España

Álvaro García Ortiz y el provecho de la mangosta rayada

La APIF recurrió hace menos de un año su nombramiento cuando se supo que el CGPJ no le había avalado por mayoría absoluta


Álvaro García Ortiz nació el 16 de diciembre de 1967 en Lumbrales, un pueblo de tamaño medio (unos 1.500 habitantes) de la provincia de Salamanca, cerca ya de la frontera con Portugal. De su familia se sabe poco; hay indicios de que en Lumbrales no duraron mucho y, después de pasar por Zamora, la familia se asentó en Valladolid, donde Álvaro pasó su infancia, su adolescencia y su juventud, y donde han vivido su madre y su hermana durante años.

A los siete años estudiaba en los Maristas de la capital castellana. Luego pasó al instituto de El Pinar de la Rubia. Era buen estudiante, sin exageraciones ni deslumbramientos. Ni guapo ni feo, ni alto ni bajo, ni enredador ni meapilas: un chaval más, listo y afable, del que solo llamaban la atención su carácter fuerte y un pero rizado y rebelde a las disciplinas del peine. Ambas cosas las conserva hoy.

Le gustaba leer, le gustaban el cine y andar por el monte, como a tantos chicos, aunque desde muchacho crio un interés muy especial por la naturaleza y el medio ambiente. Dibuja muy apreciablemente. Estudió Derecho en la masificada Facultad de la Universidad de Valladolid (promoción 1985-1990) y al licenciarse tomó la difícil decisión de preparar las oposiciones a la judicatura, que son muy duras y tras las que uno puede ser juez o fiscal. Terminaban los años 80. Las sacó, desde luego. Es fiscal de carrera desde 1998.

Su primer destino como fiscal fue Mahón, en la isla de Menorca. Le fue bien. Estuvo alrededor de cuatro años y no hubo heridos ni daños apreciables tras su paso por la isla. En 2003 migró a Galicia, tierra de su mujer, la también fiscal Pilar Fernández. Empezó en la Fiscalía de Área de Santiago de Compostela. Dos años después era el fiscal especialista en medio ambiente del Tribunal Superior de Justicia de Galicia.

Y entonces ocurrió lo del “Prestige”, aquel petrolero que, en el invierno de 2002, se partió en dos frente a las costas de Galicia y provocó una de las mayores catástrofes medioambientales de la historia de España. Álvaro García Ortiz, que tiene un carácter a veces apasionado, entró en erupción inmediatamente desde el Juzgado nº 1 de Corcubión, porque aquello le tocaba en lo más vivo. Se hizo casi famoso. La repercusión del caso fue tan enorme (todos los españoles aprendimos una palabra nueva, “chapapote”), y las torpezas del Gobierno fueron tantas, que el fiscal García Ortiz llamó la atención de propios y extraños. Los propios, es decir los que entonces gobernaban, le tomaron una indisimulable ojeriza, mientras que los extraños (los del bando políticamente rival) apuntaron su nombre para posteriores ocasiones, que ya se presentarían. Álvaro García Ortiz no ha ocultado nunca sus inclinaciones políticas y sociales. Pertenece a la Unión Progresista de Fiscales, que llegó a presidir durante dos mandatos, entre 2013 y 2017. Es miembro de MEDEL (Magistrats Europeéns pour la démocratie et les libertés), en cuya dirección ha participado durante años. No es precisamente un tibio ni un acomodaticio.

Las repercusiones del Prestige influyeron poderosamente en la vida profesional de Álvaro García Ortiz. Durante trece años (entre 2007 y 2020) trabajó, siempre en Galicia, en diversos organismos judiciales que se ocupaban de los incendios forestales, de la ordenación del territorio, del patrimonio histórico y, en fin, del medio ambiente en general; llegó a ser, durante once de aquellos años, el Fiscal Delegado de Medio Ambiente de toda Galicia. Quizá sea exagerado decir que no caía un rayo entre Finisterre y Piedrafita del Cebrero sin que lo autorizase el señor fiscal, pero es un hecho que, en 2018, García Ortiz fue elegido miembro del Consejo Fiscal con más votos que nadie. Y los que votaban eran sus propios compañeros.

