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Camila Shand y el aguante de la puya del altiplano

Camila Rosemary Shand nació en Londres el 17 de julio de 1947. Es la mayor de los tres hijos que tuvieron Bruce Shand, militar que luego se dedicó a los negocios con enorme éxito (importación de vino, entre otras cosas), y de su esposa Rosalind Cubitt, trabajadora social e hija de un barón, que no baronesa ella misma.

El afán de ciertos escribidores cortesanos y pelotilleros por convertir hoy a Camila en aristócrata o noble (que no lo es) les ha llevado a decir que una de sus bisabuelas fue amante del rey Eduardo VII, a principios del siglo XX. Si eso valiese como timbre de nobleza, hay que decir que aproximadamente la mitad de los británicos tendría hoy esa condición nobiliaria, porque el número de amantes de aquel rey fue, evangélicamente, “como las estrellas del cielo y las arenas del mar”. Así que no cuela.

Camila salió muy inteligente, despierta, alegre, brillante, vivaracha y con una notoria afición por la lectura. Su familia no sería noble pero sí estaba entre la high class del Reino Unido, y tenía mucho dinero. Eso hizo que la niña se educase en los mejores colegios: Dumbrells, el exclusivo colegio Queen’s Gate (donde no le fue demasiado bien), luego Suiza, luego París para aprender bien francés. Ya de mocita, su espléndida formación no pareció servirle de mucho: trabajó como secretaria y como recepcionista. Le chiflaba la equitación. Y salir de fiesta. Alguna vez llegó tarde al trabajo (y es de suponer que con cierta resaca) después de una noche larga y movida, y la despidieron. Pero le gustaban la jardinería, la horticultura, la pesca.

“Caramba, qué coincidencia”, debió de decirse Carlos Windsor cuando la conoció y se enteró de todo esto. No se ponen de acuerdo los exégetas sobre cuándo y cómo se produjo el feliz tropiezo. Pudo ser en un partido de polo, deporte favorito del príncipe. Pudo ser en Cambridge. Pudo ser en una fiesta nocturna, que es lo más probable porque esa actividad benéfica, la de salir a beber y a bailar para así fomentar la hostelería británica, era la que más tiempo ocupaba al joven Windsor. 

Eso y el ligoteo. La Prensa hablaba con toda claridad de “los ángeles de Charlie”, el nutrido enjambre de niñas monas que revoloteaban constantemente alrededor de Su Alteza en busca de notoriedad, de fotos o de un ratito de sudorosa intimidad, que era algo a lo que Carlos difícilmente se negaba. Él sabía que su deber era casarse y perpetuar la dinastía, pero era un príncipe veinteañero, no demasiado atractivo pero príncipe al fin y al cabo, y estaba claro que nadie le iba a decir que no. Así que hizo caso a su tío abuelo, el astuto e intrigante Louis Mountbatten, que le quería de verdad y que le dijo: “La chica apropiada ya llegará. Tú, mientras aparece, aprovéchate y disfruta todo lo que puedas”. Y vaya si lo hizo. 

Pero aquel cabecita loca inseguro, tímido en el fondo, sensible y sentimental no contaba con la aparición de Camila Shand. Tenían casi la misma edad. Les gustaban las mismas cosas (los caballos, el campo) y los mismos chistes. Ella era muy atractiva. Le hacía reír, cosa extraordinaria. Y, esto sobre todo, era todo un carácter que hacía con él no solo de amante (eso podía hacerlo cualquiera) sino de confidente y también de madre: le daba la seguridad, el afecto maternal que Carlos no había tenido nunca, porque la reina Isabel jamás mostraba sus sentimientos en público y rara vez en privado

Carlos se enamoró como un burro por primera vez en su vida. Eso debió de ser a finales de los años 60. En su grupo de amigos lo sabían todos, lo cual era peligroso porque la prensa sensacionalista andaba tras el príncipe como las hienas andan detrás de los antílopes. El problema es que a Carlos se lo notaba muchísimo el sofocón y la familia no tardó en darse cuenta. 

Carlos se enamoró como un burro por primera vez en su vida. Eso debió de ser a finales de los años 60. En su grupo de amigos lo sabían todos, lo cual era peligroso porque la prensa sensacionalista andaba tras el príncipe

Dijeron que no. Que había que cortar aquello, porque Camila no era “la persona apropiada” para ser futura reina. ¿Por qué? Pues por razones que hoy se antojan decimonónicas. Porque Camila no pertenecía, ni siquiera de refilón, a la nobleza. Y porque tenía “un pasado”; es decir, que había tenido sus ligues y ya no era doncella, por decirlo a la antigua. La reina madre, Isabel Bowes-Lyon, viuda del gran Jorge VI, se opuso de plano. El duque de Edimburgo, lo mismo. La reina Isabel también… pero menos, porque todavía adoraba a su hijo mayor, aunque no se lo demostrase, y no quería hacerle sufrir. El único que dejó caer un tímido “y por qué no” fue Louis Mountbatten. Pero quién hacía caso del bribón del tío Dicky, como le llamaban.

