España

Antonio Miguel Carmona y el gorrión del viejo café

Antonio Miguel Carmona Sancipriano nació en Madrid el 24 de enero de 1963. Hijo de Antonio y Paula, parte de la familia (la materna) procede de Salamanca, donde su abuelo

Antonio Miguel Carmona Sancipriano nació en Madrid el 24 de enero de 1963. Hijo de Antonio y Paula, parte de la familia (la materna) procede de Salamanca, donde su abuelo Lope fue abandonado al nacer en el torno de un convento de monjas; estas siempre dijeron que el niño era vástago ilegítimo de la más alta aristocracia. Pero Lope se dedicó a trabajar en el campo. El abuelo paterno, Miguel, organizaba en su casa tertulias ilustradas con la gente de la generación del 98.

El niño Antonio se crio en el barrio de Malasaña, donde vivía la familia. Desde la calle de la Madera, donde estaba su casa, el chaval solía correr a la plaza del Dos de Mayo para jugar al fútbol con los amigos. Como tantos. Pero el adolescente Carmona pronto dejaría claro que no era un crío “como tantos”. Era muy listo, muy despierto y no le tenía miedo prácticamente a nada. Pronto empezó la gente a preguntarse si Antonio Miguel era uno solo o eran quince fotocopiados, porque no era fácil entender que una sola persona, por más hiperactivo que fuese, se metiese en tantos charcos, hiciese tantas cosas distintas y emprendiese tal cantidad de aventuras.

Le gustaba mucho escribir. Pero no sonetos a las novias (también le gustaban mucho las novias, siempre tuvo fama de mujeriego) sino cosas de más altura. A los 14 años fundó una revista política que se llamaba 31 días. A los 17 se largó a Irlanda y no paró hasta entrevistarse con la gente del IRA, que debían de mirar a aquel decidido nene como quien mira a alguien que se ha escapado de un manicomio. A los 23 se apuntó al PSOE (era la primera legislatura de Felipe González) y, ya puestos a hacer cosas raras, se largó a Libia, que acababa de ser bombardeada por EE UU; allí consiguió entrevistar al coronel Gadafi, como demuestran las hemerotecas. Al año siguiente se fue a hablar con las células yihadistas de Argelia. Y luego con el Frente Polisario. Estaba en Berlín cuando cayó el muro, en 1989.

Pero es que además le dio tiempo a hacerse piloto de aviones (es teniente en la reserva del Ejército del Aire y le encanta volar), a licenciarse en Económicas por la universidad privada católica San Pablo CEU y a doctorarse más tarde en la Complutense, a hacer cinco másters sobre economía y negocios, a dar clase en la Universidad de Berkeley (EE UU) y también en la de Sao Tomé (Mozambique); a escribir numerosos artículos, alguno de ellos galardonado con el premio Emperador Carlos V, a formar parte de la dirección de PSOE madrileño y a colaborar en la campaña electoral de Bill Clinton. Todo esto más o menos en los mismos años, entre los 80 y los 90 del siglo pasado. Este hombre, cuándo dormía ¿Y de verdad que era uno solo?

La trayectoria profesional, política, económica, literaria y aeronáutica de Antonio Miguel Carmona da para un libro. Un libro que, naturalmente, ha escrito él ya, con la ayuda de Nicolás Ferrando, y que se publicó en 2017. Este hiperactivo irredimible es, como todos los hiperactivos, contradictorio: le gustan la música clásica y el heavy metal. Le encanta Ciudadano Kane, de Orson Welles (ese monumento a la estética kitsch norteamericana) pero se lo sabe todo sobre Cézanne. Es un optimista insumergible pero es forofo del Atlético de Madrid. Es adicto al programa El Intermedio, del Gran Wyoming, pero luego colabora en El gato al agua y programas aún más gore. No hay quien le entienda.

Siempre ha dicho de sí mismo que no es un político, que es economista (ha enseñado en la Complutense y ahora da clases en la San Pablo CEU) y que se metió en política de manera no profesional, por compromiso ideológico con la socialdemocracia. Esto hacía prever que sería un diputado del montón (fue elegido por primera vez en 1999), de esos que van una vez cada quince días.

