Hace cuatro años que dejé Benetússer. Aunque vuelvo siempre que puedo, dejé atrás a toda mi familia, mis amigos más cercanos, los amores que nunca fueron tales, los que lo fueron y salieron fatal y hasta a mis enemistades. Viví entonces ese momento vital propio de un universitario repelente: el de creerme mejor que el lugar donde nací.
Es viernes, 1 de noviembre. Me subo a un autobús a las 7:30 de la mañana en Méndez Álvaro. El destino es Valencia, desde donde intentaré acceder a la zona cero de la tragedia. La tarde anterior la paso ayudando en la calle Lucas Mallada a los chavales de Revuelta, los primeros que empezaron a organizarse en Madrid. Los nervios no me dejan dormir. Se me cae la casa encima. Estoy deseando abandonar el piso que comparto en esta jungla de alquitrán donde llevo la típica dolce vita impostada de un chaval que deja su pueblo para vivir en la gran ciudad.
Llegamos a Valencia con alguna retención de por medio, pero sin grandes sobresaltos. Me dice mi hermana por WhatsApp, cuando tiene cobertura, que estoy dando un disgusto enorme a mis padres por venir. Me da igual, aunque a ella solo le digo la palabra que más he mensajeado esta semana: "Tranquila".
De la estación de autobuses de Valencia engancho el primer taxi hasta el punto más cercano a mi pueblo. Después caminaré hasta mi casa. El taxista no tarda mucho en contarme su historia. Como en las grandes catástrofes que hasta entonces sólo había visto en películas y leído en novelas, todos tienen una. Dejo al taxista prácticamente gritando cuando me bajo. Carlos Mazón y Pedro Sánchez son sus dianas. Las de todos en realidad, como se vio en Paiporta el domingo.
Mi periplo hasta casa dura una hora. En ese lapso asciendo por el ya conocido como puente de la solidaridad. Un lugar que para mí, hasta ahora, no era sino el sitio en el que terminaba mi lamentable trote cuando salía a ‘correr’ un domingo tras un sábado de excesos. Tras pasar el barrio de La Torre, llega el momento que más temía: Benetússer. Marisa y Javier, unos amigos que viven en Sedaví pero que recorren estos días toda la zona para ayudar, me avisaron la noche anterior por videollamada. Estaban seguros de que me derrumbaría al llegar. Si no lo hago es porque los míos están bien.
Escatimaré en descripciones. No ayuda en nada y todos lo tenéis en vuestros móviles: muros de coches, calles totalmente llenas de barro (y de lo que el barro esconde), negocios y casas destrozadas. Mi primer destino es el Parque Alcosa, en el barrio de Alfafar pegado a Benetússer donde viven mis abuelos y mi tita Anita. La casa de mi tita es un bajo, así que poco que añadir si se tiene en cuenta que lo sucedido el 29-O fue un tsunami urbano.
Veo por primera vez a mis amigos, Xavi, Carla, Héctor y Salva, en casa de Anita. Nos ayudan a vaciarla de mierda unos voluntarios anónimos mientras mis amigos me ayudan a sacar los muebles. Antes, mi primer gran cometido fue destrozar a palazos una cajonera donde la tita escondía sus alhajas de oro. Por si los saqueadores quieren echar un ojo, ya es tarde, está a buen recaudo.
Unas horas después ayudo a aliviar de fango la comisaría del pueblo. Pau, uno de mis mejores amigos, es policía en el municipio de Carlet, a 35 kilómetros, pero está sirviendo aquí al no poder desplazarse por los estragos de la riada. Está totalmente destrozado, aunque hace por que no se le note. Me cuenta que cuando oscurece, sobre las seis, es mejor ir a casa porque hay mucho hijo de puta haciendo el mal.
Ya han pasado las siete cuando vuelvo a casa. Cenamos en casa de un familiar que vive en el tercero. Ella sí tiene luz, nosotros todavía no. Duermo como un lirón por primera vez desde el ya fatídico martes 29 de octubre.
Sábado 2 de noviembre
Voy a casa de mi amigo Carles, que lo ha perdido todo. Entre muchos amigos sacamos una cantidad ingente de fango de su casa. Víctor ha dado el aviso a su club de fútbol porque hacen falta muchas manos. Está destrozada. Pronto vienen dos chavales a ayudar que son tan determinantes como Courtois para el Madrid. Llegaron a España en el Aquarius, comenta Víctor.
En las pausas para el piti, entre lodo y polvo -si no pillamos todos el cólera va a ser de milagro-, el nuevo small talk, esas pequeñas expresiones que utilizamos como comodín para establecer conversaciones, es comentar lo increíbles que son los raspadores como herramienta para sacar mierda de las casas. De verdad, no os hacéis una idea.
Del mismo modo, las discusiones de pareja entre mis amigos que antes tanto me amargaban, ahora tienen un punto tragicómico, ya que versan sobre qué muebles van a la calle y cuáles se quedan a la espera de arregarlos. Una especie de Lista de Schindler del menaje del hogar que tendría gracia si no fuera todo tan triste aquí.
De cada esquina aparecen voluntarios a los que no conocemos. Ofrecen agua, comida, herramientas y hasta medicinas, como en el caso del Kolectivo del Parke, una asociación que gestiona el botiquín a mis abuelos. También ponen a su servicio las manos. Entran a la casa y, en un chasquido, reparas en lo muchísimo que acaban de ayudarte. Son, literalmente, los duendes del cuento del zapatero.
A la hora de comer, muchos se sientan en los portales o en los sofás que hay en la calle con el ánimo de Andy Dufresne en la prisión de Shawshank. Bocadillos, raciones preparadas y tabaco. Hay mucha gente joven y guapa: estoy seguro de que saldrán parejas. Sonrío, porque me alegraría mucho. Me recuerda a las inundaciones de Florencia que aparecen en la película de Marco Tulio Giordana. Cuando lo pienso me repito a mí mismo que soy subnormal, que esto no es una peli, así que vuelvo a empuñar la pala para sacar mierda. Perdón, pero es la descripción más precisa para referirse a esa pasta que lo recubre todo.
Con las personas que te daban pereza, con los que te has dado de hostias, con el profesor que te tenía manía o la tía que pasó de ti, ahora te abrazas y os recitáis mutuamente el poema de amor que cruza cada calle de la zona afectada: "¿Los tuyos están bien?"
Sobre las responsabilidades de la tragedia, que las hay, así como de las faltas de respeto, se podría pensar que la gente no está al tanto, pero lo está. No sé qué esperaban en Moncloa y en la Generalitat, pero, de ser ellos, de ahora en adelante me cuidaría mucho de aparecer por aquí. Nada aguanta más en el tiempo que la ira de quien lo ha perdido todo.
*Manuel Torres es politólogo y natural de Benetússer, una de las localidades valencianas arrasadas por la DANA.
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