Adriana Lastra Fernández nació en Ribadesella (Asturias) el 30 de marzo de 1979. Es una de las cinco hijas que tuvieron Lorenzo Lastra, taxista, ya fallecido, y Rosa María Fernández, peluquera. La de Adriana fue, pues, una familia numerosa, modesta e integrada, como tantísimas, en la ancestral cantera de la izquierda asturiana o, por mejor decir, del socialismo de aquella región. Fue la abuela Rosa quien habló a la pequeña Adriana de la guerra civil, de las dos condenas a muerte que los sublevados le habían atizado al abuelo (ninguna de las dos llegó a ejecutarse) y quien, muy 'shakespearianamente', derramó en el oído de la niña el veneno de la política.
Ni con la mayor generosidad se puede decir que la formación académica o el currículum profesional de Adriana Lastra sean notables. Esto le causó, ya de mayor, algún arañazo con rivales políticos, como la señora Inés Arrimadas, que cierto día mostró en el Congreso, muy risueña, una carpeta en la que se aludía al escuálido currículum de la diputada socialista. Digamos que no le dio tiempo, caramba. Hizo el bachillerato y empezó Antropología Social. Pero no acabó. Trabajó en la empresa privada (en la panadería de sus hermanas, para ser exactos) pero tampoco fue la cosa muy lejos. No le dio tiempo.
Y no le dio tiempo porque el veneno de la política hizo su efecto muy pronto. Se apuntó al PSOE a los 18 años. Con 19 era secretaria general de las Juventudes Socialistas de Ribadesella. De ahí para arriba. No quedaban horas en el día para mucho más.
Fue siempre muy decidida y ambiciosa, segura de sí misma y de sus convicciones, algo que en su partido no es necesariamente una ventaja
Tuvo siempre un carácter no tanto difícil como áspero. Fue siempre muy decidida y ambiciosa, segura de sí misma y de sus convicciones, algo que en su partido no es necesariamente una ventaja. Aprendió a maniobrar y a cambiar de posición, pero entendido esto siempre como un movimiento táctico: se trataba de llegar al sitio que quería llegar, pero por otro camino.
Adriana Lastra es de las de vuelo lento, pero seguro. En la federación asturiana del PSOE acogieron bien, pero despacio, a aquella muchacha que parecía caerle mal a tanta gente, que tenía tan malas pulgas, pero que trabajaba por cinco. Estuvo en las Juventudes hasta 2004, cuando la hicieron secretaria de Movimientos Sociales y ONG; en 2007 la metieron, por fin, en las listas para la Junta General del Principado de Asturias (el parlamento autonómico; salió elegida) y en 2008 la nombraron secretaria de Política Municipal de los socialistas asturianos, algo que sí se le daba bien.
En aquel tiempo conoció a un concejal madrileño, guapo, un poco mayor que ella, decidido y con voluntad de acero. Conectaron bien y se creó entre ellos un afecto sincero (todo lo sinceros que pueden ser los afectos en política) y una lealtad que ha durado hasta hoy. Compartían una visión de la izquierda mucho más radical, más asturiana y menos contemporizadora (si se prefiere, posibilista; al menos entonces) que otros muchos. Era Pedro Sánchez.
Fueron aquellos tiempos convulsos para el PSOE. Felipe ya no estaba, Joaquín Almunia había sido laminado por los electores, Zapatero se había retirado para no arder como una pavesa y Rubalcaba ya no podía más. Pedro Sánchez no había estado en su vida ni en la Ejecutiva del PSOE ni en el Comité Federal, pero se presentó temerariamente a aquellas elecciones internas en las que decidían los militantes. Ganó. Y entre las no demasiadas personas que le animaron y le ayudaron a intentar aquella machada destacaba una: Adriana Lastra. La recompensa, después de la victoria, fue la secretaría de Política Municipal del PSOE.