Pero tío Dicky fue, precisamente, el traidor. A las órdenes de la familia, se las ingenió para que, a finales de 1972, Carlos, que estaba enrolado en la Armada, fuese llamado para un viaje de ocho meses por las Indias occidentales a bordo de la fragata HMS Minerva. Ocho meses es mucho tiempo. Carlos suspiraba a bordo del barco, derretido de amor por su Camila (ella le había prometido que le esperaría) cuando llegó por cable la noticia: Camila, que tenía perfectamente claro que ella no era la “persona apropiada” y que nunca permitirían que fuese la esposa de su amor, anunció su compromiso matrimonial con otro chico de la “pandi”, Andrew Parker-Bowles. Un buen chaval, sosito, inocuo, que llevaba allí toda la vida y con el que ya había tenido algún tonteo, como hacían todos con todas en aquel grupo.

Carlos se hundió. Fue el peor momento de su vida. Sus compañeros en el buque aseguran que llegó a pensar en el suicidio. Pero jamás creyó que Camila le hubiese dejado por otro… por propia iniciativa. Él sabía cuánto la quería, pero también tenía clarísimo que ella le quería a él. Adivinó en seis segundos la conspiración de La empresa (“The Firm”, en inglés), que era como su abuelo Jorge VI llamaba a la familia real.

Así que hizo lo que se esperaba de él. Se tragó las lágrimas y siguió de fiesta en fiesta y de inauguración en inauguración. Lo de siempre. Un aburrimiento. Cuando la familia le insinuó que había por ahí una chica muy mona, Sarah Spencer, que era familia directa de una de las mejores amigas de su abuela Isabel, Carlos dijo que bueno, que bien. Pero hubo una trampa: la hermana pequeña de Sarah, Diana, apareció en una esquina disfrazada de arbolito para una función de teatro y le puso ojitos al príncipe. La criatura tenía 17 años y un aspecto angelical. Y no “tenía pasado”.

Carlos Windsor comenzó una relación casi espiritual con aquella niña trece años más joven que él y que parecía sacada de un libro de cuentos. La familia del príncipe estuvo no ya de acuerdo, sino vehementemente de acuerdo, sobre todo su padre. Pero hay algo que nadie quería saber, aunque todos (quizá menos la reina) lo sabían: Carlos aprovechaba cualquier ocasión para correr a los brazos y a las sábanas de Camila, a la que nunca dejó de querer. Ni ella a él. Jamás. Hay biógrafos que sostienen que se separaron una, dos, tres o cuatro veces: no es cierto. No se separaron nunca. Camila tuvo sus hijos con el sosito de Andrew Parker-Bowles y Carlos se comprometió con Diana, pero el día antes de la boda estuvo con Camila. Y Camila fue invitada a la espectacular ceremonia, en la catedral de San Pablo. Y Diana lo sabía. Y se la llevaban los demonios.

Diana, la dulce y bella y encantadora Diana, resultó ser peor que un cólico nefrítico. Sabía que su marido quería a otra. La princesita que encandilaba al mundo tardó menos de lo que tarda en enfriarse un té para encamarse con lo que pilló más a mano, por pura venganza, como su guardaespaldas de confianza: fue el primero de una larga lista. El matrimonio nació cadáver. Tuvieron dos hijos, Guillermo y Enrique; el primero salió a su abuela, serio y responsable, pero el segundo era igual que su madre: un tarambana sin seso que disfrutaba (y disfruta hoy) armando cataclismos con la prensa, a la que maneja tan bien como Diana.

La pérfida, manipuladora y popularísima lady Di intrigó cuanto pudo hasta lograr que la gente se creyese su papel de esposa inocente y engañada por su malvado marido y por la mil veces más malvada Camila. Todo era verdad… y todo era mentira, porque la cama de Diana se enfriaba muy pocas noches. Pero Camila ya era, a los ojos de los británicos (y de medio mundo) la mala. La fea. La vieja arrugada y perversa, como la madrastra de Cenicienta. La que había provocado, con su inmensa crueldad, el divorcio de Carlos y Diana. La que gastaba bromas de mal gusto por teléfono (que si las bragas, que si el támpax) con su amor, en grabaciones que fueron asquerosamente obtenidas y hábilmente difundidas.

La muerte de Diana en París, en accidente de tráfico provocado por los paparazzi (agosto de 1997) puso en serio peligro la seguridad física de Camila. La gente la odiaba, con todas las letras. Ya divorciada de Andrew Parker-Bowles, no podía ir al supermercado a hacer la compra porque le tiraban cosas a la cabeza. Tuvo que esconderse durante mucho tiempo, algo difícil porque la Prensa puso sitio a su casa día y noche. Pero Carlos la quería y la necesitaba. Y también ella a él, más que nunca.