Es curioso que aquel mismo año de 2018, el de la moción de censura que tumbó al gobierno de Mariano Rajoy, el nuevo presidente, Pedro Sánchez, nombrase ministra de Justicia precisamente a una veterana fiscal, y muy amiga de Álvaro García Ortiz: Dolores Delgado. Más que amiga, Delgado era su mentora, su ángel de la guarda. El proceso de polarización política de la democracia española ya había llegado al lamentable estado actual y pronto quedó claro que, para los que acababan de regresar a la oposición, tanto el gobierno como quienes pudieran considerarse amigos suyos se habían convertido en el mismísimo demonio. Y en sentido contrario ocurría exactamente igual. La posición de García Ortiz no dejaba lugar a ninguna duda. Ya en el año anterior (2017), todavía desde Galicia y como líder de la Unión Progresista de Fiscales, había pedido la dimisión del entonces Fiscal General del Estado, José Manuel Maza, por un asunto del que hoy apenas se acuerda nadie.

Pero en febrero de 2020, cuando el país estaba a las puertas de la pandemia y casi nadie lo sabía, Pedro Sánchez movió el banquillo y Dolores Delgado, hasta ese momento ministra, pasó a ser Fiscal General del Estado. La oposición protestó airadísimamente por el evidente caso de politización de la Justicia, como si ese puesto –el de Fiscal General– hubiese sido inocente alguna vez, gobernase quien gobernase. Pero el nombramiento no se revirtió. Y Dolores Delgado no tardó en ascender a su amigo Álvaro García Ortiz a Fiscal de Sala y a nombrarle jefe de la Secretaría Técnica de la Fiscalía General del Estado; es decir, su mano derecha.

Dolores Delgado fue relevada en el verano de hace dos años, en 2022. Su desgaste era lógico en un sistema judicial como el español, en el que la práctica totalidad de los altos órganos de la Justicia –desde la Fiscalía General al Supremo y al Constitucional– están condicionados y desvirtuados por las indisimulables y desde luego indisimuladas adscripciones políticas de sus componentes, que en muchísimos casos deben sus puestos al hecho de estar obedientemente arrimados, bien a los propios, bien a los extraños, como decíamos antes. No en vano nuestro país es la única democracia occidental que ha tenido durante ¡cinco años! bloqueado el Consejo General del Poder Judicial porque los políticos no se ponían de acuerdo para renovarlo.

Cuando Dolores Delgado cayó –porque fue una caída en toda regla–, el gobierno de Sánchez nombró para sustituirla a su mano derecha: Álvaro García Ortiz. Aquel chico rizoso de un pueblecito de Salamanca, que había demostrado saber casi más que ningún otro jurista español sobre medio ambiente, ya era Fiscal General del Estado. Le nombraron con grandes dificultades, como era perfectamente previsible. Los miembros “conservadores” del CGPJ votaron contra él, y volvieron a hacer lo mismo algún tiempo después, cuando hubo que renovarle en el cargo. Pero le renovaron.

En España, el de Fiscal General del Estado no es un cargo virginal ni puro como la azucena, que decía Muñoz Seca. No lo ha sido nunca. Lo nombra el Rey, pero lo designa el gobierno. Esto es así desde la Transición, y el propio Álvaro García Ortiz, que a veces tiene unos “prontos” muy sonoros, se lo decía alto y claro, no hace tanto, a sus críticos: “Tenemos este modelo desde hace más de cuarenta años. Ustedes tuvieron tiempo suficiente para cambiarlo y no lo hicieron”. Le faltó añadir lo de “así que ajo y agua”, pero lo cierto es que tenía razón. No ha habido un solo Fiscal General del Estado desde 1978 (y van diecisiete fiscales desde Juan Manuel Fanjul Sedeño, antiguo falangista afiliado a UCD) que no se haya comportado más como un obediente y provechoso “delegado del gobierno” en la Fiscalía y que no haya sufrido las consabidas invectivas de la oposición.

García Ortiz no ha tenido (mejor fuese decir “está teniendo”, pero es que nunca se sabe) un mandato fácil como Fiscal General. Es decir, exactamente igual que la inmensa mayoría de sus predecesores. Una asociación conservadora de fiscales, la APIF, recurrió hace menos de un año su nombramiento cuando se supo que el CGPJ no le había avalado por mayoría absoluta. No sirvió de nada. En mayo de este mismo año, el Senado (que tiene mayoría absoluta del PP) votó su reprobación. Tampoco tuvo aquello ninguna consecuencia.

