España

Alfonso Guerra y la lengua del varano

Alfonso Guerra González nació en Sevilla el 31 de mayo de 1940. Es el undécimo hijo de los trece que tuvieron el militar Julio Guerra Apresas y su esposa Ana.

Alfonso Guerra González nació en Sevilla el 31 de mayo de 1940. Es el undécimo hijo de los trece que tuvieron el militar Julio Guerra Apresas y su esposa Ana. Cuando Alfonso nació, la familia había ya logrado mudarse de un humilde “corral de vecinos” (algo parecido a las corralas madrileñas) a una vivienda algo más habitable en la calle del Rastro. La de Alfonso Guerra fue, pues, una familia humilde. Todos los datos sobre la infancia y juventud del que sería artífice de la reconstrucción PSOE durante los años 60, 70 y 80 del siglo pasado están en el primero de los tres volúmenes de sus memorias, Cuando el tiempo nos alcanza (Espasa, 2004). Esa trilogía es uno de los mejores ejemplos de memorias políticas y personales publicadas en España en las últimas siete u ocho décadas, junto con las de Leopoldo Calvo-Sotelo y las de Santiago Carrillo. Primero porque las escribió él mismo, lo cual no sucede siempre ni mucho menos, y segundo por la valiosísima información que aportan para conocer al personaje.

Resumiremos aquí que Alfonso fue seguramente el más brillante e inquieto, en lo intelectual, de los trece hermanos Guerra González. Que hizo estudios de Ingeniería Técnica Industrial en la Escuela de Peritos, que dio clase de dibujo en la Universidad Laboral de Sevilla y que luego se licenció en Filosofía y Letras por la Universidad de la capital andaluza, todo lo cual tiene un gran mérito dada su extracción social.

Uno de los encuentros fundamentales de su vida fue con Alfonso Fernández Torres, legendario dirigente socialista andaluz, más de treinta años mayor que Guerra. La influencia y las enseñanzas de Fernández Torres hicieron que el joven Alfonso Guerra, con apenas veinte años, se inclinase por el socialismo y no por el comunismo, que entonces era la opción casi obligada para cualquier españolito que se sintiese de izquierdas. En 1960 Alfonso se afilió a las Juventudes Socialistas y dos años después al PSOE, partido que, en aquel tiempo, era en España casi calderoniano: “una sombra, una ficción”, una pura entelequia cuya dirección estaba en el exilio. Eso fue lo que cambiaron aquellos socialistas “del interior”: Guerra, González, Yáñez, Chaves, Galeote, Antonio Prieto, Redondo, Múgica, Benegas, alguno más.

Eran los tiempos en que Alfonso Guerra hacía y dirigía teatro (Sófocles, Valle Inclán, Beckett, Satrte, Bertolt Brecht), se interesaba mucho por la poesía, fundaba en Sevilla la legendaria librería Antonio Machado, imprimía clandestinamente el periódico El Socialista con la ayuda de su hermano pequeño, Adolfo, y tenía un innegable éxito con el sexo femenino; éxito que en realidad nunca le abandonó. 

En 1970 entró en la Ejecutiva del PSOE, un partido del que muy pocos españoles habían oído hablar aún y que ni siquiera preocupaba demasiado a la Policía franquista. Tenía apenas 3.500 militantes y la tercera parte estaba en el exilio. Cuatro años después se celebró en las afueras de París el trascendental XXVI Congreso del partido: el famoso de Suresnes. Ahí se produjo el relevo generacional. El viejo Rodolfo Llopis fue sustituido y, después de que el sindicalista vasco Nicolás Redondo Urbieta se negase a aceptar la secretaría general, la dirección socialista fue tomada por el “clan de los sevillanos”: Felipe González, Isidoro, con apenas 32 años, fue elegido máximo dirigente; y quien ya era su mano derecha, Alfonso Guerra, Andrés, pasó rápidamente a ocuparse de Información y Prensa. Ya muerto Franco, en 1976, y con el apoyo explícito del socialismo europeo (Mitterrand, Willy Brandt, Olof Palme, etc.), Guerra organizó en Madrid el XXVII Congreso y fue elegido secretario de Organización. Logró el control absoluto del partido. Lo consolidaría en 1979, en la “crisis de crecimiento” del PSOE: el XXVIII Congreso (mayo), en el que González dimitió ante la negativa de los delegados a abandonar el marxismo, y el congreso extraordinario (septiembre) en el que Felipe regresó al timón de manera triunfal y Guerra fue elegido vicesecretario general. Número dos. No abandonaría ese puesto en los siguientes doce años.

