Ana Rosa Quintana Hortal nació en Madrid (barrio de Usera) el 12 de enero de 1956. Es la segunda hija que tuvieron sus padres: José Antonio Quintana, viajante comercial, y su esposa, Carmen Hortal Prados. Ambos han fallecido ya. Una familia, pues, de clase media en un entorno en el que no era fácil sacar adelante la vida.
Dice Ana Rosa de sí misma que de pequeña salió “empolloncita” en los estudios, lo mismo en el colegio que en la Facultad. Quienes la conocieron entonces dicen que ha cambiado poco. Siempre fue guapa, estilosa, discreta sin llegar a la severidad, alegre sin ser tampoco la tarasca de las fiestas. Desde luego simpática. Tenía, y tiene, un punto sentimental: es maternal, protectora, leal con sus amigos al menos hasta que deja de serlo (o hasta que dejan de ser amigos) y, esto sobre todo, extraordinariamente ambiciosa. Desde chiquilla. Quizá no siempre tuvo claro a dónde quería llegar, pero siempre supo que llegaría y que no le temblaría el pulso en el trayecto. Era como una flor deliciosa y natural que encanta a quienes la ven, pero que oculta algo. Quizá espinas. Quizá no.
Estudió Periodismo en la Universidad Complutense de Madrid. Se licenció en 1980, con 24 años. Tardó más de lo normal porque dedicaba las mañanas (sigue diciendo ella) a ayudar a su padre en su trabajo. La carrera de Periodismo, como dijo el ilustre maestro de periodistas Jesús de La Serna, proporciona una cultura muy ancha… pero muy delgada; es el periodista quien ha de encargarse de engrosarla y fortalecerla. Ana Rosa no lo hizo. No es una mujer de grandes lecturas ni está especializada en ninguna de las grandes áreas del conocimiento. Sus primeros pasos los dio, gracias a Luis Ángel de La Viuda, en Radio Nacional de España (le acompañaba su voz, muy hermosa y cálida, de contralto) y pronto en Radio Intercontinental: las por entonces célebres “chicas de la Inter”. Es curioso que dedicase algún tiempo a ejercer, en la radio, el muy noble y muy leal oficio de pinchadiscos.
Ana Rosa tenía buena presencia, naturalidad y sabía hablar. Eso hizo que apareciese muy pronto en televisión: fue en 1982, presentando el informativo de la noche de TVE junto al legendario Alberto Delgado, un hombre especializado en asuntos parlamentarios y uno de los rostros televisivos de la Transición. Ana Rosa era allí el contrapunto “amable” frente a lo farragoso de la información parlamentaria. Lo hizo muy bien.
El problema fue el amor. Ana Rosa se había colado por otro periodista, el leonés Alfonso Rojo, a quien su oficio de corresponsal llevó a Nueva York. Era 1983. Ella puso en práctica las enseñanzas del bolero, “Si tú me dises ven / lo dejo todo”, e interrumpió su propia trayectoria profesional para viajar a la Gran Manzana. Hacía cosas para la cadena COPE y para la recién nacida revista Tiempo, que dirigía Julián Lago. Poco después nació Álvaro, el hijo del matrimonio. Y algo más tarde la pareja se separó. Ana Rosa se volvió a Madrid.
Durante varios años se dedicó a la radio. Hizo un poco de todo y en diversas cadenas: programas musicales, magazines, informativos en una Antena 3 en la que había poca gente; incluso llegó a hacer de “tertuliana” (entonces apenas se usaba ese término) en Radio Voz.