Este hombre inteligente y preparado, pero sobre todo obediente y útil… a los suyos, se ha metido ahora en un avispero del que no hay modo de saber cómo saldrá. Algún día sabremos quién fue el “marítimo” golfo que filtró unos correos electrónicos que involucraban a Alberto González Amador, novio de la presidenta de la Comunidad de Madrid (Díaz Ayuso), en un pacto con la Fiscalía para admitir su culpa en los delitos por él reconocidos de fraude fiscal y falsedad documental. Algún día nos enteraremos de sin tal pacto lo propuso el Fiscal General al delincuente (que ha admitido que lo es) o el delincuente al Fiscal General. Algún día quedará claro quién miente en todo este embrollo, o mejor dicho quien miente más. Y quién menos.

De momento los cielos, cargados de rayos y centellas, parecen haberse abierto sobre la cabeza de Álvaro García Ortiz, que es solicitada –la cabeza; en bandeja de plata, como manda el protocolo desde Herodes y Salomé– por todos los conservadores, incluidos muchos jueces y fiscales; mientras que el gobierno y sus apoyos, incluidos igualmente muchos jueces y fiscales, le defienden también “a muerte”, porque no es una batalla judicial ni jurídica, sino política.

Nada que no hayamos visto ya más veces en pasacalles semejantes, pero sí hay una novedad: Álvaro García Ortiz va a pasar a la historia como el primer Fiscal General del Estado al que el Tribunal Supremo ha abierto una investigación por la filtración de esa “información sensible” que nadie (casi nadie) sabe a ciencia cierta quién filtró, aunque no resulta nada difícil suponerlo. Pero para que todo eso se aclare sería de lo más conveniente que bajase un poco el volumen de los aullidos, algo que sin la menor duda no ocurrirá.

Como suele decirse en estas fechas ya cercanas a la fiesta de Halloween, “haber elegido muerte”. Esto, a Álvaro García Ortiz, no le habría pasado si hubiese continuado ocupándose de los eucaliptos de Galicia, y de los incendios y de los bosques. En el pecado lleva la penitencia.

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La mangosta rayada (Mungos mungo) es un mamífero carnívoro que habita en la mitad sur del continente africano, más o menos del Sahara para abajo. Prefiere las sabanas a los humedales, pero si hay que vivir entre bosques y niebla, pues lo hace.

Es un animal muy inteligente, fuerte, ágil y rápido, que rara vez pasa de los 30 centímetros y que tiene un pelaje de color gris con unas características rayas oscuras en el lomo. Vive en grupos perfectamente organizados política y judicialmente, y se come, como es comprensible, a otros bichos más pequeños: lagartos, serpientes canijas, escorpiones, insectos y lo que a mano viene. Se distingue por su carácter más bien agresivo: ni siquiera los leones se atreven a pelear con una manada de mangostas cuando estas lo amenazan con sus afilados dientecillos jurídicos.

Pero hay algo muy curioso en el comportamiento de las mangostas: su servilismo. Se supone que es un animal ante todo independiente, pero a veces eso es mucho suponer. La intemperante mangosta mantiene una “relación especial” con los babuinos, por ejemplo, y también con los facóqueros, los “jabalíes verrugosos” de África.

Un babuino o un facóquero podrían partir en dos a una mangosta de un solo mordisco, pero no lo hacen porque el pequeño y temible animalejo gris les resulta útil. Trepa a la espalda de los simios o de los jabalíes y les quita las garrapatas que se refugian entre su pelambre, que les molestan muchísimo –algo propio de cualquier garrapata opositora– y a las que ellos no pueden alcanzar. La mangosta obtiene un evidente provecho porque se come las garrapatas, por lo visto muy nutritivas (por favor: no intenten esto en casa), y los poderosos animalotes beneficiados premian a la mangosta no metiéndose con ella, respetando a sus crías y a sus carreras, y manteniéndola en el cargo hasta que no queda más remedio.

Como es natural, los enemigos de los babuinos y de los facóqueros odian minuciosamente a las mangostas, que no se ocupan de ellos, y suelen echarles la culpa de todo lo que sale mal en la sabana. Pero así ha sido siempre. No se puede hacer nada.

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