Pero en ese rápido tiempo ocurrieron muchas cosas fundamentales en la vida de Alfonso Guerra y también en la de España. El rey Juan Carlos, Adolfo Suárez y Torcuato Fernández Miranda impulsaron decisivamente la transición a la democracia. Se celebraron las primeras elecciones generales libres en España en más de cuatro décadas, y el 15 de junio de 1977 Alfonso Guerra fue elegido diputado por Sevilla: seguiría siéndolo ininterrumpidamente hasta 2014. Ningún otro político español ha ocupado tanto tiempo un escaño parlamentario, al menos en democracia. Cuando abandonó era el único que quedaba de la primera Legislatura.

Como explica Leopoldo Calvo-Sotelo en sus memorias, la Constitución de 1978 se elaboró de la siguiente manera. Primero se sentaban Alfonso Guerra (PSOE) y Fernando Martorell (UCD, partido entonces en el gobierno) en alguna parte, a veces en un café, y empezaban a bosquejar artículos durante horas y horas, a veces hasta el alba. Enviaban esos textos, ya bastante acabados, a la Ponencia constitucional, los célebres “siete padres” de la Carta Magna, que los discutían, pulían y renegociaban. El resultado pasaba luego a la Comisión Constitucional del Congreso, que presidía el valenciano Emilio Attard (se les llamaba “los locos de Attard”), que hacía más o menos lo mismo; luego a la del Senado y, por último se llevaron a cabo las votaciones en el Pleno. Así pues, uno de los dos “primeros padres” de la Constitución de 1978 es Alfonso Guerra.

Además de por eso, Alfonso Guerra tiene un sitio en la historia por varios motivos. Puso de moda en España, durante varios años, a Gustav Mahler, maravilloso compositor checo que no había provocado especiales pasiones multitudinarias en nuestro país hasta que Guerra dijo que era su favorito. Construyó la organización interna del PSOE prácticamente desde la nada, y la manejó con mano de hierro (algo que él ha negado muchas veces) durante varias décadas: “El que se mueve no sale en la foto”, advertía. Jamás erró una prospección o un vaticinio electoral: Guerra “clavaba” cuál iba a ser el resultado de las elecciones antes de que se produjeran o, como mucho, en los primeros minutos del recuento de votos, cuando nadie más sabía gran cosa. Y, esto sobre todo, formó durante años un tándem imbatible con Felipe González; un tándem en el que, a efectos parlamentarios e incluso de partido, podríamos decir, para entendernos, que Felipe era el “poli bueno” y Guerra el “poli malo”. Su lengua era temible.

Una sola mirada suya (esto lo cuenta él en sus memorias) bastó para que Enrique Tierno Galván, nada menos, renunciase al uso de la palabra en un congreso del partido. Pulverizó al ministro Rafael Arias Salgado, desde la tribuna del Congreso, con burlas envenenadas sobre su hermano Fernando, director general de RTVE. Llamó “tahúr del Mississippi” al presidente Suárez. Ironizó sobre la primera ministra británica, Margaret Thatcher (la llamaban “la dama de hierro”) aventurando que no usaba desodorante sino “Tres en uno”, un conocido lubricante para metales. Dijo del político nacionalista vasco Xabier Arzalluz que había “olvidado los buenos modales que usaba cuando arrastraba los faldones por la sacristía”. Bautizó a Zapatero como “bambi” (otra cosa que él niega), pero luego añadió que no parecía de peluche sino de acero. Dijo de Manuel Fraga que tenía “los intestinos colocados en el cerebro”. De la ministra sevillana Soledad Becerril (primero UCD y luego PP) dijo que era “como Carlos II pero vestida de Mariquita Pérez”. También tuvo alguna profecía demasiado aventurada, como cuando dijo que “los socialistas podremos meter la pata, pero no meteremos la mano”. Claro que eso lo soltó en 1979, antes de lo que él mismo llamó la “pérdida de la inocencia” del partido. 

