España

Álex de Miñaur y la desdicha del turón ibérico

Alejandro (Álex) de Miñaur Román nació en Sídney, Australia, el 17 de febrero de 1999. Es el mayor de los cinco hij

Alejandro (Álex) de Miñaur Román nació en Sídney, Australia, el 17 de febrero de 1999. Es el mayor de los cinco hijos que han tenido Aníbal de Miñaur, emprendedor de nacionalidad uruguaya, y su esposa Esther Román, española de Alicante. Álex tiene las tres nacionalidades: española, uruguaya y australiana.

La historia de Álex y su familia es la de una barca en medio del Atlántico, y ahí el oleaje es el maldito dinero. El chico nació en Australia porque sus padres, ambos inmigrantes, se conocieron en el restaurante Giovanni’s, que tenía Aníbal y donde Esther era camarera. Se gustaron y ahí comenzó la familia. Pero la propiedad del inmueble decidió no renovarles el contrato de alquiler del local, así que, con el dinero ahorrado y mucha fe en el futuro, viajaron a Alicante, tierra de la madre. El pequeño Álex tenía cinco años. El padre decidió abrir un lavadero de coches “a mano”, negocio que hasta entonces –dice su esposa– no existía en la ciudad. No nadaban en la abundancia pero sobrevivían.

Y entonces sucedió algo extraño. A aquel canijo que no levantaba un metro del suelo le gustaba jugar al tenis, nadie sabía la causa porque en la familia no había precedentes de ese ni de otros pecados aún más graves. Su madre le apuntó a algunas clases. Álex empezó a dar raquetazos en el club Montemar. Luego en diferentes pistas. La gente se le quedaba mirando: apenas llegaba con la nariz a la cinta de la red pero el crío tenía estilo, un talento natural. Luego se pasó al club 40-15 (de hecho, lo inauguró), donde se encontró con un hombre providencial en su vida: el entrenador Adolfo Gutiérrez. Empezaron a llegar los primeros triunfos en campeonatos infantiles. Luego juveniles. Gutiérrez se dio cuenta inmediatamente de que lo que tenía delante era un diamante sin pulir. Y había que trabajarlo.

Pero el tenis, sobre todo cuando empiezas y aún no has despegado, es un deporte caro. Un poco clasista en ese sentido, porque si no tienes dinero lo tendrás muy difícil. Y en 2011, cuando Alex andaba por los doce años, la crisis hizo que la gente dejase de lavar coches a mano y el negocio familiar naufragó. Adolfo Gutiérrez decidió no cobrar nada por entrenar al chiquillo, que ya era el número uno de España (de su edad, naturalmente). Pero no era suficiente. No había dinero para viajes, y los viajes son importantísimos porque aprendes de los que juegan en otro sitio, de otro modo y con otras técnicas.

Y ahí apareció la tradicional, legendaria, sempiterna incuria ibérica. La familia (la madre sobre todo) recurrió a la Federación Valenciana de Tenis. Luego, a la española. Pidió ayuda para que el futuro de Alex no se agostara. Y les dijeron que no. Que nunca se había subvencionado a un crío de doce años y que no iban a empezar con aquel crío reservado, serio y con una disciplina espartana. Que como él habría muchos más. Que “Dios le ampare”, como se decía antes a los pobres que iban de puerta en puerta.

Fue cuando llegó un golpe de suerte en medio del mar agitado. Una leyenda del tenis (modalidad dobles), el australiano Tom Woodbridge, ganador de 16 Grand Slam, vio jugar a Álex y se quedó con la boca abierta. Le invitó a ir a Roland Garros a pelotear con él. En dos minutos escribió a su madre: si aquel prodigioso niño se iba al país en que nació, Australia, él se comprometía a que la federación australiana de tenis hiciese por él todo lo que la española no había querido hacer. Casi a la vez, alguien renovó el contrato de alquiler del viejo restaurante familiar en Sídney. Así que los Miñaur (primero el padre y luego el resto de la familia) hicieron otra vez las maletas y regresaron a la otra punta del mundo… en contra de la voluntad de Álex, que tenía su vida y sus amigos en Alicante y no se quería mover de allí. Lo mismo pensaba Esther, la madre, y el resto de la familia materna. Pero la economía familiar estaba ya en las últimas y no quedaba más remedio.

