España

Carlos Mazón y las capacidades del 'rat penat'

'Rat penat' es como los valencianos llaman al murciélago, un animal que les trae suerte y parece protegerlos

Carlos Arturo Mazón Guixot nació en Alicante el 8 de abril de 1974. Es el primogénito del ilustre hematólogo Carlos Mazón Iborra, ya fallecido, y de su esposa. El doctor Mazón Iborra es muy recordado por haber sido el fundador del primer banco de sangre de Alicante (1971), vinculado a la Cruz Roja, y por haber cuidado durante muchos años de las transfusiones en la plaza de toros de la ciudad y en otras plazas vecinas. Se daba por hecho que el pequeño Carlos, hijo y nieto de médicos, seguiría la tradición familiar. Pero no hubo manera. El chico salió conservador y religioso como sus padres; trabajador, estudioso y (relativamente) serio, también como sus padres, pero de la medicina no quería saber nada.

Hasta llegar a la universidad, estudió todo en el colegio privado católico Jesús María Vistahermosa, vinculado a la fundación San Pablo CEU, de la capital alicantina. Era un niño guapete, alegre y risueño, que disfrutaba mucho los veranos en el (también privado) complejo Vistahermosa y en las playas de San Juan y del Postiguet. Como estudiante, estuvo siempre en la zona media-alta de la tabla. No era ni un tonto ni un genio, sino un niño normal. Ya de chaval pasó algunos veranos en Brighton y en Wisconsin, aprendiendo inglés. Viajaba con su padre a Lourdes, donde el doctor Mazón ejercía de médico. Eso le impresionaba mucho.

A los 18 años (estamos hablando de 1992) Carlos hizo tres cosas. La primera, matricularse en la Universidad de Alicante; pero no en la facultad de Medicina sino en la de Derecho, lo cual provocó el disgusto de su padre. La segunda, afiliarse al Partido Popular, que entonces presidía José María Aznar. Y la tercera, empezó a formar grupos de música.

Pasemos rápido por esta parte de la biografía de Carlos Mazón, será lo mejor. Al chico le gustaba la música. Había participado, de niño, en los festivalitos de la canción que se organizaban en su club de vacaciones, el Complejo Vistahermosa. Hace pocos años aseguraba que tenía estudios de solfeo y de piano, y que se defendía con la guitarra; no hay motivo fundamentado para dudar de su palabra. Pero no hay más que oírle cantar para advertir que tenía una voz corrientucha, abaritonada con problemas para los agudos, y que de oído andaba… pues miren ustedes, pues muy justito. Quizá ignorante de lo limitado de sus condiciones, se empeñó en formar grupos juveniles que tocaban por ahí. El más nombrado se llamó Marengo y tenía geometría variable: lo normal es que fuesen tres pero podían ser más. Un grupo de muchachos que, para cantar, se vestían muy decentemente, de traje marrón sin corbata (o negro con corbata) y que hacían versiones, no menos decentes en términos morales y estéticos, de canciones de José Luis Perales y de José María Bacchelli. Carlos llegó a dejarse por entonces una barba negra y bucanera que, afortunadamente, duró poco.

Los Marengo llegaron a intentar su participación en Eurovisión, en 2011, y para ello grabaron un videoclip de los que suelen o solían llamarse “de quince duros”, con una chica, una playa, un fondo negro y una canción que ya se había presentado al mismo festival tres décadas atrás. El Señor, que es misericordioso, no permitió que aquello prosperase. La música decente perdió a un cantante voluntarioso pero propenso a las artes desafinatorias, y el Derecho y la política ganaron a alguien que sí parecía preparado para lo que pudiese llegar.

Carlos Mazón se licenció sin alharacas ni fuegos artificiales en 1997 y se puso a trabajar como abogado. Su carrera política iba más bien despacio. Después de siete años en los que lo único que hizo fue tomar posiciones en favor de Eduardo Zaplana, por entonces monarca absoluto de la derecha valenciana, en 1999 le nombraron director del Instituto de la Juventud. 

Mazón se mostraba como un tipo valioso, pero en el PP no parecían darse cuenta. En aquello del Instituto de la Juventud estuvo cuatro años. Luego lo pusieron en otra dirección, la de Comercio, que después adquirió las competencias de Seguridad ciudadana. No pasaba gran cosa más, salvo los días y los veranos. Mazón andaba ya por los treinta. No puede decirse que fuese un meteorito político. 

