Alberto Rodríguez Rodríguez nació en el barrio obrero de Ofra (Santa Cruz de Tenerife) el 11 de diciembre de 1981. Acaba de cumplir, pues, 39 años. Su madre, María Ángeles, es maestra en el colegio Ofra San Pío, donde estudió el pequeño Alberto; su padre, Fernando, es electricista, nacido en el pueblo de Fasnia. Alberto tiene dos hermanos, Ricardo y José. Su familia ha sido siempre humilde. Él mismo ha dicho alguna vez que vivían siete personas en un piso de 69 metros cuadrados. Nunca se ha avergonzado de la modestia de sus orígenes, todo lo contrario. De hecho, siguió viviendo en Ofra hasta que fue elegido diputado por Podemos, en enero de 2016.
Estudió siempre en la escuela pública: hizo el bachillerato en el IES Ofra Cinco, al que llaman el Rojo no por nada sino porque tiene las paredes de ese color, y logró el título de técnico superior en Química Ambiental (o Medioambiental) en el IES Tegueste, también en Tenerife. Aún no tenía el carné de conducir y, como él ha dicho, “tenía que coger tres guaguas” para ir a clase, porque el centro de FP está bastante lejos de su barrio. Esos estudios duraron algo más de un año. Hizo las prácticas en Residuos, esto es, en un vertedero, y luego estuvo otro año en lo que él llama “el maravilloso mundo de las subcontratas”: que si albañil, que si peón, que si lo que fuera que salía, hasta que se presentó la oportunidad de trabajar en la antigua refinería de CEPSA en Santa Cruz de Tenerife: él tenía el título adecuado y estuvo allí durante nueve años. Era la primera vez en su vida que Alberto Rodríguez tenía un trabajo “de verdad”, con horarios, condiciones dignas y convenio colectivo que se respetaba, y por eso se hace lenguas de CEPSA y ha peleado durante toda su vida para que todos los trabajadores tengan, al menos, las condiciones que él tenía.
Alberto es una persona querida en Tenerife, tanto por sus partidarios como por sus adversarios políticos. Es un tipo de dos metros de alto, aficionado al baloncesto y sobre todo a los viajes (conoce bien Asia), que habla abriendo mucho los ojos asombradizos y que repite que le gustan las críticas porque de ellas se aprende. No es un pendenciero de colmillo retorcido ni se alimenta de rencor, como tantos. Pero tiene “prontos” de ira que no refrena. Comprometido como ha estado siempre con los más desfavorecidos, no falta en las manifestaciones desde que era un adolescente, antes de militar en IU, y algunas veces ha tenido y causado problemas.
Se organizó una manifestación contra la LOMCE, la ley de educación impulsada por aquel ministro. Hubo más que palabras y Alberto Rodríguez acabó pateando (esto lo niega él) a un policía
Pasó en La Laguna, el día de Navidad de 2006. Pasó cuando, en un enfrentamiento con la Policía, un agente golpeó al hermano de Alberto y el chico perdió temporalmente la visión de un ojo. Y pasó cuando, en enero de 2014, en los días del nacimiento de Podemos, se inauguraba la catedral de Nuestra Señora de los Remedios (La Laguna) y se esperaba al entonces ministro de Educación, José Ignacio Wert. Se organizó una manifestación contra la LOMCE, la ley de educación impulsada por aquel ministro. Hubo más que palabras y Alberto Rodríguez acabó pateando (esto lo niega él) a un policía, hay quien asegura que en la cabeza, aunque el agente fue atendido por un traumatismo en un dedo de la mano derecha y contusiones en la rodilla izquierda.
Alberto Rodríguez fue encausado, con otras cinco personas, por la Fiscalía de Tenerife, que pedía para Rodríguez un año de cárcel; el lento mecanismo judicial se puso en marcha y así hasta hoy, como ahora veremos.
También se le afea mucho que le guste salir de noche. Pero mucho menos repetida por los medios conservadores es la ocasión en que Alberto Rodríguez se llevó una ovación unánime en el Congreso
El técnico químico y activista canario se hizo famoso en todo el país cuando fue elegido diputado por Podemos y se presentó en el hemiciclo con las pintas que lleva desde hace casi doce años: unas llamativas “rastas”. Es inolvidable la cara del entonces presidente, Mariano Rajoy, que, sentado en su escaño, lo miraba pasar ante él con cara de terror, como si estuviese viendo al mismísimo demonio. Los pelos del diputado canario provocaron algunos desafortunados comentarios de Celia Villalobos, que mencionó los piojos, y de una periodista que se quejó de “malos olores”. Rodríguez no le da a eso ninguna importancia: “Si critican mi aspecto es que no pueden criticar nada más, no pueden meterse con lo que digo”.