Y en 1994, cuando ella tenía 28 años y cada vez más soltura, se produjo su regreso a la televisión. Fue en Telecinco y en un curioso programa que se llamó Veredicto. El formato había tenido éxito en otros países y volvería a tenerlo, sobre todo en Latinoamérica. Se trataba de un espacio de leves aromas judiciales en el que dos partes (gentes del común, personas corrientes y a veces hasta con gracia) trataban de dirimir sus diferencias en asuntos tan sorprendentes como quién se había comido el gato de quién o por qué estaba bien (o no) que a la presentadora se le regalase una báscula o una gallina. Se trataba, en realidad, de un programa de humor o de frikis, tan típico de la cadena desde su implantación en España. La presentadora era Ana Rosa, desde luego, y al final aparecía un juez de verdad (jubilado) que trataba de poner paz entre los supuestos contendientes. La gente se reía y funcionó durante un año. Luego lo cambiaron por otra cosa parecida que se llamaba Nunca es tarde.
Pero Ana Rosa aprendió en Veredicto algo fundamental: su estilo ante las cámaras. No se trataba tan solo de conducir o presentar un programa, eso podía hacerlo mucha gente. El éxito llegaría cuando ella misma fuese la protagonista indiscutible del programa, cuando aquel espacio fuese su espacio. Ahí, en el protagonismo, descubrió Ana Rosa la lámpara de Aladino que la ha mantenido en primera línea durante casi treinta años y que le ha hecho sobrevivir a las peores catástrofes. Que las ha habido.
Otra cosa aprendió Ana Rosa en Telecinco: la audiencia no es lo más importante sino lo único importante, y en el combate por el liderazgo de las franjas horarias no hay amigos y no se hacen prisioneros. Vale prácticamente todo. La crueldad y la traición son méritos, no defectos. Esa ley inexorable va aliñada por un elemento también fundamental: el dinero, que sí mueve montañas, mucho más que la fe.
Ana Rosa Quintana llegó a la cumbre, donde se ha mantenido desde entonces, a base de hacer “magazines” en los que había absolutamente de todo: política, muchísimo corazón, sucesos a veces siniestros y tratados de una manera que a muchos parecía vergonzosa, pero que mantenían a la gente pegada al televisor: de eso se trataba y de nada más. Y ella, la directora o presentadora o como se la quisiese llamar, pero siempre ella, Ana Rosa, era el alma de la fiesta, el impulso que lo movía todo, la reina de corazones en aquel país de las maravillas.
La audiencia no es lo más importante sino lo único importante, y en el combate por el liderazgo de las franjas horarias no hay amigos y no se hacen prisioneros
Dejó a Telecinco por Antena 3, traición imperdonable para cualquiera pero no para ella. Estuvo allí siete años. Tuvo diversos programas a los que, sabiendo quién mandaba y quién atraía a la audiencia, puso su propio nombre: Sinceramente, Ana Rosa Quintana; Extra rosa (con Rosa Villacastín) y varios más. Cuando su fórmula dio señales de agotamiento, en 2004, se volvió a Telecinco y provocó casi una guerra civil con María Teresa Campos, que era la “reina” en aquellos predios. Le llovían los premios. Estaba en todas partes: lo mismo transmitía la proclamación de Felipe VI como rey de España que conducía programas de un feminismo light o “informaba” de sucesos con un método que fue muy mayoritariamente motejado de carroñero. Eso sucedió con el caso de Mari Luz Cortés, en el que Ana Rosa llegó a ser objeto de imputación judicial por su comportamiento (al final, la causa fue archivada), con el asesinato de los niños Ruth y José Bretón y con varios más.
Pero cuando eres la reina del chantecler y nadie puede contigo hay una enfermedad que amenaza siempre: la sensación de impunidad, la creencia de que puedes hacer lo que te dé la gana. Eso afecta lo mismo al Rey que al roque, al presidente de una escalera de vecinos que al deán de la catedral de Santiago. Y Ana Rosa no se libró de ese virus.
