Alejandro Fernández González nació en Tarragona el 30 de mayo de 1976. Es el mayor (o el segundo, pero por poco: tiene una hermana melliza) de los tres hijos que tuvieron Ángel Fernández, primero ganadero y luego camionero de obra, y su esposa Isolina González, ama de casa. Es una familia que parece diseñada por quien trazó los croquis de la Transición: los padres son de la montaña asturiana, del valle de Somiedo, en lo más glorioso de los Picos de Europa. Ángel andaba con las vacas, como todos, pero aquello no le gustaba y en cuanto pudo se sacó el carné de camión y se largó a Tarragona.
Se echa de ver que el padre de Alejandro no era un potentado ni un “girifalte”, que habría dicho Sancho Panza. Era clase obrera. Pues salió de derechas, devoto de Fraga Iribarne. Isolina, la madre, a quien por su edad y condición (el tópico de las amas de casa rurales) cabría imaginar persona tradicional y apegada a las sacristías, salió al revés: comunistísima y hasta “anguitesca” (de Julio Anguita), o eso dice entre risas su hijo mayor. Alejandro no conoció la dictadura; nació mientras Suárez aprobaba la famosa Ley para la Reforma Política, en los gemidos parteros de la democracia, y tiene fuertes vínculos afectivos con Asturias, cosa nada extraña porque para algo su familia procede de uno de los lugares más hermosos del planeta. Pero es catalán. Años más tarde recordaría las peloteras y discusiones a la hora del telediario, entre el padre y la madre, por cosas de política; pero nunca llegó la sangre al río. Lo dicho: puro espíritu de la Transición.
Alejandro salió no demasiado alto y no demasiado guapo (vamos a ver: tampoco es bajito ni feo), pero sí muy bullidor, que dirían en Asturias. Muy inquieto y despierto, extravertido, risueño, con un punto de ironía y desde luego listo. Valía para estudiar y estudió. En la enseñanza pública, desde luego: primero la escuela Sant Pere i Sant Pau de Tarragona, después en el instituto Pons d’Icart (son dos centros sin grandes lujos que allí siguen) y por fin, cuando llegó la hora de tomar una decisión, el chico decidió matricularse en Ciencias Políticas, en la Universidad Autónoma de Barcelona. Carrera difícil que, por entonces, no estaba del todo claro para qué servía. Cabe imaginar a los padres dándose con el codo y rezongando: “La culpa d’esta desgracia tiénesla tú, por meterle al rapaz malas ideas en la cabeza”, diría él. “No, fiu, tiénesla tú, que se las metiste peores”, respondería ella.
El caso es que a Alejandro le gustaba la política. Y el ajedrez. Y el balonmano. Y el rock (ah, el rock le gustaba mucho). Y el monte. Y las juergas con los amigos (salió “disfrutón”, como dice él). Pero sobre todo la política. Andaba por los veinte años cuando se apuntó a las Nuevas Generaciones del entonces recién refundado Partido Popular. El muchacho era cualquier cosa menos tonto y sabía bien dónde se metía: “Si te quieres dedicar a la política, afiliarte al PP en Cataluña en el año 94 era tener cero opciones de poder dedicarte a ella”, le diría años más tarde al periodista Nicolás Alba; quería decir que la presión del nacionalismo genuino, además de la presión de los nacionalistas “sobrevenidos” (el PSC de Pasqual Maragall), convertía a los militantes del PP en una especie más bien agachadiza y con serios problemas de convivencia… incluso entre ellos mismos. Eran los tiempos de Aznar. Eran también los tiempos en que el PP votó a favor de Jordi Pujol como presidente de la Generalitat (elecciones de 1999; ERC se abstuvo) para desesperación de Vidal-Quadras, que vivía entonces en la cumbre de su trayectoria política. Eran, en fin, tiempos complicados.
Alejandro, al meterse de hoz y coz en el PP, sin duda iba buscando a alguien que se pareciese a sus referentes ideológicos: Margaret Thatcher y Ronald Reagan, por entonces aún muy de moda entre la gente conservadora (y Alejandro era claramente conservador) aunque ambos habían dejado ya el poder. Ni la Dama de Hierro ni Reagan estaban en el PP de Barcelona; lo más parecido que allí había eran Vidal-Quadras, Jorge Fernández Díaz y Xavier García Albiol, mucho más joven, mucho más alto y mucho más moderado que el primero de los tres. Bueno. Por algo se empieza.