Aglutinó en torno a sí (de nuevo, él dice que no tuvo nada que ver) una corriente dentro del PSOE, los llamados guerristas, que pasaban por ser los más auténticos, ortodoxos y obreristas. Frente a ellos estaban los “renovadores”, de corte más socialdemócrata y liberal. Ni unos ni otros tuvieron jamás piedad con los rivales. Nunca. Hasta hoy. Y el que menos, Guerra, que hoy es plenamente socialdemócrata, defensor a ultranza de la Constitución (que puede reformarse, dice, pero con mucha responsabilidad) y defensor del legado histórico de Juan Carlos I, por encima de sus tropelías económicas.

Aquella lengua temible de la que tantas veces se dijo que, si él mismo se la mordiese, caería fulminado por el veneno, criticó sin desmayo a los nacionalistas, a la patronal, a los “creadores de la crisis” de 2008, a Pablo Iglesias (Turrión) y al pacto de Pedro Sánchez con Bildu y ERC, pero defiende a la monarquía porque cree, como creía Pablo Iglesias (Posse, el fundador del PSOE) que lo importante es el fondo y no la forma del Estado, y que “quienes atacan a la monarquía atacan a la Constitución y al sistema”. ¿Y eso por qué? Porque, como dijo hace apenas un año, “nuestra Carta Magna cumple con todos los requisitos del republicanismo”.

Cayó del Gobierno cuando la prensa, que le tenía muchísimas ganas, empezó a airear las corruptelas (minúsculas, pero corruptelas) de su hermano pequeño, Juan, con sus “cafelitos” y su despacho de conseguidor. Pero presidió la Comisión Constitucional del Congreso hasta 2011, la de Presupuestos hasta 2014 y la Fundación Pablo Iglesias hasta 2017. Su voz, siempre contundente, nunca ha dejado de ser oída y esperada. Un artículo suyo hacía invariablemente subir las ventas de la publicación que lo alojaba y se comentaba en los despachos oficiales, en las salas de juntas, en las zahurdas periodísticas, en todas partes. 

Y su lengua no ha perdido un átomo de su veneno. Hace unos días, a sus 81 años, en un acto que se celebraba en Alicante, volvió a la carga. Ironizó sobre los abucheos de la extrema derecha a Pedro Sánchez durante el desfile de la Fiesta Nacional del 12 de octubre: “Hay personas que abuchean a un presidente y aplauden a una cabra. Cada uno elige quién le representa mejor".

El dragón de Komodo

Genio (seguramente mal genio; una vez más, él dice que de eso nada) y figura. El dragón de Komodo (Varanus komodiensis) es un saurio de la familia de los varánidos que habita en algunas islas de Indonesia. Es el mayor lagarto del mundo (puede llegar a los tres metros) y, a pesar de lo que desearían algunos, está protegido porque se le considera en peligro de extinción.

El dragón es un ser solitario, hosco, de muy fuerte carácter y muy longevo: puede llegar a los 60 años, lo cual es asombroso en los saurios. Cuando caza es casi infalible. Tiene un olfato prodigioso, no solo electoralmente, y salta sobre sus presas mordiéndolas en el cuello o en el vientre, sin contemplaciones. Diríase que es cruel, pero esa es una facultad humana: el dragón de Komodo hace, sencillamente, lo que tiene que hacer. O eso pensará él. No es infrecuente verle cazar ciervos (si son pequeños se les suele llamar “bambis”), cerdos, cabras o renovadores desobedientes.

Es muy territorial y celoso del control que ejerce sobre sus dominios. Cuando otro varano entra en su demarcación, las peleas son terribles y lo más frecuente es que acaben no ya con la derrota de uno de los contendientes, sino con su exterminio. Se han documentado casos en que el varano vencedor devora al vencido. Es difícil, en esas circunstancias, hacer amigos. Si acaso, compañeros.

Pero lo más curioso de todo es su lengua. Bífida, como la de los ofidios, le sirve para detectar víctimas o enemigos, y también para orientarse en la oscuridad, pero hoy está ya plenamente demostrado que contiene numerosas toxinas (estas se extienden a toda la boca) que ayudan a acelerar la muerte de las presas. Es una lengua, pues, muy peligrosa. Aunque no haga declaraciones, que eso, a veces, no hace siquiera falta.

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