Carlos Lesmes Serrano nació en Madrid el 10 de junio de 1958, magnífico año. Es uno de los cuatro hijos de Antonio Lesmes Verde, médico ya fallecido, y de su esposa Sara Serrano Montero. Era una familia conservadora y Carlos, chico serio desde pequeño, recibió una esmerada educación católica en el colegio Maravillas, de los salesianos, en el barrio de El Viso. Hoy sigue siendo católico practicante y, casado con la enfermera Marieta Mansilla desde hace casi 40 años, tiene cinco hijos.
Que lo de Carlos Lesmes era el Derecho no lo dudó nunca nadie, y él todavía menos. Buen estudiante, se licenció por la Universidad Autónoma de Madrid en 1980. Primero preparó las oposiciones a Fiscalía, donde coincidió con otro jovencillo prometedor: Alberto Ruiz Gallardón. Aprobó en 1984 y ejerció como Fiscal, sucesivamente, en Alicante, Madrid y el Tribunal Constitucional. Pero en 1993 decidió cambiar de aguas e ingresó, también por oposición (en este caso a magistrado especialista en lo contencioso-administrativo), en la carrera judicial.
Ejerció durante tres años, en esa Sala, en la Comunidad Valenciana. Pero en 1996 entró en lo que se llama, técnicamente, situación de servicios especiales. Margarita Mariscal de Gante, ministra de Justicia bajo la presidencia de José María Aznar, nombró a Carlos Lesmes director general de la Oficina de Objeción de Conciencia. Así pues, durante cuatro años Lesmes ejerció un cargo de designación política, como también lo fue el siguiente: director general de Relaciones con la Administración de Justicia, con los ministros Ángel Acebes y José María Michavila. También estuvo allí cuatro años.
Cuando en marzo de 2004 el PSOE ganó las elecciones, con Zapatero al frente, el nuevo ministro de Justicia, Juan Fernando López Aguilar, prescindió de los servicios de Carlos Lesmes y este volvió a ponerse la toga. Regresó como magistrado a la Sección Octava de la sala de lo Contencioso Administrativo de la Audiencia Nacional. Llegó a presidir (bien es verdad que en funciones) la propia Audiencia Nacional durante unos meses, entre 2008 y 2009.
Pero en 2010, el discreto, elástico y trabajador Carlos Lesmes volvió a cambiar de ribera dentro del ancho río de la jurisprudencia española, lleno de afluentes, meandros, remolinos, rápidos, pozas y recovecos: obtuvo plaza en la Sala Tercera del Tribunal Supremo, que se dedica a la especialidad de Lesmes: lo contencioso-administrativo. Allí trabajó en el proyecto de reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial. Y el 11 de diciembre de 2013, el viaje del discreto magistrado llegó, por fin, a lo que parecía un remanso seguro en ese río: el Consejo General del Poder Judicial lo eligió como presidente de ese órgano y también del Tribunal Supremo. Su mandato era de cinco años.
Nunca ha ocultado su querencia conservadora (pertenece a la Asociación Profesional de la Magistratura), pero Lesmes es, ante todo, un gran jurista y un “técnico” que actúa con independencia, sin obediencias debidas ni disciplinas de partido. Como a todo el mundo, le han tocado casos espinosos. También como a todo el mundo, las cosas unas veces le han salido bien y otras no. Lesmes se opuso, por motivos estrictamente jurídicos, al indulto que el gobierno de Zapatero concedió al número dos de Emilio Botín, Alfredo Sáenz, y a que se retirasen sus antecedentes penales. En eso, que ocurrió en 2013, tuvo éxito. Su misma llegada al Supremo fue cuestionada por alguna compañera, que dijo que sus anteriores cargos políticos hacían dudar de su independencia como magistrado. El propio Tribunal aclaró que aquellos puestos habían tenido un evidente contenido jurídico y que la suspicacia de la compañera (que sí tenía, obviamente, motivaciones políticas) era excesiva e improcedente.
Lesmes también tuvo problemas cuando se mostró partidario que se impidiese la inscripción de Sortu en el registro de partidos políticos, algo que el Tribunal Constitucional tumbó. O cuando apoyó el indulto a cierto conductor kamikaze que, en 2003, provocó un muerto y un herido en la AP-7 (Valencia). Lesmes también perdió y tuvo que abandonar la ponencia del caso.
Como presidente del Supremo, Carlos Lesmes no se resistió a deslizar alguna velada crítica al Gobierno de Pedro Sánchez cuando éste impidió, por las bravas, que el Rey asistiese en Barcelona (como siempre ha hecho) a la entrega de despachos a una nueva promoción de jueces. Lesmes y el Rey hablaron por teléfono y uno debió de decir: “Me habría gustado estar allí”, y el otro contestaría “A mí también”. Esto levantó una sorprendente y bien organizada polvareda contra Felipe VI, vista con evidentes muy buenos ojos por el Ejecutivo y por su presidente. Pero eso sucedió hace casi exactamente un año, en septiembre de 2020. Lesmes, los magistrados del Supremo y los miembros del Consejo General del Poder Judicial llevaban ya 22 meses “en funciones”, con el mandato caducado.