Al muchacho, además, le ponía de bastante mala leche la prepotencia de los nacionalistas, que se sentían más catalanes que los demás. Eso no lo aceptaba. Se le notó mucho cuando le hicieron profesor de Ciencia Política en la Universidad Rovira i Virgili de su ciudad natal, Tarragona. Estuvo ocho años dando clase a gente que, muy mayoritariamente, no estaba de acuerdo con él y no perdía ocasión de demostrárselo. Allí afinó Alejandro extraordinariamente la puntería expositiva de su armamento dialéctico y le perdió el miedo (¿alguna vez lo tuvo?) a hablar en público, cosa que desde entonces hace muy bien y con gran seguridad en sí mismo. No es fácil encontrar en la derecha catalana un orador del fuste de Alejandro Fernández; eso se lo reconocen los amigos, los adversarios, los enemigos acérrimos y hasta los compañeros de partido.
Su carrera política empezó despacio: presidió las Nuevas Generaciones del PP catalán mientras daba clase. También por entonces, en 2003, logró su primer cargo político: empezó de concejal en el Ayuntamiento de Tarragona, como manda la tradición entre los futuros próceres, pero con una importante diferencia sobre la mayoría de los demás: no tenía padrinos. Se defendía solo. Confiaba en su habilidad oratoria… y hacía bien. No abundaba en el PP catalán la gente notoriamente brillante, notoriamente atrevida y notoriamente notoria, como él, y eso llamó la atención de muchos. O al menos de los necesarios. En 2008 se hizo con el timón del partido en Tarragona. En la campaña de las elecciones municipales de 2011 sonó una cancioncilla que decía: “Si tienes alguna duda de quién mola en Tarragona, Alejandro se mueve, Alejandro se moja”. A pesar de ese crimen de lesa estrategia electoral, el PP pasó de cuatro a siete concejales. Tuvo que intervenir personalmente Oriol Pujol para impedir que un señor del PP fuese investido alcalde de una capital de provincia de Cataluña, atrocidad que para los nacionalistas era peor que la apostasía para los clérigos islamistas.
Trece años largos de concejal en Tarragona, de 2003 a 2016. Una legislatura (la décima, de 2011 a 2015) como diputado en el Congreso. Después, diputado autonómico hasta hoy. Muy pronto, portavoz de su partido en el Parlamento autonómico. Un poco después, en 2018, por fin presidente del PP en Cataluña.
Pero no hay acción noble que quede sin su justo castigo. Alejandro Fernández cometió dos errores terribles, aunque el primero no parecía (o no era) entonces un error: apoyó a Pablo Casado en su intento (que tuvo éxito) de ser elegido presidente nacional del PP. Eso fue en las célebres elecciones primarias de 2018, una novedad en la historia del partido. Nadie podía ni soñar con lo que sucedería apenas dos años después.
El segundo error, si es que puede llamarse así, fue permanecer en su sitio cuando todo el mundo (todos los “casadistas” y buena parte de los sospechosos de serlo) salía corriendo en las direcciones más variadas. Esto ocurrió cuando Casado se enfrentó con Díaz Ayuso y fue políticamente decapitado en una maniobra digna de las tragedias de Shakespeare. En medio de la desbandada, Alejandro Fernández, amigo personal del caído, se quedó donde estaba, indiferente a los nubarrones que avanzaban por estribor a gran velocidad.
Los nubarrones tenían más peligro del que parecían. Es verdad que, cuando estalló el procès y en el otoño de 2017 se produjo en Cataluña algo muy parecido a un golpe de Estado instigado por el presidente de la Generalitat (que huyó del país metido en el maletero de un coche), Alejandro Fernández tuvo la más brillante intervención parlamentaria de su vida, por lo menos hasta hoy. Pero también lo es que en las elecciones de aquel año, en las que el candidato del PP era García Albiol, el partido perdió la mitad de sus votos (que se fueron todos a Ciudadanos) y siete escaños: se quedó en cuatro. El propio Alejandro logró su asiento casi de milagro.
Pero es que en las siguientes elecciones, las de 2021, ya con Feijóo al frente del partido, la cosa fue aún peor. Pilotado ya el PP catalán por Alejandro Fernández, los cuatro escaños se quedaron en tres. Era el peor resultado en Cataluña de toda la historia de la formación que fundó Fraga. La extrema derecha entró en tromba en el Parlament con once asientos. Ciudadanos perdió treinta, lo cual podría haber servido de consuelo si los “populares” no hubiesen caído en la más absoluta irrelevancia política. Era un partido que nadie quería dirigir. Un partido aparentemente condenado a la extinción. Solo quedaba, atado al palo mayor como Ulises para evitar las tentaciones de tirarse también él al agua, Alejandro Fernández. El “casadista”. El gafe con el que pocos, muy pocos, querían hacerse fotos.