Pero eso es no conocerle. Fue el parlamentario que más veces intervino en la Asamblea durante su último mandato. Se convirtió en el “látigo” de políticos corruptos como Ignacio González o Francisco Granados. Le denunciaron por calumnias, pero que si quieres. Tocó muchas y muy sensibles narices con la situación de Cajamadrid y luego de Bankia. Se convirtió, en fin, en una calamidad imprevisible que parecía estar en todas partes. Carmona ha sido (hasta ahora) el único político español que aceptó la invitación a participar en una Tenida masónica, cuando era candidato a la alcaldía de Madrid. Fue en 2015: se reunió con un centenar largo de masones y masonas y respondió alto y claro a todas sus preguntas, que fueron muchas, muy variadas y nada fáciles ni compasivas. Tenía otra cita a las diez de la noche.

Estuvo en la logia hasta casi la una y media de mañana, comiendo pinchos de tortilla, preguntándolo todo y dejándose preguntar. Hombre de una amplia cultura, de una formación irreprochable y de un “don de gentes” que no le niegan ni sus peores enemigos, hace años que participa asiduamente en tertulias políticas de toda laya y condición, desde las controladas por la extrema derecha hasta las de corte más sonrojantemente populista. Le llaman porque lo hace bien, porque sabe hablar y porque no se acochina en tablas ante las agresiones de algunas escolopendras periodísticas habituales en esos programas.

Pero cometió un error. No se dio cuenta de que el partido al que pertenecía, el PSOE, funciona más o menos como el volcán de La Palma: es una ebullición constante de grupos y grupúsculos, de corrientes y corrientículas, de conspiradores y traidorzuelos que están constantemente enfrentados entre sí. Quizá arguya el lector que eso pasa en todos los partidos. Pues sí, pero no tanto. La célebre frase de Winston Churchill (en la vida hay amigos íntimos, amigos normales, conocidos, adversarios, enemigos, enemigos irreconciliables y, por último, compañeros de partido) se cumple entre los socialistas españoles con todo ímpetu pero con un importante matiz: los peores enemigos no están en los partidos rivales sino en el suyo, el propio. Eso le pasó a Carmona.

Fue miembro del Comité Federal del PSOE. También diputado en la Asamblea de Madrid en dos legislaturas. Secretario de Política Económica y Empleo del PSM. Y candidato a la Alcaldía de Madrid en 2015, elecciones en las que perdió ante el empuje casi irresistible de Manuela Carmena, apoyada por Podemos y por lo que ya era Ahora Madrid.

El problema llegó, como siempre, por los amigos. En la inacabable sucesión de grupos enfrentados entre sí: guerristas, socialdemócratas, renovadores, renovadores por la base, izquierda socialista y sabe Dios cuántas más, rarísima vez se dirimen cuestiones políticas de importancia. Las diferencias ideológicas son más sutiles que las que hay entre sunitas y chiítas, o entre arrianos y priscilianistas. Pero eso es lo de menos: se trata de lograr el poder y nada más, y la mejor manera de conseguirlo es arrimarte a unos sí y a otros no; apuñalar por la espalda a los “compañeros”, cambiar de alianzas y principios cada vez que hacía falta (como enseñó Marx) (Groucho Marx), intrigar sin descanso.

Pero Carmona, el mediático y simpático y espontáneo Carmona, se fio de su intuición. Eso le perdió. Fue amigo de Leguina sin darse cuenta de que eso le convertía en un hereje para los “acostistas”. Se llevó bien con Zapatero sin darse cuenta de que el guerrismo (fuese aquello lo que fuese) no se lo perdonaría. Apoyó a Rubalcaba cuando su estrella ya se extinguía. Y esto fue lo peor: era un buen amigo de Tomás Gómez, líder que fue del PSOE en Madrid, sin percatarse de que eso le convertía en algo peor que Bin Laden para los partidarios de Pedro Sánchez. Carmona era maniobrero, como todos. Pero, en realidad, no como todos: maniobraba bastante peor. O con menos intuición, olfato y hasta suerte.

