Alfonso Rueda Valenzuela nació en Pontevedra el 8 de julio de 1968. Es uno de los cuatro hijos que tuvieron el ingeniero agrónomo José Antonio Rueda Crespo, natural de Jaén, y su esposa, María Dolores (Lola) de Valenzuela López-Montenegro.
Pero el padre no se hizo famoso por su profesión sino por su larga y complicada vida política. Miembro destacado de Alianza Popular en los tiempos del "patrón" Manuel Fraga, fue concejal, vicepresidente de la Diputación pontevedresa, senador (en la 2ª y 3ª legislaturas) y "prófugo" del partido al ponerse de parte de Xosé Manuel Barreiro en su pugna política con Gerardo Fernández Albor; se fue a la efímera Coalición Galega, donde su hijo Alfonso le votó y fue interventor en las elecciones de 1989, y regresó a la casa política del padre (el PP) gracias a Xosé Cuiña.
Falleció en 2012, no sin antes darle a su hijo Alfonso dos consejos utilísimos. El primero: gánate la vida con algo seguro que no tenga que ver con los partidos. Y el segundo fue, seguramente en broma, aquella frase que se atribuye a Francisco Franco: no te metas en política. Alfonso siguió tan solo el primero de los dos consejos.
Una familia conservadora, pues, y bien situada. Alfonso estudió Derecho y se hizo funcionario de la Administración local "con habilitación nacional y categoría superior", naturalmente por oposición. Fue secretario en el Ayuntamiento de Cervantes (Lugo) y después en el de A Cañiza (Pontevedra). Ahora tiene plaza en el concello de Marín. Ese era el trabajo seguro.
Pero el virus de la política hizo pronto presa en él. Tenía 22 años cuando se afilió a las Nuevas Generaciones del PP, que pronto presidiría. Destacó pronto precisamente porque no destacaba ni pretendía brillar, cosa rara. Era un hombre sonriente, tranquilo, sin la menor prisa; un funcionario cumplidor y eficaz que, políticamente, no es que tuviera un perfil bajo; es que volaba por debajo de la cobertura del radar. Un hombre de quien te podías fiar porque parecía cualquier cosa menos ambicioso, trepador o dispuesto a quitar la silla bajo las posaderas de nadie. Fue un discreto concejal en el Ayuntamiento pontevedrés entre 1995 y 1999.
El consejero de Justicia e Interior de la Xunta de Galicia, Xesús Palmou, se fijó en él y le nombró jefe de su gabinete a mediados de los años 90. Más tarde le hizo director general de Administración Local, puesto que ocupó entre 2000 y 2005. Rueda cumplía a plena satisfacción con cada trabajo que se le encargaba aunque a alguna gente le costaba trabajo recordar su nombre, porque lo que nunca hacía –deliberadamente– era destacar ni llamar la atención.
Y entonces apareció Feijóo. Era 2005. Don Manuel se había ido ya después de presidir la Xunta durante quince largos años. El gobierno autónomo estaba en manos de la izquierda, con el socialista Emilio Pérez Touriño al frente. El PP aún se lamía las cicatrices del desastre del Prestige (2002) y su cohesión era un problema, porque los partidos políticos, sobre todo el PP, tienden en Galicia a crear feudos, clanes muchas veces familiares, sólidos clientelazgos y fidelidades de carácter sobre todo local.
Feijóo, que estaba a punto de ser elegido presidente de los "populares" gallegos y que era uno de los varios delfines de Fraga, habló con Xesús Palmou y le preguntó (esta conversación se produjo en un hotel de Vigo a finales de 2005) quién podía ayudarle a levantar de nuevo el partido sin alebrestar a los líderes de las diferentes huestes locales: los Barreiro, Baltar (padre), Louzán, Juncal y otros de menor tonelaje. Palmou no lo dudó y le dio solamente un nombre: Alfonso Rueda. Era lo suficientemente gris y lo bastante eficaz como para convertirse en la mano derecha de Feijóo.
Era un hombre al que le gustaba (y le gusta) mucho correr, algo que hacía indiferente al tiempo que hubiese. Un tipo que adoraba andar en bici y al que le chiflaban las motos: empezó con una Vespa que compró a medias con un amigo y ya no paró hasta la BMW 1200 que tenía hace año y medio. Un caballero cumplidor y fiable que solo alguna vez tuvo la tentación de dejar la política porque le quitaba demasiado tiempo para estar con su familia. Alguien que parecía genéticamente incapacitado para la traición y para la puñalada espaldera. El hombre que Feijóo necesitaba.
Le nombró secretario general del PP gallego nada más llegar a la presidencia, en enero de 2006. Ahí despegó una carrera política larga, constante, sin estridencias, de velocidad media como la de aquella Vespa de su juventud. Y siempre a la sombra de su amigo Alberto, con el que congenió inmediatamente. Entró en el Parlamento gallego como diputado por Pontevedra en 2009, cuando Feijóo ganó al fin la presidencia de la Xunta e inmediatamente le hizo consejero de Presidencia, Justicia y otras cosas que fueron variando con el tiempo. Es decir, su mano derecha.
En 2012 le nombró vicepresidente primero de la Xunta: fue entonces cuando alguien creyó oír, por si no la hubiese oído aún, la voz de Feijóo que sonaba desde lo alto sobre la cabeza de Rueda, y que decía: "Este es mi hijo muy amado en quien tengo todas mis complacencias".
