España

Begoña Villacís y la difícil migración del ánsar de la tundra

El partido de Villacís, comenzó un lento y dolorosísimo proceso de implosión (aquí ya no es Shakespeare sino Edgar Allan Poe: El hundimiento de la casa de Usher) que prácticamente lo ha colocado en la lista de especies en peligro de extinción de las Naciones Unidas

Begoña Villacís Sánchez nació en Madrid el 4 de noviembre de 1977. Es hija de José Villacís González, economista, profesor universitario, escritor, funcionario del Estado y hasta grafólogo; y de su esposa, Marisol Sánchez Alonso, psicóloga y persona conocidísima en el mundo estudiantil madrileño porque es propietaria (o gestora) de una gran cantidad de pisos en los que se alojan estudiantes que llegan de fuera. 

La familia vivía en el barrio de Argüelles, a dos pasos del hermoso parque del Oeste. Clase media con tendencia a la media-alta y sin problemas económicos. Al contrario que su hermano Borja, que cayó pronto por los despeñaderos de la ultraderecha y dio mucho que sentir, Begoña salió una chica completamente normal. Muy inteligente, risueña, inusualmente atractiva para la media nacional, fue desde siempre deportista (fútbol, surf, correteos callejeros), rockera, habitual durante mucho tiempo a las noches de la Dosde (la plaza Dos de Mayo, en el barrio de Malasaña) y fan de grupos tan diversos como los Rollig Stones, Nirvana o Pearl Jam. Es vegetariana. Una de sus chifladuras desde niña son los animales: perros gatos, pájaros, tortugas, lo que sea. Anda por ahí una foto del padre Ángel García, revestido de pontifical y muerto de la risa, a punto de romperle la crisma de un hisopazo a Mika, el perro de Begoña, que lo lleva en brazos. Naturalmente, es en la parroquia de San Antón.

Dicen quienes la conocen que es una gran tímida. Pues cualquiera lo diría… Begoña, que sobre ser divertida y nocturna y enrollada (fue novieta de Carlos Baute cuando ninguno de los dos era conocido) era inteligente y responsable, estudió en el augusto y más que centenario colegio de La Salle en Chamberí. Pero a los quince años, cuando ya era la lectora compulsiva que ha sido siempre y le encantaban los libros de Saramago, hizo las maletas y se fue a vivir a Virginia (EE UU), en casa de una familia que la acogió. Se sabe poco de esa etapa de su vida salvo que su inglés, ahora, es perfecto.

Begoña, que sobre ser divertida y nocturna y enrollada (fue novieta de Carlos Baute cuando ninguno de los dos era conocido) era inteligente y responsable, estudió en el augusto y más que centenario colegio de La Salle en Chamberí

A los 18 años, sin sentar del todo la cabeza (esa fue su etapa “malasañera”), se puso a estudiar Derecho en la universidad privada y católica San Pablo CEU, donde su padre daba clase. Le fue muy bien. Se licenció en el año 2000. Entre una cosa y otra trabajó de empleada en Zara, lo cual la asemeja malísimamente a Tamara Falcó, pero es sabido que todas las comparaciones son odiosas y esta lo es con especial crueldad. Tras licenciarse hizo un master en lo que le gustaba: Asesoría Fiscal y Derecho Tributario, que cursó en la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid). Estaba más que lista para el mercado laboral jurídico en 2002.

No le costó mucho. Legálitas, hoy una de las mayores “empresas jurídicas” de España, estaba entonces empezando y la contrató para trabajar en su área de Derecho Tributario, Laboral y Mercantil. La carrera de Begoña parecía bien encauzada. Cometió algunos pecados de vanidad, como dejarse liar para algunas tertulias televisivas que necesitaban a alguien que diese bien en pantalla, que tuviese conocimientos y facilidad de palabra, y que supiese algo de Derecho. Se la pudo ver tanto en Las Mañanas de La 1 como en otras más feroces y ríspidas, que será mejor no mencionar. Begoña Villacís ya mostraba, por entonces, un talante conciliador, un sesgo conservador perfectamente civilizado (a pesar de las tertulias ríspidas) y, cosa curiosa, un infrecuente sentido común. Y era simpática. No chillaba.