Lo que les habían prometido era cierto. Tom Woodbridge puso al casi adolescente Álex en manos de otra leyenda australiana: Lleyton Hewitt, ex número uno del mundo. Hewitt le entrenó. Le tuvo en su casa. Hizo con él de “segundo padre”. Los australianos se rindieron al talento del chaval. Quizá demasiado: tuvo varios entrenadores, él, que estaba acostumbrado a la complicidad y la confianza cotidiana de Adolfo Gutiérrez. Empezaron los partidos “grandes”, pero el dinero seguía escaseando y Esther Román, la madre, no olvidará en su vida que un aficionado al tenis pagó los billetes de avión para que la familia viajase de Sídney a Brisbane y ella pudiese ver a su hijo jugar un partido “de los importantes” por primera vez.

Nuevo golpe de mar: en diciembre de 2014, el contrato del restaurante embarrancó de nuevo y los Miñaur cruzaron el mundo… por tercera vez, de regreso a Alicante. Pero en esta ocasión las cosas eran distintas: Álex se había dado cuenta de lo que habían hecho por él los australianos y ya ni se planteó “cambiar de bandera” y jugar como español, visto cómo le habían tratado aquí. La federación australiana (Tennis Australia) le ayudaba desde la distancia y el chico tomó una decisión irrevocable: su entrenador volvería a ser el gran Adolfo Gutiérrez, que le conocía como nadie. Así ha seguido siendo hasta hoy.

Naturalmente, la carrera de Álex de Miñaur despegó. Y la Real Federación Española de Tenis (RFET) acabó por cambiar: los nuevos dirigentes, dándose cuenta de la burrada que habían hecho los anteriores, intentaron de todas las formas posibles que Álex jugase con y por España, pero ya era tarde: el muchacho aseguraba que se sentía “un 70% australiano, un 25% español y un 5% uruguayo”: de bien nacidos es ser agradecidos. Y eso no iba a cambiar, aunque admite que le gustaba mucho más vivir en España que en Australia, donde todo iba mucho más deprisa. Y además es seguidor fanático del Real Madrid, como su madre. Así que ese 25% de españolidad que confiesa… muy probablemente se queda corta.

Álex jugó su primer partido como profesional en 2015, en Valencia. Tenía 16 años. Ganó el partido y ganó (durante ese año) la friolera de… 356 dólares. Pero en 2017 ya jugó en Brisbane, en Sídney y sobre todo en el Abierto de Australia, su primer Grand Slam. Llamaba la atención por la precisión, la fuerza y la elegancia de su juego, pero sobre todo por sus piernas: es rapidísimo, corre como un mustélido, y jamás da una bola por perdida: es de los que no se rinden nunca. Como dijo Rafa Nadal cuando le vio jugar: “Es un tipo peligroso”.

Los triunfos no tardaron en llegar. Su carrera como tenista ha ido de menos a más: le ha tocado vivir el final de la Edad de Oro del “Big Three” (Federer, Nadal y Djokovic; admira a los tres, aunque su favorito desde niño es el suizo) y ahora vive el comienzo de una nueva era, en la que sin duda él brillará.

Ha ganado a día de hoy (además de 13 millones de dólares tan solo en premios: se acabaron las penurias), ocho títulos oficiales, seis de ATP250 y dos de ATP500: estos han sido los dos últimos torneos de Acapulco, donde venció en 2023 y ha vuelto a vencer en 2024. Ha alcanzado otras ocho finales de torneos importantes; las mejores han sido las últimas, las de Toronto y Rotterdam, donde se le atragantó (como a todo el mundo) el italiano Jannik Sinner.

Este muchacho no demasiado alto (1,83) para lo que últimamente se usa en el tenis, y que ha criado tan justificada fama de “depredador” que ningún jugador quiere que le toque en el sorteo de las primeras rondas de los torneos; este chico que lleva en el pecho tatuado el número 109, porque es el jugador australiano número 109 que juega en la Copa Davis; este jovenzuelo enamorado que es capaz de quedarse casi sin dormir para volar desde Acapulco (donde acababa de ganar) hasta San Diego, donde jugaba su novia, Katie Boulter; este tipo de aspecto serio pero con un gran sentido del humor que ha devuelto el prestigio al tenis australiano después de que pasara por él el chisgarabís de Nick Kyrgios, ha jugado muchos partidos memorables. Cabe recordar uno: la final del torneo de Queens (Londres) de 2023, donde cayó ante Carlitos Alcaraz después de un juego que casi entraba en los dominios del ballet más que en los del tenis. Una verdadera belleza.

