Bruce Frederick Joseph Springsteen nació en Long Branch, un pueblo de Nueva Jersey (EE UU) el 23 de septiembre de 1949. Es uno de los tres hijos que tuvieron Douglas Springsteen, un conductor de autobús (entre muchas cosas más) de ascendencia irlandesa, y su esposa, Adele An Zirilli, de orígenes italianos.
En la vida de Bruce tiene una importancia capital la figura del padre. Douglas Springsteen era lo que los latinoamericanos suelen llamar un hijueputa como la copa de un pino. Un miserable amargado y cruel que solo era feliz cuando, al llegar a casa, se ponía con su six pack. Hoy la mayoría de la gente asocia esa expresión con esforzarse en hacer abdominales, pero para Douglas, católico irlandés al fin y al cabo, significaba trasegar cerveza (un paquete de seis latas) hasta quedar en un estado que a veces solo era lamentable y otras, con más frecuencia, agresivo y peligroso.
Bruce quería sinceramente a su padre (al fin y al cabo era el único que tenía), pero de aquel bestia solo recibía desprecios, insultos y golpes. Los intentos del chaval por ganarse el corazón de aquel tipo fracasaron uno tras otro. A veces, Douglas proponía (obligaba) al chico a “entrenar” con él, decía que para enseñarle a boxear; eso llenaba de ilusión al muchacho, que sentía que por fin su padre le hacía un poco de caso, pero lo cierto es que aquellos “entrenamientos” acababan siempre igual: con Bruce en el suelo, medio inconsciente, y con la cara ensangrentada a puñetazos. Solo al final de su vida se descubrió que Douglas padecía esquizofrenia paranoide. Y solo entonces, pocos años antes de la muerte de aquel malnacido, Bruce (ya rico y famoso) logró perdonar a su padre y reconciliarse con él. Más o menos.
El chaval fue un estudiante rebelde, conflictivo y matoncillo, cosa perfectamente explicable porque eso era lo que veía en casa. Estudió, sin el menor éxito, en varios centros de enseñanza que siempre terminaba por abandonar. No se graduó porque no le dio la gana.
Pero Bruce era, además de guapo, extraordinariamente inteligente y tenía un don que nadie, ni siquiera él, había detectado durante años: el de la música. Era apenas un crío cuando vio en la tele a Elvis Presley, que cantaba muy bien y que bailaba como si le estuvieran electrocutando. Y se dijo: eso es lo que yo quiero hacer. Él mismo se compró su primera guitarra, que le costó 18 dólares (es de esperar que, por aquel precio, aquel trasto tuviese por lo menos cuerdas); poco después su madre, su sacrificada y sufriente y adorable madre, pidió un préstamo y le compró una guitarra decente. Bruce aprendió a tocar él solo, echándole muchísimas horas encerrado en su cuarto mientras su padre, a pocos metros, berreaba que aquello era perder el tiempo y que el niño era un inútil que jamás serviría para nada. Que era exactamente lo que le pasaba a él.
Bruce empezó a tocar la guitarra en grupitos pequeños que actuaban en clubes. Pronto quedó claro que el muchacho, sobre ser muy atractivo, tenía una potente voz de barítono que manejaba bastante bien, y empezó a cantar. Eran los años finales de los 60. Además de la voz, tenía una presencia escénica casi magnética y madera de líder: empezaron a llamarle The Boss (el jefe) porque era infalible a la hora de conseguir que los dueños de los garitos les pagaran, cosa que muchos procuraban evitar. Por entonces conoció a personas que serían fundamentales en su vida: el guitarrista Steve van Zandt y el teclista Danny Federici.