Y entonces llegó el desastre. En alguna de aquellas tertulias, Begoña Villacís conoció a Albert Rivera, quizá ustedes lo recuerden, líder por entonces de un partido emergente que se llamaba Ciudadanos. Rivera no era Carlos Baute, para qué nos vamos a engañar, pero tenía una interesante caída de ojos… política. Se cayeron bien. Rivera propuso a Villacís que le ayudase en algunos asuntos complicados de impuestos locales. Begoña dijo que sí, que encantada, y se lo hizo gratis et amore. El resultado fue que Begoña Villacís se afilió a Ciudadanos a principios de 2015, no hace ni ocho años. Esa fue su primera migración: del prometedor mundo del Derecho en una empresa que se multiplicaba, a los pantanales de la política.

Muy pocas semanas después, estando Begoña seguramente distraída, se le apareció Santiago Abascal, quien le mostró (metafóricamente) un toro de Osborne, unas castañuelas y un escaño, y díjole: “Todo esto te daré si, postrándote ante mí, me adoras” (Mt. 4, 9-11). Vamos, que le propuso fichar por Vox. Pero Vox, entonces, era un partido minúsculo, folclórico y extraparlamentario al que apenas conocía nadie; Begoña Villacís decidió quedarse en Ciudadanos, partido que comenzaba su expansión nacional y estaba creciendo, que tenía un par de eurodiputados, que presumía de un espíritu liberal muy sensato y en el que nadie se había vuelto loco aún.

Villacís no llevaba ni dos meses en Ciudadanos cuando se presentó (obra y gracia de Rivera) a las primarias para elegir candidato a la Alcaldía de Madrid. Obtuvo 357 votos frente a los 230 de su adversario, Jaime Trabuchelli. Quiere esto decir que Ciudadanos, en aquel momento, aún se parecía un poco a lo que el recordado Joaquín Garrigues Walker decía del incipiente Partido Liberal español en la Transición: que su Asamblea General podría celebrarse en un taxi. Pero eso cambiaría pronto porque Villacís, que encabezó la candidatura “naranja” en las elecciones de mayo de 2015, obtuvo 186.000 votos y siete concejales. Ciudadanos fue la cuarta fuerza política de la capital de España, que gobernaría en ese mandato Manuela Carmena. Pocos estrenos más prometedores se han visto en este siglo, tanto el de Villacís como el de Carmena. Los de Abascal no llegaron a los 10.000 votos; pero, eso sí, superaron al Partido Animalista.

Villacís, en aquellos cuatro años en que fue portavoz de su grupo municipal, aprendió mucho y dijo algunas cosas muy sensatas sobre terrazas, por ejemplo, o sobre referendos ciudadanos, o sobre los horarios de las bibliotecas municipales, que permanecían cerradas los fines de semana… ¡en época de exámenes! Cuatro años después, en 2019, el viento cambió: Villacís obtuvo 120.000 votos más que en las elecciones anteriores y alcanzó los once concejales. Líder de la tercera fuerza municipal, fue nombrada vicealcaldesa por el nuevo regidor, Martínez Almeida, del PP, a cambio de su apoyo; pero ahí ya fueron necesarios los cuatro votos de Vox, que había despegado gracias a la indignación provocada en toda España por los secesionistas catalanes.

Pero entonces pasaron muchas cosas. Albert Rivera pareció enloquecer, decidió que su partido (liberal centrista hasta entonces) tenía que ser muchísimo más de derechas que el propio PP para así comérselo; el resultado fue que, en las elecciones de noviembre de aquel año de 2019, Ciudadanos pasó de 57 a 10 diputados, y Begoña Villacís pasó así a ser la última triunfadora del partido en el que no llevaba aún cinco años. También cayó la pandemia de la covid-19, que paralizó España durante muchos meses. Y sobrevino el shakespeariano golpe palaciego dentro del PP, que envió a Pablo Casado a las “catacumbas del Niágara”, como dijo algún chistoso, y que encumbró a dos figuras destinadas a chocar algún día: Alberto Núñez Feijóo, nuevo líder del partido, e Isabel Díaz Ayuso, la Leonor de Aquitania de la Comunidad de Madrid.

Ciudadanos fue la cuarta fuerza política de la capital de España, que gobernaría en ese mandato Manuela Carmena. Pocos estrenos más prometedores se han visto en este siglo, tanto el de Villacís como el de Carmena

Y lo último que pasó fue que Ciudadanos, el partido de Villacís, comenzó un lento y dolorosísimo proceso de implosión (aquí ya no es Shakespeare sino Edgar Allan Poe: El hundimiento de la casa de Usher) que prácticamente lo ha colocado en la lista de especies en peligro de extinción de las Naciones Unidas, junto al ajolote y al leopardo de las nieves. Sus votantes se han ido –se siguen yendo– o al PP o a la extrema derecha, en su inmensa mayoría.