Pero las cosas, en el PP valenciano, cambiaban. Eran los años dichosos en los que el oro parecía fluir por debajo de las puertas y muchos tenían la sensación de que aquello no se iba a acabar nunca. Zaplana había dejado en trono de la derecha (brevemente) a José Luis Olivas y este, en el verano de 2003, a Francisco Camps, que reinaba felizmente junto con la alcaldesa de Valencia, la eterna Rita Barberá. Nadie parecía fijarse mucho en el joven Carlos Mazón, que no se metía con nadie, que no causaba problemas y a quien cambiaban de dirección genera cada cuatro años; y aquí paz, y después gloria. Solo en 2007 a alguien se le ocurrió que aquel abogado más bien tranquilo que con tanto esmero tocaba las sonajas en las canciones de Perales podía presentarse en las listas municipales del PP para el municipio de Catral, un pueblo del sur de Alicante que anda por los 10.000 habitantes. Salió elegido. Le hicieron vicepresidente cuarto de la Diputación.

Pero lo dejó todo porque le ofrecieron dirigir la Cámara de Comercio, Industria, Servicios y Navegación de Alicante. Eso sí le gustaba. Estamos en 2009. Mazón estaría diez años, y qué diez años, lejos de la política provincial y autonómica. En aquellos diez años, de 2009 a 2019, cambiarían muchas cosas; entre ellas estalló todo el avispero del “caso Gürtel” y los antiguos virreyes de la derecha valenciana empezaron a pasar por el banquillo… y por la picota de los medios de comunicación. El fluir impune del oro se detuvo. También sucedió otra cosa: se produjo la aparición de un partido nuevo y anaranjado, Ciudadanos, que empezaba a tener éxito y necesitaba gente preparada. Los chicos de Rivera, Arrimadas y (antes o después) Toni Cantó, con el que siempre se ha llevado bien, le ofrecieron a Carlos Mazón la candidatura a la Alcaldía de Valencia. Mucho se parecía aquello a las tentaciones de Satanás a Cristo en el desierto. Pero Mazón dijo que no. Que se quedaba en el PP, donde llevaba desde los 18 años. Que las aventuras, para las novelas de Salgari y para los sueños eurovisivos.

Aquello tuvo su efecto. De pronto (2019) Carlos Mazón, hay quien dice que gracias a los buenos oficios de su “hermana política” Macarena Montesinos, se convirtió en la gran esperanza blanca de un PP que estaba recibiendo fuego de mortero por babor y por estribor. La presidenta del PP en la Comunidad Valenciana, después de Camps y de Alberto Fabra, era Isabel Bonig, que tenía mucho menos liderazgo que enemigos, como les pasaba a casi todos. Pero Carlos Mazón no los tenía. Más bien tenía oportunísimos amigos (entonces eras oportunísimos; luego, pues no tanto), como Pablo Casado y Teodoro García Egea, que se habían convertido en los nuevos máximos dirigentes del PP nacional.

El caso es que, en un santiamén, Carlos Mazón fue elegido (mayo de 2019) concejal del Ayuntamiento de Alicante. Dos meses después, presidente de la Diputación provincial. Un año después, en plena pandemia, le hicieron presidente del PP de su provincia. Y otro año después en julio de 2021, le eligieron presidente del PP de la Comunidad Valenciana: fue el único candidato. Ahí sí que batió todos los récords de velocidad.

La caída de Pablo Casado, en aquel shakespeariano volar de puñales que se produjo en la primavera de 2022, hizo pensar a muchos que, en Valencia, al “casadista” Mazón le quedaba poco más que la extremaunción. Pero no fue así. El abogado alicantino, quizá por su atemperada forma de ser, seguía cayendo bien a quienes, entre sí, se deseaban perrerías. El nuevo presidente del PP nacional, Núñez Feijóo, no estaba dispuesto a empezar guerras donde hasta entonces había habido relativa paz, y uno de esos lugares era la Comunidad Valenciana. Y aún más difícil: Mazón tenía las simpatías (por lo menos las personales) de Isabel Díaz Ayuso, la Leonor de Aquitania del PP madrileño, cuyas ganas de sustituir a Núñez Feijóo ya entonces desbordaban y caían a calderos desde el balcón de su despacho hasta la Puerta del Sol. 