Mujer de no muchas lecturas, como se ha dicho, pero muy desparpajada y echá p’alante, tuvo la ocurrencia de escribir un libro que se titularía Sabor a hiel. Pero escribir un libro es muy difícil y lleva mucho tiempo. Eso no la arredró. Recurrió a un excuñado, un hermano de su primer marido, que se llamaba David Rojo, y vino a proponerle: escríbelo tú que lo firmo yo y ganarás mucho dinero. Ni muchísimo menos es el primer “famoso” que hace eso (los negros de Donald Trump viven como duques, por ejemplo), pero Ana Rosa calculó mal los afectos. El que ella conservaba por su excuñado era, sin duda, mucho mayor que el que él sentía por la periodista. Rojo se dedicó a sembrar el libro de frases sacadas de otros textos ya publicados y bastante conocidos: obras de Danielle Steel o de Ángeles Mastretta. Aquello “cantaba” que ni el Orfeón Donostiarra y el mundillo literario no tardó en darse cuenta. Era un plagio como una catedral. Se rieron de ella. Muchos. Y muchísimo.
Lo peor fue que Ana Rosa se empeñó en justificar su latrocinio literario (que ni siquiera era suyo sino de su malévolo cuñao) como un “error informático”, excusa infantil que puso las cosas todavía peor. Por un tiempo se ganó el sobrenombre de “Plagiarrosa Quintana”. Al final, la editorial (que era Planeta) cortó por lo sano y retiró el libro del mercado. Muchos pensaron que el prestigio de Ana Rosa no sobreviviría y que la hermosa flor sonriente se estaba quedando sin pétalos.
No fue así. El tiempo lo cura todo y hace que todo se olvide, a pesar de las hemerotecas. Aquello sucedió hace muchos años. Hoy, Ana Rosa Quintana es la presentadora mejor pagada de Telecinco, con un sueldo de entre tres y cuatro millones de euros. Tiene una corte de ayudantes que la adoran y una constelación de empresas que se ocupan de los más variados asuntos, casi siempre con éxito. Fundó su propia revista del corazón. Ha recuperado el amor de su numerosísimo público después de superar un cáncer de mama que la mantuvo alejada de los platós durante meses. Y sigue en la cresta de la ola, después de casi dos décadas y media.
Ahora, después de anunciar el final del gran éxito de su vida (El programa de Ana Rosa), anuncia que en septiembre regresará con una nueva versión de su infalible y ya veterana fórmula: TardeAR, esta vez en horario de tarde.
“Los muertos que vos matáis gozan de buena salud”, dijo Juan Ruiz de Alarcón. A esta mujer la han matado ya demasiadas veces. Todas mal.
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El apio bravo (Oenanthe crocata), también llamado en español aciguta, cañahierro, cañiguerra o nabo del diablo, es una planta de la familia de las apiáceas muy común en el oeste de Europa y en la cuenca mediterránea. Es una planta perenne y fuerte que puede llegar al metro y medio de altura.
Tiene unas poderosas raíces tuberosas que parecen zanahorias, unas grandes hojas verdes a ras de tierra y una flor sencillamente maravillosa: decenas de pétalos blancos con pintitas amarillas o rosadas. Una preciosidad. Transmite una sensación de dulzura, de bondad, de paz y de sosiego poco frecuente entre las flores silvestres, al menos las de su tamaño.
Pero esa apariencia no es del todo real. Toda la planta, pero especialmente las delicadas flores y las raíces en forma de rábano o zanahoria, están repletas de un veneno llamado enantotoxina. En Escocia y en Cerdeña, hace tiempo, se solía confundir al apio bravo con la chirivía (Pastinaca sativa), que se le parece y que sí es comestible, y la gente caía como moscas.
Dato curioso: la toxina del apio bravo hace que se relajen los músculos de la cara y que el rostro del cadáver ofrezca una extraña sonrisa, que en Cerdeña dio origen a la expresión “sonrisa sardónica”. La gente moría envenenada pero aparentemente contenta, como si estuviesen viendo un magacín matinal por televisión.
Hay que tener cuidado con el apio bravo. Parece una cosa pero luego es otra.
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