También se le afea mucho que le guste salir de noche. Pero mucho menos repetida por los medios conservadores es la ocasión en que Alberto Rodríguez se llevó una ovación unánime en el Congreso. Fue en diciembre de 2018. El diputado del PP Alfonso Candón dejaba la Cámara para integrarse en el Parlamento andaluz. Y Rodríguez pidió la palabra, subió a la tribuna de oradores con sus rastas y sus “zapas” y sus vaqueros y su jersei de lana, y dijo: “Igual me arrepiento de decir esto, pero lo vamos a echar de menos. Y voy a decir algo que creo que es las cosas más bonitas que se le pueden decir a alguien: es usted buena persona y le pone calidez humana a este sitio”. El aplauso fue cerrado y unánime, y Candón se lo agradeció visiblemente conmovido: “Por encima de todas las ideologías están las Personas”, escribió luego en su Twitter.
Rodríguez, que mantiene hacia Pablo Iglesias una fidelidad casi perruna, fue designado por este para el puesto de secretario de Organización de Podemos, en sustitución de Pablo Echenique. Eso fue en junio de 2019. Y en octubre de 2020, el Tribunal Supremo le invitó a declarar voluntariamente (en su condición de aforado) para revisar aquella historia del guardia pateado en La Laguna, hace casi siete años. Rodríguez, que sigue repitiendo que toda esa historia es inventada y que él no fue ni detenido ni identificado siquiera, tuvo otro de sus “prontos” y no aceptó la invitación. Tampoco presentó alegaciones. Ahora el Congreso ha aprobado por unanimidad (con el voto favorable del propio Rodríguez) retirar la inmunidad al diputado tinerfeño; es decir, aceptar el suplicatorio remitido por el magistrado Antonio del Moral, para que este asunto sea resuelto de una vez, definitivamente.
La ardilla moruna
La ardilla moruna, también llamada ardilla de Fuerteventura (Atlantoxerus getulus) es una especie de roedor que en realidad no es autóctono de las islas Canarias sino del norte de África. Hoy puede verse en toda Fuerteventura, en La Gomera y en menor medida en Gran Canaria. Es muy popular entre los turistas por su buen carácter y su aspecto algo exótico: de pelo gris pardo, tiene todo el lomo y la cola adornados con llamativas rayas negras que pudieran parecer rastas, pero eso ya depende de la imaginación de cada cual.
El caso es que la ardilla, salerosa y desparpajada, se acerca sin dificultad a los seres humanos y melosa, cariñosa, traviesa como es, come de la mano de quien le ofrece cacahuetes, por ejemplo. Toma uno, lo analiza como si se tratase de un producto químico y sale corriendo con él. Y luego vuelve a por más.
El problema es que nunca hay una ardilla sola: son colonias formadas por decenas de individuos, que acuden en tropel (mejor dicho: de dos en dos o de tres en tres, como mucho) a por los cacahuetes. Y ay de la ardilla que se adelante a la que manda, que suele ser más grande y fornida. A esta se le olvida en un instante su aparente dulzura, le da un pronto tremendo y organiza una trifulca de gritos, arañazos, saltos y mordiscos que asombra al turista, que suele tener cacahuetes de sobra para todas. Pero eso a la ardilla grande le importa un rábano: la ira es ciega y la pelea, que es por principios y no por cacahuetes, no cesa hasta que la entrometida, la más pequeña, sale huyendo, quizá en busca de un Juzgado en donde denunciar a la vencedora (pero en las playas majoreras suele haber pocos juzgados).
El resultado de la pendencia suele ser perjudicial para la colonia de roedores: el turista, asombrado por lo áspero de la riña que acaba de ver, da en desconfiar de todas las ardillas, a las que toma por unas hipocritonas y unas zalameras interesadas, y se lleva los cacahuetes. Cunde el desconsuelo entre las demás ardillas, que se quedan quietas, algunas alzándose dulcemente sobre sus patas traseras, con cara de pensar: “Pero nosotras qué hemos hecho; ha sido este, que es un zumbao”.
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