Este chaval eficacísimo, certero y tenaz, llamado a grandes logros y profundamente sentimental, ha tenido que jugar hace unos días el que sin duda será uno de los partidos más amargos de toda su vida: el que le enfrentó a Rafa Nadal en la segunda ronda del torneo Conde de Godó, en Barcelona. Álex y Rafa han jugado cinco partidos oficiales: tres los ganó Nadal, pero los dos últimos se los llevó el “australiano”. Así ha sido también esta vez. De Miñaur derrotó a una leyenda viva del tenis en dos sets. El encuentro se jugó en una pista que se llama “Rafa Nadal”. El mallorquín ha ganado ese torneo ¡doce veces! y este fue, con toda probabilidad, el último partido oficial que juegue el archicampeón español en esa pista.

Rafa Nadal es el deportista más admirado y querido de España. Las gradas estaban a rebosar para contemplar la que podría haber sido una de sus últimas victorias en Barcelona. Pero ganó De Miñaur. No debe de ser fácil vencer en una situación semejante; seguramente habría sido más reconfortante perder. Pero De Miñaur sabe muy bien que en una pista de tenis no existe la compasión y sale a ganar, siempre y contra quien sea. Está en su naturaleza. Aunque su victoria de esa tarde le haga pasar a la historia como el tipo que derrotó al inmenso Rafa en su último partido en Barcelona. Más de 8.000 personas, puestas en pie, despidieron al gran campeón entre aplausos de dimensiones casi operísticas, bravos… y lágrimas. Se les rompió la voz hasta a los comentaristas de televisión. Eso se ve pocas veces.

Álex de Miñaur, español de Sídney o australiano de Alicante (como prefieran), perdió al día siguiente contra el jovencito francés Arthur Fils, de 19 años. Y es que a los depredadores, por más certeros que sean, no siempre les salen bien las cosas. Muchos habríamos querido que, después de derrotar a Nadal, al menos De Miñaur hubiese ganado el torneo. Pero no fue así… todavía. Tiene veinticinco años. Le queda mucha gloria por conquistar.

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El turón ibérico (Mustela putorius) es un animal casi perfecto. Es un carnívoro mustélido que habita en prácticamente toda Europa, salvo en el norte de Escandinavia y Gran Gretaña. No es muy grande: apenas mide 30 centímetros, a los que hay que añadir unos veinte de cola.

Este bicho rapidísimo, elástico, hábil como muy pocos y extraordinariamente inteligente parece haber sido diseñado para cazar. Su promedio de éxito es incluso superior al de otros mustélidos como la comadreja, los visones o las nutrias, lo cual es decir mucho porque todos los mustélidos son impecables depredadores; quizá el turón lleve cierta ventaja gracias a su impecable revés a dos manos, algo que sus congéneres más grandes y más veteranos no suelen tener.

Lo curioso es esto. Hay dos variedades del turón: la silvestre, que vive en libertad y que juega como los ángeles, y la domesticada, que se llama hurón y que en los últimos tiempos se ha puesto de moda como mascota. Ambos son muy bonitos pero claro, ¡no hay color! Pues bien, el hurón pasa por ser un jugador complaciente, algo dado a la indolencia, amable y perezosillo, como tantos a quienes la vida les ha llegado hecha. El turón, sin embargo, tiene que pelear por sus presas todos los días, sabe lo que es pasar necesidad y cambiar de madriguera cada poco, y eso le ha otorgado, además de un juego agresivo y mordedor, cierta fama de mala leche y de carácter difícil. Fama injusta, vaya eso por delante.

Por lo mismo: el turón, cuando juega, no sabe lo que es la piedad. Puede ganar a animales mucho más avezados que él o puede tener la desdicha de perder, pero siempre lo da todo en la pelea, sea contra quien sea. Nunca se rinde. Y muerde, vaya que si muerde. Menudo es.

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