Ángel Víctor Torres Pérez nació en Arucas (Gran Canaria) el 30 de marzo de 1966. Es hijo de Bonifacio Torres, a quien todo el mundo ha llamado siempre Fafo, y de su esposa, fallecida cuando Ángel era un niño. Una familia humilde que, como tantas otras, construyó su casa casi con sus propias manos en el entonces humilde barrio de La Goleta. Gente de tradición republicana e izquierdista, ya desde los abuelos: hubo entre los Torres y sus parientes represaliados y encarcelados durante la dictadura. Algunos amigos de la familia acabaron asesinados y en las cunetas. Eso marcó al muchacho.
Su padre, a pesar de sus ideas políticas, decidió matricularlo en un colegio de curas. Por entonces se pensaba, con o sin razón, que los curas “metían en cintura” a los críos y sacaban de ellos cosas que la enseñanza pública no lograba sacar, quizá por falta de medios; Arucas, en los 70, no era precisamente Nueva York. Pero el joven Ángel salió listo e, irreparablemente, “de Letras”, como se decía entonces. Alto, espigado, con una cara de niño grande que nunca se le quitó y que hizo que, andando el tiempo, decidiese dejarse barba para ver si así le tomaban más en serio (lo mismo que Julio Cortázar); para él, cualquier momento era bueno para jugar un rato al balón con los chavales del barrio, pero todavía le gustaba más leer. Llevaba a todas partes una sonrisa llena de dientes que ni podía ni quería ocultar su forma de ser: un tipo sincero, alegre, algo tímido, muy estudioso sin llegar a empollón y de una fidelidad eterna a sus amigos de la infancia, que conserva hoy. Por decirlo de una vez: un buenazo con el que era difícil llevarse mal.
La fe inquebrantable que siempre ha tenido en él su padre resistió incluso una decisión difícil del muchacho: estudiar Filología Hispánica, carrera que, como se decía entonces, tenía menos salidas que un callejón. Pero era lo que le gustaba. Se licenció en la Universidad de La Laguna en 1989. Hizo los cursos correspondientes y sacó el doctorado en 1991. Su tesis doctoral es muy llamativa: “Aproximación al tema del Horror en la cuentística de Horacio Quiroga”, espléndido escritor uruguayo que se suicidó (lo mismo harían sus tres hijos) más o menos cuando nació Bonifacio, el padre de Ángel.
Este tenía 25 años e hizo casi lo único que podía hacer: los cursos de capacitación pedagógica (el célebre CAP), las inexorables oposiciones y convertirse en profesor de Lengua y Literatura en varios institutos. Quien lo probó lo sabe: ese trabajo otorga una facilidad de palabra y una costumbre en el trato humano (con adolescentes) que puede resultar utilísimo cuando uno se mete en política.
Porque a Ángel le gustaba la política. Eso era bastante común, y desde luego no mal visto, en aquellos años de la post-Transición a la democracia. Pero Ángel se tomó su tiempo: una vez apuntado al PSOE, ya pasaba de los 30 años cuando decidió empezar su carrera por donde la empieza casi todo el mundo que llega a algo: logró ser elegido concejal de su pueblo, Arucas, que en aquel momento (el cambio de siglo) ya pasaba de los 30.000 habitantes. En 2001 los socialistas le eligieron secretario general de su Agrupación y dos años después, en 2003, se convirtió en alcalde.
Pintaba. Ya había publicado su primer libro de relatos, “Retales de un tiempo difuso”, título típico del muchacho muy leído y algo sentimental que se estrena como escritor. Lo perpetró a los 24 años y ya se lo sabía todo sobre Pessoa. Y sobre mucha más gente.
Arucas es, políticamente, un reflejo bastante exacto de la mayor parte de las Canarias: suele gobernar el PSOE a no ser que el PP llegue a acuerdos con los nacionalistas canarios, cosa nada rara; en esos casos los socialistas, aunque hayan sacado más votos que el PP, se van a la oposición. Eso le pasó a Ángel en 2007, cuando el pacto de los demás le sacó de la Alcaldía, aunque la recuperó en 2011.
Pero en ese momento el alcalde Torres tenía ya la mirada puesta en otro sitio. La dimisión de Juan Fernando López Aguilar hizo que entrara, como sustituto, en el Congreso de los Diputados. Luego logró ser nombrado vicepresidente del Cabildo Insular de Gran Canaria gracias a un pacto del PSOE con los nacionalistas de Nueva Canarias.
En 2017 tuvo un golpe de intuición: apoyó a Pedro Sánchez en las famosas primarias del PSOE, cuando todo el mundo pensaba que iba a triunfar Susana Díaz. Pero venció Pedro y la estrella de Ángel Víctor Torres ganó brillo, seguramente gracias a sus buenas relaciones con José Luis Ábalos, entonces factótum (secretario de Organización) del PSOE. Y dos años después, en 2019, fue elegido presidente de Canarias con más de un cuarto de millón de votos, 25 escaños sobre 70 (diez más que antes) y, como de costumbre, gracias a un pacto entre varios partidos. El día de su toma de posesión fue cuando el hijo pequeño de Ángel, Miguel, que estaba con su madre en la tribuna de invitados, gritó un sonoro “¡Papi, papi!”, al ver a su padre convertirse en presidente. Bonifacio, el anciano progenitor, del nuevo mandatario, estaba emocionadísimo. Lo mismo que el ya fallecido Jerónimo Saavedra, otro de los apoyos de Ángel.