Carlos contrató a una especie de “mago” de las relaciones públicas, Mark Bolland, para que tratarse de “rehabilitar” la imagen de Camila. Porque, ahora sí, estaba decidido con toda su alma a casarse con ella. Les dijo a sus padres casi lo mismo que el príncipe Felipe les dijo a los suyos cuando conoció a Letizia: “O me dejáis casarme con ella, o ahí os quedáis con la corona porque yo me largo”.

Quizá el príncipe de Gales subestimó a los británicos. Estos han estado siempre a favor de las hermosas historias de amor difícil. Cuando el tío abuelo de Carlos, el rey Eduardo VIII, se enamoró de Wallis Simpson y renunció al trono por ella, mucha gente estaba de su parte. Cuando la hermana de la reina, la princesa Margarita, se enamoró del capitán Peter Townsend, una gran mayoría de los ciudadanos estaba a favor de aquella boda… que nunca se celebró porque, para la familia real, Townsend tampoco era “la persona adecuada”. Carlos seguramente nunca se enamoró de Diana (lo dijo él mismo), pero sí lo hicieron nueve de cada diez británicos y cientos de millones de personas en todo el mundo.

Quizá el príncipe de Gales subestimó a los británicos. Estos han estado siempre a favor de las hermosas historias de amor difícil

Y en 1999, cuando los ya cincuentones Carlos y Camila salieron juntos de una fiesta de cumpleaños que se había celebrado en el hotel Ritz de Londres, delante de más de 200 fotógrafos, la gente dijo: “Aaanda. Pues va a resultar que se quieren de verdad. Qué bonito, ¿no?”. Y el público no tardó en cambiar el sentido de sus afectos. Se pusieron de parte de la pareja, porque era otro amor difícil. Que son los bonitos.

La reina Isabel, harta ya de melindres y de temores que tenían setenta años de viejos, se volcó con la eterna, madura y tantas veces humillada novia de su hijo. La cubrió de honores, como el ducado de Cornualles. Se hizo acompañar por ella en ocasiones singulares. La aceptó sin la menor reserva. Acabó diciendo que era “su sincero deseo” que Camila, cuando Carlos llegase al trono, fuese considerada “reina consorte”, como lo habían sido su madre (Isabel Bowes-Lyon) y su abuela, la tremenda y estirada María de Teck. Algo inimaginable tan solo 25 años antes.

La única dificultad eran los chicos. Carlos pidió casi permiso a Guillermo y a Enrique para casarse con Camila. Guillermo dijo que sí y dijo la verdad. Enrique dijo que sí y mintió como un bellaco: cortito de luces como ha sido siempre, odiaba a aquella mujer arrugada por la sencilla razón de que no era su mamá. Y no le mimaba.

Camila, más callada que nunca en esos años (y en los siguientes), se casó finalmente con Carlos el 10 de febrero de 2005, después de casi 35 años de amor constante más allá de la familia, que habría podido decir Francisco de Quevedo. La reina no asistió al enlace civil pero sí a la ceremonia religiosa, y estaba feliz: por fin Isabel II sabía que se estaba poniendo de parte de los buenos.

Tras el fallecimiento de la anciana y abnegada Isabel, Camila será coronada hoy mismo, sábado 6 de mayo de 2023, reina consorte del Reino Unido, junto a su esposo Carlos III, en la abadía de Westminster. El auténtico, mágico, espectacular y ejemplar cuento de hadas no era el de Diana y su boda, como se repitió millones de veces, sino este: el del amor que triunfa frente a todas las adversidades. Y una de las mayores adversidades del mundo puede ser, como es bien sabido, la familia Windsor.

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La puya de Raimondi (puya raimondii), también llamada titanca, es una planta muy rara y endémica del altiplano peruano. Solo aparece a partir de los 3.800 metros de altitud, lo cual sin duda explica su escasa popularidad como planta de jardín o decorativa: hay que irse a vivir allá arriba.

Es una planta muy grande (puede llegar a los doce metros de altura), pariente tanto de los cactus como de la piña, cosa curiosa porque traten ustedes de cultivar piñas a casi 4.000 metros, verán lo difícil que resulta.

Es una planta singularísima: si nadie la corta ni la arranca ni la apedrea, puede vivir más de cien años y florece una sola vez. Esto sucede en las postrimerías de su vida. Se pasa un siglo entero allí quieta, derecha como una vela, esperando y esperando sin decir nada, hasta que un día, zas: revienta en miles de flores amarillas y blancas, y el espectáculo es sencillamente maravilloso. Y se dice a sí misma: “Ha merecido la pena”.

Después de su florecimiento (y por lo tanto de su reproducción), la puya del altiplano muere. Pero eso nos pasa a todos. Incluso a los que no hemos tenido tanto aguante ni tanta paciencia.

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