Se le atribuyen propiedades curativas: él fue quien logró convencer a José Manuel Baltar, el todopoderoso y controvertido "caudillo" del PP en Orense (hijo y sucesor de José Luis Baltar), para que diese un paso al lado y se conformase con su asiento en el Senado. Pero eso sería más tarde.
Fue elegido (que no nombrado) presidente del PP pontevedrés en marzo de 2016. Todo parecía ir bien y el cuento podría haber llegado en ese punto a la festiva ingesta de perdices con que solían terminar los buenos cuentos antiguos, pero entonces ocurrió algo inesperado. Lejos de la sosegada Galicia, donde Feijóo obtenía una mayoría absoluta tras otra sin aparente dificultad; en las turbulentas estepas de Madrid, el PP se desangraba, se descosía y se rompía por dentro, o al menos eso parecía desde la lejana Compostela. En 2018, tras unas elecciones teóricamente primarias a las que el PP no estaba acostumbrado, alcanzó la presidencia nacional un joven hiperactivo, muy nervioso y bastante mandón, que se llamaba Pablo Casado.
Cuatro años después, tras la pandemia, en una maniobra genuinamente shakespeariana, Casado tuvo que abandonar el puesto, con la parte de atrás de la chaqueta empedrada de puñales. ¿A quién recurrir?
Hubo pocas dudas: Alberto Núñez Feijóo, que estaba tan tranquilo en Galicia ganando elecciones, fue llamado a poner paz en aquella gallera. Dijo que sí, convencido de que estaba a un paso de la presidencia del Gobierno de España: solo había que derrotar a Pedro Sánchez, que se mantenía en Moncloa haciendo equilibrios sobre un pie y presidiendo un gobierno de funambulistas. Eso fue lo que no salió bien.
Y en aquel momento Alfonso Rueda volvió a hacer caso a su sempiterno jefe y amigo. En mayo de 2022 fue nombrado (que no elegido) presidente del PP gallego y también presidente de la Xunta de Galicia. La gente se le quedó mirando con cierta sorna.
Aquel señor tan sonriente pero que seguía siendo tan gris; aquel antiguo secretario municipal por oposición, de profesión delfín; aquel eterno "Carlos Windsor", siempre a la espera y a la sombra del líder, ¿aguantaría la prueba de las urnas? ¿Sería capaz de revalidar los triunfos electorales de Feijóo, que había logrado cuatro mayorías absolutas consecutivas, las mismas que Fraga? ¿Sabría volar solo?
La campaña de 2024 fue planteada, desde la izquierda, en clave de "ahora o nunca". Pedro Sánchez se involucró en las elecciones gallegas como si le fuese la vida en ello. El BNG también. Lo mismo hizo la gallega Yolanda Díaz, con su proyecto "Sumar". La mayoría de las encuestas daban ganador al PP, eso sin duda, pero con menos escaños que la suma de los votos de la izquierda. La Xunta estaba en peligro para los conservadores, o eso parecía.
Todo eso fueron, como habría dicho Jorge Manrique, "verduras de las eras". Alfonso Rueda logró resonantemente la quinta mayoría absoluta consecutiva (y la novena en el cómputo total) para el PP de Galicia. Es cierto que perdió dos escaños respecto de las elecciones anteriores, pero sus competidores directos –la extrema derecha– quedaron virtualmente pulverizados, y el exotismo conservador de Democracia Ourensana logró un único e irrelevante puesto en el Parlamento; en la izquierda, Sumar no obtuvo un solo escaño; el PSOE consiguió batir su propio récord… hacia abajo, porque perdió 5 diputados y 50.000 votos, y el BNG se quedó a quince asientos de los logrados por el "gris" Alfonso Rueda. Que había dejado de ser gris, eso saltaba a la vista.
En la política gallega, Rueda demostró que el PP apenas dejaba que creciese nada más. Había ganado, y con holgura, la carrera. Quizá gracias a su habilidad con la moto, eso cómo saberlo.
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Se llama eucalipto (Eucalyptus) a un género de árboles de la familia de las mirtáceas, que incluye a unas 700 especies en casi todo el mundo. Es un árbol recto y muy alto, cuyas hojas son usadas desde hace milenios gracias a sus propiedades medicinales y curativas.
Es un árbol que crece muy deprisa… para la velocidad media de crecimiento de los árboles, naturalmente; quien se siente a ver cómo crecen los eucaliptos puede aburrirse bastante. Pero es una planta indiscutiblemente útil cuya madera se utiliza para la producción de pulpa de celulosa. Necesitan agua, que es algo que en Galicia no falta; les hacen mucho daño el frío extremo y las heladas, que es algo que en Galicia apenas hay. Quizá por eso en Galicia hay tantos eucaliptos.
Pero una de sus características más curiosas es su prevalencia sobre las demás especies. Donde prosperan los eucaliptos no crece casi nada más, son muy pocas las plantas (de izquierdas o de derechas, eso es indiferente) que pueden competir con ellos en el mismo terreno. Esto, naturalmente, molesta mucho a las demás plantas, que dicen que los eucaliptos esquilman la tierra y acaban con la vegetación autóctona y acidifican el suelo y son una amenaza para los reptiles.
Pues, en vez de quejarse tanto, crezca usted como crecen los eucaliptos, caramba. Si puede.
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