El mandato de Ángel Víctor Torres como presidente de Canarias fue terrible. No porque él lo hiciese mal, que no fue así, sino porque parecía que a aquel gobierno le había mirado un tuerto. El sonriente y bondadoso (pero astuto) presidente tuvo que lidiar, para empezar, con el devastador incendio forestal de Gran Canaria (agosto de 2019), que se llevó por delante más de 9.500 hectáreas de un bosque valiosísimo. Luego, sin tiempo para respirar, la quiebra de uno de los touroperadores más importantes para el turismo canario, Thomas Cook.
A renglón seguido se desencadenó la pandemia de la covid-19, que empezó precisamente por Canarias: Torres demostró una capacidad de previsión y de toma de decisiones que otros no tuvieron, y así él comenzó a pelear con el virus un mes antes que el resto de las comunidades autónomas. Él fue quien decretó el primer confinamiento, creó un organismo específico para gestionar el desastre, se cargó a quien se tuvo que cargar por incompetente y acabó fulminando a algunos colaboradores que vieron la oportunidad de “meter la mano” a cuenta de las famosas mascarillas. Demostró algo que ya se sabía: al presidente Torres le da urticaria la corrupción. Y pone en la calle a quien sea y del partido que sea. También del suyo, como demostró.
Pero es que después llegó la catástrofe del volcán de la isla de La Palma, uno de los mayores desafíos imaginables para un presidente autonómico. Después de semejante paliza, el PP y los nacionalistas pactaron (tras las elecciones de 2023) sacar a Torres de la presidencia y cambiarlo… por su antecesor, el nacionalista Fernando Clavijo.
Fue en ese momento cuando Pedro Sánchez decidió llamarle para que aceptase la cartera de Política Territorial y Memoria Democrática: al fin alguien que sabía bastante de ambas cosas, de la primera por su origen y de la segunda por su familia. Además: en un gobierno enfrentado a cara de perro con la oposición, con una polarización extrema de la vida política y con ministros muy “pendencieros”, hacía falta alguien que tuviese facilidad para llevarse bien con todo el mundo, que no descompusiese la figura y que aguantase provocaciones sin dejar de sonreír.
Quizá por eso fue Ángel Víctor Torres el designado para acudir en representación del Gobierno, el pasado 2 de mayo, a las celebraciones de la fiesta grande de la Comunidad madrileña, en la Casa de Correos de la Puerta del Sol: la zona cero del “territorio Ayuso”. Hay que suponer que lo echaron a suertes entre varios ministros y que el canario fue el que perdió. El año anterior había habido un rifirrafe vergonzoso con el ministro Félix Bolaños, a quien no se permitió el acceso a la tribuna de autoridades. Este año, con la temperatura política aún más alta, podía ser igual o peor. Hacía falta alguien con un carácter a la vez dulce y británico. Y ese era el ministro Torres.
En el libro de Daniel, en la Biblia, hay un pasaje parecido: cuando el profeta es arrojado a un foso con leones. Esta vez las “fieras” no permanecieron tan mansas como en el relato bíblico, pero el ministro Torres aguantó sin pestañear, y sin que le amainase ni por un segundo la sonrisa, las pullas, los insultos al presidente del gobierno y a otros, las chanzas y las miradas rencorosas de los (pocos) miembros de su partido, que esperaban que Torres se presentase allí con el alfanje desenvainado y dispuesto a la gresca. No fue así. No está en su naturaleza. Torres dio un ejemplo de saber estar y de comportamiento institucional. Desgraciadamente, eso se ha vuelto noticia. Por lo raro en unos y en otros.
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Las medusas comunes (medusozoa) son unos animales pelágicos, celentéreos y de cuerpo gelatinoso, dicho sea esto sin la menor intención de faltarles al respeto porque tienen un carácter terrible. Presentan forma de campana (muy bonita) y de ella cuelga un manubrio tubular. Pero no solo. Disponen, además, de unos tentáculos urticantes llamados cnidocitos que al rozarte o picarte, algo que hacen con pasmosa facilidad, provocan un daño sencillamente insoportable. Muchas son bioluminiscentes (despiden luz), pero eso, naturalmente, depende de lo que se pongan para salir.
Las medusas no son especialmente inteligentes, pero la verdad es que lo parecen. Tienen la malísima costumbre de presentarse en bandadas, hordas, rebaños o grupos de toda clase y condición que, en determinadas circunstancias meteorológicas (o políticas, por qué no), hacen completamente impracticable la vida normal en las playas donde todos vamos a bañarnos democráticamente.
¿Qué es lo mejor que se puede hacer con las medusas? Pues huir de ellas. Eso es lo más seguro. Porque hace falta mucha experiencia, mucha más paciencia y muchísima capacidad de aguante para meterte en una zona poblada de medusas (que sabes que son medusas, es difícil confundirlas con cualquier otra cosa) sin que te asalte el miedo o al menos pierdas la compostura. La picadura de las medusas, que luego suelen poner una adorable carita de inocencia, puede provocar la pérdida del conocimiento. O presuntas vacaciones de cinco días para, no menos presuntamente, reflexionar.
Los canarios (me refiero a los habitantes del archipiélago, no a los pájaros) tienden a ser especialmente hábiles en su trato con las medusas. Primero por la costumbre de verlas y esquivarlas, que para eso son isleños. Y luego por su proverbial buen carácter. Toda una lección en los tiempos que corren, ¿verdad?
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