Y ese es el problema. La independencia del poder judicial es una cosa que está muy bien, sobre todo para poder quejarse de que no la hay. Pero en un país con un más que obvio desequilibrio de poderes (el Ejecutivo tiende desde hace décadas a controlar los otros dos), en el que los partidos en liza tratan de fagocitarlo todo y controlarlo todo para llevar el agua del poder a su molino, la situación del Supremo y del CGPJ es un puro disparate.
El Gobierno de Sánchez, al menos sobre el papel porque en estos asuntos las cosas rara vez son lo que parecen, ha hecho cuanto ha podido para llegar a un acuerdo con el PP y renovar ambos organismos, esenciales para la democracia, que llevan casi tres años en situación de provisionalidad, interinidad, temporalidad o acampada. Pues no hay manera. Una y otra vez, el PP se ha negado, en unas ocasiones por unos motivos y en otras por otros, pero se ha negado. Pablo Casado, hace pocos días, condenaba a los magistrados del Alto Tribunal y a los jueces del CGPJ a lo que bien podría llamarse quesejodización (es decir: que se j…) del poder judicial, y citaba para ello, lúgubremente, nada menos que a Dante Alighieri en el Infierno de la Divina Comedia: “Lasciate ogni speranza”, abandonad toda esperanza de que demos nuestro brazo a torcer. Porque no lo haremos.
En los últimos días se cita el único precedente que existe de este desatino: el de 1996, cuando el entonces presidente del Supremo, Pascual Sala, terminó con ocho meses de retraso (ocho meses, no tres años) por las bravas: dimitieron él y otros cinco vocales del CGPJ, con lo cual el organismo no podía reunirse ni funcionar porque no había quorum suficiente. Los líderes políticos de entonces, Aznar y Felipe González, se sobresaltaron y llegaron a un acuerdo inmediatamente. Pero Lesmes y sus vocales, después de tres años, siguen sin tomar esa decisión.
Continúan chapoteando en un río que ya no tiene agua. Así que llevamos casi tres años incumpliendo flagrantemente la Constitución. Y Lesmes no deja de repetirlo: son los partidos políticos con sus intereses, sus querellas y sus venganzas, los que están erosionando el prestigio y hasta el funcionamiento del Poder Judicial en España. Otra cosa es que le hagan caso. Que no se lo hacen, desde luego.
La paciencia de la nutria
La nutria (lutra lutra) es un mamífero carnívoro de la familia de los mustélidos. No es un roedor, aunque a veces lo parezca. Sobre todo algunos. Pero es un mustélido, como las comadrejas, los hurones, las garduñas o los visones. No una rata de agua.
Porque las nutrias viven en el agua, necesitan el agua. Allí se alimentan, en sus inmediaciones se reproducen y colaboran indispensablemente al equilibrio de poder en la naturaleza. Tienen el cuerpo alargado, patas cortas, hocico chato, cráneo alargado, alguna vez toga y una paciencia, a lo que vamos viendo, asombrosa.
Nadan extraordinariamente gracias a su elasticidad, producto de una larga formación evolutiva. Disponen de un pelaje muy tupido y, en muchas especies, aceitado, lo cual las hace impermeables al agua y a la corrosión de los otros poderes del río; menos mal, porque sin la independencia que les proporciona ese pelaje, que les ayuda mucho a librarse de los depredadores (según las especies, estos son las anacondas, los jaguares, las orcas y sobre todo los humanos de todos los partidos), tendrían verdaderos problemas.
Son las nutrias animales muy inteligentes pero en algunos casos, por desdicha, fáciles de domesticar. Tienen, como especie, dos grandes problemas. Uno es que su piel sigue siendo muy cotizada para hacer abrigos, lo cual las hace objeto de tan intensa caza en algunos países que llegan a rozar la extinción democrática. Rusia, por ejemplo.
El otro problema es que, quizá por las vicisitudes del cambio climático-político, en no pocas ocasiones se quedan sin agua en la que vivir. Esto las nutrias lo entienden con gran dificultad. A los políticos, por ejemplo, les da por construir un embalse río arriba y el nivel del río desciende. Tienen entonces las nutrias que esperar a que el agua regrese y puedan seguir con su importantísimo trabajo de nutrias, pero en algunos casos los políticos del embalse no saben o no quieren (todo por reventarse la vida unos a otros) ponerse de acuerdo en quién tiene que accionar la llave del agua. Y las nutrias, aparte de cabrearse mucho, adelgazan, trabajan menos, su pelaje pierde vistosidad e impermeabilidad (y, por lo tanto, independencia) y no saben qué hacer, porque sin agua no pueden sobrevivir. Se han documentado casos en que esa situación de agonía ha durado ocho meses… y hasta casi tres años.
Una solución sería que las nutrias se pusiesen de acuerdo para largarse de ese río y buscar otro. Ya se han dado casos. O bien que viajasen río arriba, más allá de la presa, y se dedicasen a defecar y orinar (sus excrementos son muy ácidos en algunas especies) en el agua que injustamente atesoran los constructores del embalse, como si fuese suya; y no lo es, porque en esa agua vivimos todos.
Pero ya hemos dicho que las nutrias son animales pacientes, quizá en exceso, y bondadosos, quizá en demasía también. Y no hacen ninguna de las dos cosas: ni se van ni contaminan el agua que les quitan. Y así les luce el pelo. Bueno, a ellas y a todos los demás.
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