Mazón logró lo que parecía casi imposible: primero, que le dejasen ser candidato del PP a la Generalidad valenciana en las elecciones de mayo de 2023. Segundo, derrotar al socialista Ximo Puig, que llevaba gobernando ocho años, desde la caída de Alberto Fabra. Tercero, ser investido presidente (obtuvo más votos que nadie, pero no la mayoría absoluta) tras un acuerdo envenenado con la extrema derecha, pero al final se vio que ese acuerdo le favorecía a él mucho más que a los ultras. Cuando Abascal, sin la menor duda siguiendo instrucciones de Julio Ariza, decidió romper todos los pactos de gobierno que Vox tenía con el PP, en la Valencia de Mazón no pasó absolutamente nada.

Y en esto, sin que nadie lo esperase, llegó la “dana”, los cielos se abrieron y el apocalipsis se precipitó sobre numerosos pueblos de Valencia. Una de las mayores tragedias, si no la mayor, que ha vivido la región en más de cien años. Carlos Mazón hizo casi lo mismo que Volodímir Zelenski en Ucrania: se vistió con un chaleco de faena, renunció a dormir y empezó a organizar el rescate y a pedir ayuda a todo el mundo. Metió las constantes, cotidianas y crecientes querellas políticas partidistas en el fondo del congelador de la nevera, y se puso a trabajar con una eficacia y un método que ya había demostrado antes.

Le pusieron verde, por supuesto. Sobre todo los más montaraces de los suyos y todos los que están, con el palillo entre los dientes, en la ultraderecha. Qué era eso de que el presidente valenciano del PP apenas se metiese con Sánchez. Qué era eso de que el presidente de la Generalitat pidiese, organizase y (como podía) gestionase la ayuda del gobierno central, del Ejército, de otras comunidades y de quien fuese menester, sin demasiadas críticas ni protestas, solo con una indoblegable voluntad de arreglar las cosas. Mientras los demás, de todos los lados políticos, hacían cuentas apresuradas para ver cuántos votos podían sacar de esto o de aquello (cuando se escriben estas líneas los muertos pasan ya de 200), Carlos Mazón, el hijo del médico, se arremangaba y se ponía a ayudar. Ya habrá tiempo de reñir cuando aparezcan los desaparecidos y la gente recupere sus maltrechas vidas. 

Y además: es que nunca le gustó reñir. Eso es lo que le hace peligroso.

*     *     *

Llamamos murciélagos (quirópteros) a un orden entero de mamíferos placentarios que reúne a unas 1.400 especies: entre todos los murciélagos juntan al 20% de todas las especies de mamíferos que hay en el mundo.

Son los únicos mamíferos capaces de volar y los hay de todos los tamaños, pesos y costumbres: desde los que pesan dos gramos hasta los zorros voladores filipinos, que pueden llegar al kilo y medio.

Pero lo que nos interesa hoy del murciélago es esto: que es el animal totémico de los valencianos. Al menos desde el siglo XVII, pero con toda probabilidad desde mucho antes, el murciélago corona el escudo heráldico de la ciudad de Valencia (no así el de la Comunidad, que tiene un dragón) y aparece en los símbolos definitorios de cientos de lugares, instituciones y hasta clubes de fútbol de la región. Allí lo llaman “rat penat”. Podría traducirse como “rata que sufre, que pasa una pena”. Pero no tiene ningún parentesco con las ratas.

¿Y por qué? Pues porque el murciélago es, en muchos lugares del mundo, el símbolo de la protección, de la vigilancia, de la resiliencia y hasta de la grandeza. Heráldicamente, en Aragón procede del dragón, que a su vez es una evolución de la serpiente. Pero, a pesar de la mala fama que tiene en muchos lugares del mundo (y en muchas épocas), el murciélago es uno de los seres vivos más útiles que existen, sobre todo por su increíble habilidad para devorar mosquitos y otros insectos. 

Protección, ayuda, vigilancia, resistencia a las calamidades, fortaleza de ánimo: esas son las capacidades del murciélago. Cuando el cielo se cae sobre nuestras cabezas, ¿qué otra cosa podemos desear?

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