Pero Bruce era The Boss por algo más: tenía una extraordinaria facilidad para escribir canciones, letra y música. Era muy bueno en eso. Con los años, alguien dijo que su talento como compositor no tenía nada que envidiar al de Cole Porter o al de Glenn Miller, aunque su estilo era totalmente diferente; otros, más tarde, llegarían a compararle con Chaikovski, lo cual puede parecer algo exagerado pero desde luego no del todo disparatado. En cualquier caso, un crítico de un periódico de San Francisco que les oyó tocar se quedó estupefacto y escribió que nunca había visto un talento como aquel, y además totalmente desconocido. Calificó a Bruce como un “compositor impresionante”. El chaval tenía entonces apenas 20 años.
Al hombre que había de cambiar para siempre la historia del rock and roll solo le faltaba un pianista del tamaño de David Sancious. Steve, Danny, David y Bruce formaron el núcleo duro, el comité central (hay que añadir al saxofonista Clarence Clemmons) de la que sería la archilegendaria E Street Band, que es a la historia del rock más o menos lo que la Filarmónica de Berlín es a la música de Beethoven.
En mayo de 1972, John H. Hammond, cazatalentos de la todopoderosa Columbia Records (que es a la música rock más o menos lo que la Deutsche Grammophon es a la música de Beethoven) se quedó de piedra, pero de piedra, al ver a aquel niño de 22 años que tocaba y cantaba sus propias canciones con una fuerza irresistible y que se comía el escenario él solo. Hammond dijo: “Quedé completamente conmocionado. Incluso más que con Bob Dylan, porque aquel chico tenía una fuerza que te golpeaba en cuanto abría la boca”. La comparación con Dylan tiene su explicación: lo que “los chicos de Springsteen” hacían entonces era un tanto folk, más que el rock que vendría después. Pero firmaron con Columbia.
Pasó lo contrario de lo que pasa muchas veces: que la crítica quedó fascinada, pero el público no. El histórico primer álbum de Bruce con la E Street Band, Greetings from Asbury Park, N.J., deslumbró a los especialistas pero no se vendió mucho. Era cuestión de esperar.
Bruce ya había pasado por uno de los tragos más amargos de su vida. A los 19 años, no es que se fuese de casa; es que le abandonaron. Douglas, el padre, agarró a su señora y a las dos niñas y se largó a vivir a California. Bruce se quedó en Nueva Jersey con la nevera vacía, sin medios para ganarse la vida y una guitarra por todo patrimonio. Las pasó canutas, pero además de la guitarra tenía un tesoro colosal: su talento como músico y como compositor. La gente alucinaba cuando le escuchaba cantar: “Papá trabajó toda su vida, solo para sufrir / Ahora camina por estas habitaciones vacías, buscando alguien a quien culpar / Heredas los pecados, heredas las llamas, / Adán crio a Caín". Bruce no volvió a ver a su padre durante años. Pero su sombra negra jamás le abandonaría. En cuanto pudo pagárselo fue él, Bruce, quien empezó a frecuentar psiquiatras y a tomar antidepresivos. Lo lleva haciendo desde hace décadas.
El estallido de la gloria llegó en 1975 con un álbum magistral: Born to run. “Fue como si escuchase música por primera vez”, escribió el venerado crítico y productgor Jon Landau. El disco fue una deflagración. Estaban en todas las radios. Los y las fans se multiplicaban como setas después de la tormenta. Llegó la primera y agotadora gira por todo el país. Bruce fue por primera vez portada de las revistas Time y Newsweek.
Sería sencillamente interminable detallar la escalofriante carrera de los éxitos resonantes de Bruce Springsteen. El músico pasaba del folk al rock o al rythm & blues, de Darkness on the Edge of Town a la deliciosa e intimista Nebraska, que grabó él solo en el cuarto de su casa con un cacharro de cuatro pistas. Daba lo mismo. Los éxitos podían ser mayores o menores, pero no cesaban. Bruce, además, sacaba la inspiración de su vida, de lo que había vivido, de lo que veía, del deterioro de la clase obrera, de la añoranza por la familia, del dolor inextinguible por el desprecio de su padre. Y todo el mundo le entendía.