Para las elecciones (autonómicas) anticipadas de 2024, Núñez Feijóo no quería a Alejandro Fernández, esto lo tenía claro todo el mundo. Pero el propio interesado sabía que nadie conocía como él mismo lo que quedaba del PP catalán y estaba seguro de que habría una remontada, quizá pequeña pero remontada. Además, en la carta no había muchos más platos para escoger. Como diría después el exministro García-Margallo citando al Tenorio de Zorrilla, “un punto de contrición / da a un alma la salvación”: Feijóo no terminó de decidirse a prescindir de Alejandro para reemplazarlo por sabe Dios quién, el presidente del PP catalán se puso contentísimo cuando le confirmaron (a regañadientes) como candidato y… llegaron las elecciones del 12 de mayo.
Primero fue la marea conservadora que vive toda España tras el espectáculo de las compraventas de poder entre Sánchez y los nacionalistas. Luego fue el naufragio último y definitivo de Ciudadanos, que se fue al fondo del océano político a más velocidad que el Titanic. Pero lo último, y quizá lo más importante, fue una campaña electoral agotadora, originalísima (rara vez Alejandro Fernández se limita a decir lo que le han dicho que diga), imaginativa y vehemente como se ven muy pocas. A pesar de citar a Thatcher más veces de las necesarias (una habría sido ya casi excesivo), muchísimos catalanes se dieron cuenta de que aquel hombre no tenía ya nada que perder y que, quizá por eso, creía en lo que decía y decía tan solo aquello en lo que creía.
Los resultados están a la vista. El cadáver político del “asturiano”, como le llaman en el partido no sin cierta suficiencia, resucitó de una forma espectacular. El PP de Alejandro Fernández multiplicó por más de tres su número de votos y quintuplicó el de sus escaños: pasó en una noche de tres a quince asientos. La última vez que alguien consiguió algo semejante fue cuando Jesús de Nazaret hizo mas o menos lo mismo con unos panes y unos peces. Y tampoco nadie consiguió explicarlo de una manera comprensible.
Ahora mismo (repitamos esto: ahora mismo) a Alejandro Fernández no le tose nadie en el Partido Popular. Quizá porque nadie es capaz de lograr algo ni remotamente parecido, ni ese partido ni en ningún otro. Este hombre es, a día de hoy, el ser vivo más feliz del planeta. Después de los desiertos que lleva atravesados, se merece que le dure.
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El calamón takahe (Porphyrio hochstetteri) es un ave gruiforme de la familia de los rálidos, lo cual le convierte en primo más o menos lejano de las grullas, las fochas, las gallinetas y otros pájaros parecidos que sin duda se sorprenderían mucho si alguien les contase este parentesco. El takahe es endémico de Nueva Zelanda y no vuela: está demasiado rechoncho bajo su plumaje verde y azul, porque pesa el animalito casi dos kilos. Además, caminando encuentra todo lo que necesita.
O lo encontraba cuando sus antepasados llegaron volando desde Australia, hace bastantes millones de años. En Nueva Zelanda el takahe no tenía depredadores, así que para qué volar. Había cientos de miles por todas partes.
La característica especial y singularísima del takahe es una sorprendente: estaba muerto. Desaparecido. Extinguido. Cuando llegaron los europeos con sus ratas, perros, gatos, “proceses” y abascales, y sobre todo con su hambre (de carne, de escaños, de poder, de lo que sea), el tranquilo y torpón takahe estaba perdido, aunque no lo sabía. Se le dio por oficialmente extinguido hace más de cien años, en 1898.
Pero no. Medio siglo después se vieron algunos ejemplares en un sitio en el que no tendrían que haber estado: el grupo mixto de las montañas Murchison. Desde entonces, gracias a los esfuerzos de los conservacionistas y a la inaudita torpeza de otras especies parecidas (los de Ciudadanos, que se autoextinguieron por su mala cabeza), hoy hay censados más de 500 takahes, tienen grupo parlamentario propio y su número no hace más que crecer. Aún son pocos, pero ya es imposible ignorarlos porque han salido del peligro crítico de extinción y todo indica que pronto serán muchos más. Es uno de los pocos “animales Lázaro”, como los llaman los científicos: resucitados después de su extinción, cierta o aparente. Una recuperación prodigiosa que nadie se explica. Ni siquiera los biólogos, zoólogos y pollólogos (especialistas en montar pollos) de Junts x Cat, que esos lo saben todo. O eso dicen.
Como dijo Juan Ruiz de Alarcón, “los muertos que vos matáis / gozan de buena salud”.
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