es puro teatro, pura estrategia.
Como la mayoría de las cobras, se alimenta de roedores, batracios, aves incautas o confiadas, huevos de otros animales… y, sobre todo, de otras serpientes, a las que acecha, engaña, sonríe dialogantemente si es necesario y luego, tras una dentellada rapidísima, las mata y se las come, haya prometido lo que haya prometido antes de lanzar su mordisco.
Hay que tener muchísimo cuidado con la cobra de Asia central. Es muy peligroso dejarla sola y a su entera voluntad en su hábitat. Acaba con todo, la puñetera.
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