En 1984 entró definitivamente en la gloria gracias a un álbum histórico: Born in the USA, que criticaba el trato que habían recibido los veteranos de Vietnam; pero alguien decidió usarla en la campaña electoral como “himno patriótico” y Ronald Reagan fue reelegido por una impresionante goleada… con la música de Springsteen.
Que era progresista. ¿O no lo era? ¿O cuánto lo era? Se había convertido en un fenómeno mundial que vendía decenas de millones de discos, lo cual tuvo como consecuencia inevitable que los unos y los otros tratasen de apropiarse de su figura y de sus canciones. Nadie se dio cuenta, o por mejor decir nadie quiso darse cuenta de que aquel mozallón tan atractivo, con camisas sin mangas (o muy seductoramente arremangadas) y con una voz irresistible era, sencillamente, indomesticable. Contaba y cantaba lo que quería. No había forma de domarlo ni de someterlo. Era demasiado grande ya. En 2004, con Vote for change, se puso abiertamente de parte de los demócratas y contra la deriva hacia la ultraderecha, cada vez más peligrosa, de los republicanos. Pero era un caballo libre. No estaba, en principio, de acuerdo contigo. Tú tenías que estar de acuerdo con él.
En 2012 publicó otro álbum legendario: Wrecking Ball, dedicado a la memoria del gran Clarence Clemons. Los viejos amigos empezaban a irse. También había fallecido Danny Federici. El único que parecía incombustible y que se había convertido ya en una figura mundialmente respetada y admirada era él, Bruce. El hijo del loco Douglas. El que tocó en la investidura de Barack Obama, el 20 de enero de 2009, ante más de 40.000 personas.
Ese es el mismo Obama que ya prepara el viaje a Barcelona. Lo mismo que el cineasta Steven Spielberg. Lo mismo que más de 110.000 personas que, en quince minutos, agotaron las entradas para los dos conciertos que The Boss (nunca han dejado de llamárselo) da en la ciudad, su preferida de entre todas las de España; el primero fue ayer (28 de abril) y el segundo es este domingo, 30. Tiene ya 73 años. Ha escrito más de 300 canciones, muchas de ellas obras maestras. Su repajolero padre se ha muerto ya. No le queda nada por demostrar. Pero sigue en lo más alto y sigue dando todo su esfuerzo para conseguir que la gente disfrute, piense, se emocione, tiemble. Y sea libre.
Es lo que ha hecho toda su indomesticable vida.
* * *
El caballo llamado Mustang es uno de los iconos nacionales de los EE UU. Dicen los tiquismiquis que en realidad es un caballo cimarrón, y bueno, es verdad: los mustang son descendientes de los caballos que llevaron a América los españoles, hace más de cinco siglos, y a los que llamaban “mustangos”, que procede de “mesteños”. Su origen es la raza andaluza o hispanoárabe.
En el siglo XIX, los Mustang (que apenas tenían depredadores) se multiplicaron de tal forma en las grandes praderas del centro del país que pusieron en peligro los pastos para el ganado. Hoy son especie protegida y, a lo que parece, bien protegida, porque corren por las llanuras casi medio millón de mustangs.
Sus características son muy llamativas. La primera, su indiscutible belleza. La segunda, su increíble fortaleza física: corren que se las pelan y no se cansan nunca. La tercera es su bravura. Y de ahí viene la cuarta, que es la más singular: son difíciles de domar. Tienen mucho carácter y, en el mundo de los caballos, son unos auténticos librepensadores. Los nativos norteamericanos (para entendernos: los indios de las películas) sentían por los Mustang auténtica veneración y un profundo respeto, y les consideraban su mayor tesoro; mantenían con ellos una relación casi fraternal, casi de igual a igual, y les agradecían que se dejasen montar. Vamos, que les convencían más que domarles.
Junto con el águila calva, el parque de Yellowstone y el oso Yogui, los Mustang son uno de los símbolos más universalmente reconocidos de Estados Unidos. Muchísimo más que la rata amarilla que lleva Trump en la cabeza, dónde va a parar.
Se lo han ganado, sin duda.
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