El vencedor, como hoy sabemos bien, fue Pedro Sánchez, que se las tenía juradas. A Carmona, perdedor en las elecciones a la Alcaldía madrileña, le ofrecieron dos o tres caramelos de consolación (que no aceptó) y finalmente lo quitaron del medio, a pesar de su popularidad y de su más que estimable preparación. Carmona se quedó con su cátedra universitaria, que es de lo que vive; con sus tertulias, por las que no cobra (el dinero se va a Mensajeros de la Paz, entre otras ONG), y con su condición de militante de base del PSOE. Nada más.

Y en esto se produce el terremoto. A Antonio Miguel Carmona le ofrecen la vicepresidencia de Iberdrola, quizá por sus conocimientos sobre economía y negocios, quizá por sus relaciones personales, quizá por razones más subterráneas. Quién sabe. Pero se la ofrecen y acepta. No se da cuenta (o le importa un rábano) de que esos puestazos en grandes empresas casi nunca se ofrecen a una persona individualmente, sino que son las fuerzas políticas las que gestionan y negocian la concesión de esas sinecuras para sus miembros más destacados. Eso lo han hecho todos los partidos prácticamente desde la Transición. Son varios centenares de políticos de derechas, de centro y de izquierdas los que han cruzado sin demasiados problemas, durante décadas, esas que ahora se llaman, indignadamente, “puertas giratorias”.

Pero lo han hecho siempre con el acuerdo (obviamente silencioso) de sus partidos. Carmona, no. Carmona consiguió el puesto sin contar con nadie. La reacción fue fulminante: Podemos y el PSOE, ahora sí que gobernado por el sanchismo sin contestación alguna, se lanzaron a su cuello y lo abrumaron con una campaña de descalificaciones e improperios que pareciera que había matado a alguien. Y lo único que había hecho era lo mismo que tantos, tantísimos otros antes que él. Churchill: conocidos, adversarios, enemigos, enemigos acérrimos y… compañeros de partido.

El gorrión

Hace algunos años se hizo muy popular un gorrión (passer domesticus) que era un hiperactivo, como todos los gorriones, pero que había desarrollado una habilidad muy curiosa. En el centro de Madrid, junto al Teatro Real, había (y hay) un antiguo y elegante café-restaurante muy frecuentado por músicos, escritores y desde luego turistas. Al café se accedía por una complicada puerta que no era exactamente giratoria, pero sí difícil de abrir y notablemente pesada.

El gorrión, seguramente tras una larga preparación, trabajo de campo y estudio de las circunstancias, averiguó cómo aprovechar la entrada o la salida de los clientes para colarse en el café, durante los pocos segundos en que la puerta permanecía abierta, y cómo salir después por el mismo sistema, sin mayores contratiempos. No era fácil pero lo conseguía siempre.

Eso le convirtió en una celebridad: los clientes preguntaban por él, le agasajaban y le daban de comer opíparamente migas de cruasán y hasta de suizos y mantecados, y los camareros hacían lo mismo. El gorrión, que tenía un savoir faire más que evidente y sabía cómo caer simpático, se estaba un rato dentro, gozando de la buena vida; se subía a las mesas, hacía sus gracias y monerías y luego se iba a dar una vuelta por la plaza. Y después volvía.

¿A todo el mundo le parecía bien lo que hacía aquel gorrión tan listo? No. No a todo el mundo. Fuera, en la plaza, estaban los demás gorriones, los que no sabían colarse por la puerta del café, con el culo pelado de frío y rezongando. Parece mentira ese golfo. Un gorrión como nosotros, ¡un compañero!, y mírale ahora cómo presume, cómo vive el muy jodío. ¡Estando como está disparado el precio del cruasán! Un traidor a la causa de los gorriones, eso es lo que es. Un trepa. Un aprovechategui. Un tertuliano de mierda. Un fatuo que solo sirve para presumir y para piar necedades. Siempre fue igual. Ya se le veía venir. Mirad que os lo dije…

Luego los gorriones rezongones que quedaban callados. Pero cada de uno de ellos pensaba, por supuesto en secreto y sin decir nada a los demás, cuánto le gustaría saber colarse por la puerta del café y estar calentito, comer migas de cruasán y picotear en los sobres de azúcar, dejarse acariciar ante las cámaras y, en fin, vivir como un abyecto traidor, un vicepresidente.

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