Pero Begoña Villacís sigue teniendo, a día de hoy, el cargo de vicealcaldesa y once concejales en Madrid. Es el cargo más importante que conserva en todas España su partido, cuyo último congreso “refundacional” fue una pelea de gatos (de cada vez menos gatos) que hace pensar en lo peor para esa formación que, hace muy pocos años, fue un ventarrón de esperanza para varios millones de españoles.

Y Villacís, quizá por primera vez en su vida desde aquella caída de ojos (política) de Albert Rivera, ha perdido los nervios, que los ha tenido siempre muy tranquilos y muy frescos. Un día sale en la Prensa diciendo que no le disgustaría en absoluto ser una “corriente interna” dentro del PP, lo cual sonó como aquello de “el último, que apague la luz”. Begoña, estaba claro, levantaba el vuelo, o lo levantaría más pronto que tarde. De hecho, se había reunido con Elías Bendodo (del PP) pidiendo, sin más, ir en las listas del partido. O eso dijo el PP. Inmediatamente después, Díaz Ayuso le sacaba las uñas: “Aquí no tiene espacio (…) Lo mejor de Ciudadanos ya se vino conmigo”. Su compañero en Ciudadanos Edmundo Bal, viejo amigo, se ponía hecho una fiera con ella, sobre todo en twitter. Pero Alberto Núñez Feijóo decía que en el PP siempre habría sitio para la “gente buena”. 

Pregunta de los periodistas: “Begoña, ¿te vas a presentar por el PP?” Y ella, en vez de contestar lo que sin la menor duda le estaba pasando por la cabeza (“Y yo qué c… sé, hija mía, ¿qué quieres que te diga?”), se puso arúspice:

–Se sabrá en su momento.

Lo que se ha sabido en su momento es que el despegue se ha abortado cuando el avión ya estaba rodando por la pista y que Villacís ha optado por la filosofía de Parménides de Elea: “No me quedo en Ciudadanos porque nunca me he ido de Ciudadanos”, dijo. O bien “El ser es y el no ser no es”, que sentenció el filósofo griego. O todavía mejor aquello de “La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece que con razón me quejo de la vuestra fermosura”, célebre trabalenguas de don Quijote de La Mancha.

Sus once concejales, una de tres: o no están ni se les espera, o no se hablan entre ellos, o están buscando (estos sí, sin disimulo alguno) hueco en el PP. Porque les quedan poco más de tres meses de vida política. Y todos lo saben.

“Con lo bien que estaba yo” –se dirá ahora Begoña Villacís– “en Legálitas, caramba, sin meterme con nadie”. 

*     *     *

El ánsar de la tundra (ander serrirostris) es un ave anseriforme de la familia de las anátidas que vive en la tundra, tanto europea como siberiana. Es decir, es uno de los innumerables primos de los gansos que conocemos todos. Pero este es particularmente elegante: pardo grisáceo en diferentes tonos, con bordes blancos en las plumas coberteras de las alas.

Pájaro ni grande ni pequeño (no llega al metro de largo), muy fuerte y resistente, listo, audaz y disciplinado, tiene un instinto que durante miles de años se ha demostrado infalible para adivinar cuándo llegan los fríos terribles del invierno. Entonces forma bandadas numerosas y emigra hacia las regiones templadas, donde se alimenta y hace interesantes declaraciones hasta que llega la hora de volver a casa. Es, por lo tanto, un ave eminentemente migratoria.

Pero hay un problema. El cambio climático político lo está alterando todo rápidamente. Ni el PP ni el invierno son ya lo que eran. Los hielos árticos son cada vez más escasos y peligrosos, y en las tierras del sur han aparecido depredadores nuevos (los raposos ayusos, por ejemplo) que tienen muy mala leche y que se zampan a los ánsares en cuanto pueden. Nuestro buen pájaro duda, quizá por primera vez en su vida como especie. ¿Nos vamos o no nos vamos? Hará frío aquí en la tundra, sí, pero ¿cuánto? ¿Y si podemos aguantar? ¿Y si volamos a los humedales cálidos y allí se nos comen vivos, o no nos quieren, o están ya todas las listas hechas y no hay sitio? ¿Y si vivimos sin vivir en nosotros y luego acabamos muriendo porque no morimos? ¿Qué hacemos, chicos?

Dura vida la del ánsar de la tundra, muy dura. No hay nada peor para un ave migratoria que no saber lo que quiere hacer. O lo que puede hacer, que es cada vez menos a medida que avanza el frío.

Apoya TU periodismo independiente y crítico

Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación
Salir de ver en versión AMP