Llegaron luego los cuchillos largos. Sánchez fue desalojado de la jefatura socialista por una conspiración palaciega que nada tenía que envidiar a la que, años después, acabaría con la carrera política de su adversario Pablo Casado. Pero quedó claro que Sánchez no era Casado. Decidido a reconquistar la isla perdida (“Volveré”, había dicho el general MacArthur), se subió al célebre Peugeot y se puso a recorrer España para hablar con los militantes. Adriana Lastra, que había apoyado al transitorio Javier Fernández como presidente de la comisión gestora porque era asturiano y además uno de sus valedores, se puso de nuevo a disposición de Sánchez.
Y Sánchez, contra todo precedente, volvió a ganar. Esto no pasa nunca pero esta vez sí. Derrotó a Patxi López y a Susana Díaz, y volvió a tomar la secretaría general del PSOE. Esto fue en mayo de 2017. Al mes siguiente, Adriana Lastra era nombrada nada menos que vicesecretaria general del partido y se sentaba “a la derecha del Padre”, es decir, de Sánchez.
Este puesto de “número dos” o “mano derecha” no ha existido siempre en el PSOE, ni mucho menos: aparece y desaparece según las necesidades del servicio, pero desde el principio quedó marcado a fuego por la personalidad de quien más largamente lo ocupó: Alfonso Guerra. El político sevillano, la persona que durante más tiempo ha ocupado un escaño en el Congreso (casi 38 años consecutivos), decidió que no estaba en esa silla para ganar amigos sino para mantener al partido en lo más alto. Impuso una disciplina de hierro, muchas veces casi cruel. Quienes le sucedieron en la vicesecretaría (José Bono y Elena Valenciano) no tenían, ni de lejos, la mala leche del sevillano. Pero Adriana Lastra sí parecía tenerla.
Llegó la moción de censura a Rajoy, llegó la toma del Gobierno por la coalición de izquierdas y ahí, en ese tiempo dramático, volvió a verse de qué pasta estaba hecha la asturiana y cuál era el grado de su lealtad hacia Sánchez. Lastra convenció al presidente de que la nombrase portavoz del grupo socialista en el Congreso. Usaba a Rafael Simancas para las cuestiones de trámite o de menor cuantía, y ella se reservaba las actuaciones estelares. Y vaya si brilló.
Alguien dijo alguna vez, con mucha razón, que Guerra tenía lengua de látigo. Adriana Lastra quizá carecía de la brillantez del sevillano en la improvisación, pero lo suplía con una falta de piedad, unos aires de chica “malota” y un lenguaje provocador que produjeron páginas memorables en el diario de sesiones. Su voz no es precisamente eufónica, más bien lo contrario, y eso la ayudó bastante. Llamó “cacatúa” al número dos del PP, Teo García Egea. Llamó “señoro” al presidente de los empresarios, Antonio Garamendi. Dijo de Feijóo que le habían hecho líder del PP para tapar la corrupción de ese partido y para nada más. Se tuvo que tragar algunos viejos y envenenados tuits en los que llamaba a Podemos “estalinistas 2.0” y “apoyo de los independentistas”, y decía que Bildu estaba “jaleada por Podemos”. Se negó a felicitar al vencedor en las elecciones andaluzas, Moreno Bonilla, y prácticamente echó la culpa de la derrota del PSOE a los votantes, que no se habían dado cuenta de que las encuestas nacionales favorecían al PSOE, y que habían votado mal. También repitió una y mil veces que Vox era la “principal amenaza para la democracia española”, frase compartida por muchísimos ciudadanos; su lenguaje bravucón y achulado, que le hace caer tan mal a tanta gente, no siempre iba descaminado.
Sánchez está moviendo sus piezas para tratar de ganar las próximas elecciones generales, algo que ahora mismo parece muy difícil, y sería una insensatez prescindir de una persona tan eficaz, tan leal y tan malvada como Adriana Lastra
Se reprodujo, hasta cierto punto, el reparto de papeles entre Felipe González y Alfonso Guerra. Pedro Sánchez era el “bueno”, el que hablaba quedito, el que sonreía con humildad casi frailuna algunas veces. Y a Adriana Lastra le correspondió el papel de fiera corrupia que, sin perder los papeles ni ponerse a gritar como Macarena Olona, atizaba unos picotazos verbales terroríficos, ya fuese con razón o sin ella, ya fuese a extraños o a propios.
Lastra, feminista hasta la médula y fustigadora de la prostitución, hizo equipo con el joven Javier Aunión, su jefe de gabinete, exmilitar y activista de los colectivos LGTBI desde siempre. Juntos lograron poner firmes tanto al partido como al grupo parlamentario. Así ha sido hasta ahora mismo.
Hace unos días, Adriana Lastra presentó su dimisión como vicesecretaria general del PSOE. Lo hizo muy poco antes de que Sánchez, tras el debate del estado de la nación, hiciese una profunda reforma en su “núcleo duro” o equipo de confianza, en el que ha incluido a antiguos adversarios como Patxi López. No es posible saber si Lastra fue “invitada a marcharse” por Sánchez o si en realidad se fue por lo que dijo que se iba: tiene 43 años y está embarazada de su primer hijo, y el embarazo está siendo bastante complicado. Conociendo la relación que une a la indómita asturiana con Sánchez, es difícil de creer que su adiós haya sido una “invitación al suicidio”, aunque no sería la primera vez que el presidente sacrifica a quien mejor le ha servido para salvar los muebles: ahí está el reciente caso de Paz Esteban, directora ejemplar del CNI.
Lo que sí parece claro es que este adiós no es definitivo. Sánchez está moviendo sus piezas para tratar de ganar las próximas elecciones generales, algo que ahora mismo parece muy difícil, y sería una insensatez prescindir de una persona tan eficaz, tan leal y tan malvada como Adriana Lastra, por mal que caiga a mucha gente.
Y ella sin duda deseará volver, aunque tarde un poco porque siempre ha sido de vuelo lento. Lleva la política en la sangre. Además, es que en su vida ha hecho otra cosa.
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El marabú (Leptoptilos crumenifer) es un ave de la familia de las cicónidas, es decir, pariente de las cigüeñas, por más que a las cigüeñas les moleste que se les recuerde este detalle. Vive en toda África al sur del Sáhara, quizá con la excepción del extremo meridional del continente. Es un ave eminentemente carroñera, aunque también caza pequeños roedores, insectos, reptiles y otros diputados que le sirven de alimento.
El marabú, más que migratoria, es un ave viajera. Han llegado a verse marabús en las costas de Huelva. Le gusta viajar. Pero que nadie se llame a engaño: aunque parezca que se va, siempre vuelve. Así que ojo con el marabú, ¿eh?
El marabú es un ave eminentemente contradictoria. Quizá por eso cae tan mal a todo el mundo. Porque cae fatal el marabú, eso que quede claro, ¿eh? Es un pájaro grande que, del cuello para atrás (o para abajo, como ustedes prefieran) es una pura belleza: una levita perfecta de plumas blancas y negras que durante décadas fueron muy apreciadas para hacer adornos que llevaban las señoras bien. Y las coristas. Pero del cuello para arriba es espantoso. Feo, sucio, despelurciado más que calvo, con un pico gigantesco y con aspecto medio de zombie, que es lo que les pasa a las aves que meten su cabeza en los cadáveres de otros animales para alimentarse. Los buitres son un buen ejemplo. Aunque no son tan feos.
Pero su aspecto tenebroso desaparece cuando se echa a volar. Es una de las aves con mayor envergadura del mundo (llega a los tres metros) y su vuelo es una pura elegancia: lento, armonioso, perfecto.
Su voz es agria, áspera, chillona y casi burlona. Vamos, desagradable. Pero los marabús manejan el pico como nadie. Cuando pasean por los marjales o los prados, a ver qué encuentran, allí donde ponen el picotazo está la presa. Las demás aves de parecido tamaño (pelícanos, cigüeñas decentes, flamencos, cacatúas de cualquier partido) a veces aciertan y a veces no, pero el marabú no falla una. Todo lo que le falta de misericordia le sobra de eficacia.
Un detalle importante: más que migratoria, es un ave viajera. Han llegado a verse marabús en las costas de Huelva. Le gusta viajar. Pero que nadie se llame a engaño: aunque parezca que se va, siempre vuelve. Así que ojo con el marabú, ¿eh?
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