La histórica sentencia del Tribunal Supremo a los líderes independentistas supone el castigo del Estado de derecho a un plan que se fue de las manos. Una fiesta que empezó proclamando sonrisas en Diadas festivas con batucadas y que acabó desvariando hasta una resaca de entre nueve y 13 años de cárcel si los vericuetos de la legislación penitenciaria no lo impiden. Al apostar por un delito de sedición, los jueces han avalado la metáfora del tren que descarriló antes de llegar a tener siquiera capacidad de alcanzar Ítaca. La conclusión del tribunal es que Puigdemont, Junqueras y el resto iban de farol. Que todo era un órdago sin cartas para forzar un movimiento del Gobierno que nunca llegó. Cuando quisieron echar el freno, ya era demasiado tarde.
La resolución da la razón a los acusados cuando admitieron -solo al final- que todo era simbólico. Coincide la resolución en que nada tenía “efectos jurídicos reales”. Que, en realidad, detrás del referéndum no había nada y que ellos lo sabían mientras embarcaban a media Cataluña en una mentira. La sentencia utiliza expresiones muy gráficas para describir lo que fue el procés: “una quimera”, “un despliegue retórico”, “una ensoñación”, “un artificio engañoso”... Y tampoco escatima a la hora de poner de manifiesto la inmadurez de una parte de la ciudadanía que confió “ingenuamente” en el liderazgo de sus representantes políticos “para conducirles a un nuevo Estado que solo existe en el imaginario de sus promotores”.
El vértigo de Puigdemont
Adquiera ahora un papel protagonista el testimonio del lehendakari Iñigo Urkullu, quien compareció en el juicio para desvelar el canguelo que provocó en la Generalitat la posibilidad de llegar hasta el final. El dirigente vasco le puso letra al requiem que anticiparon los rostros del Govern desde aquella escalinata del Parlament el día que declararon la independencia unilateral. Se sabían ya más cerca del abismo que de la supuesta libertad. Y por eso semanas antes de aquella foto le pidieron a Urkullu que hiciese de puente con el Gobierno para llegar a un acuerdo. La oferta eran unas elecciones a cambio de no aplicar el 155, una medida extrema que a Rajoy tampoco le entusiasmaba (qué lío).
Pero cuando se intuyó el pasteleo, entonces a Puigdemont se le aparecieron los suyos, aquel tuit de Rufián de las 155 monedas de plata, los cargos de CiU perseguidos por la calle señalados como botiflers. Ninguno de aquellos agitadores estará hoy haciendo autocrítica, sino tratando de llegar al Prat para seguir instalado en esa ingenuidad de la que advierte la sentencia. El líder del PNV situó el problema en “la presión de la calle y de su grupo parlamentario” donde estaban Junqueras y ERC. “Ante la imposibilidad de dialogar, no se decidió parar máquinas”, confirmó también en el juicio Artur Mas, el primer maquinista de todo esto.
La Generalitat no pudo, no supo o no quiso evitar la violencia del procés y eso que tuvo muchos avisos, no solo de los tribunales. También de Trapero y sus comisarios pocos días antes del 1-O. La sentencia concede ese mérito a los Mossos, pero luego deja en bandeja a la Audiencia Nacional otra condena para su cúpula de entonces porque los uniformados no hicieron nada por evitar el referéndum. “Llegaron incluso a recoger, hacerse cargo y trasladar material electoral”, dicen los siete jueces tras cuatro meses en busca de una unanimidad en su relato.
El Estado mantuvo el control
Dicen que los hechos violentos del procés no formaban parte del plan estructural gestado en reuniones con presencia de los Jordis como agitadores sociales, sino algo sobrevenido que, llegados a ese punto, tampoco sobraba a la hora de presionar al Gobierno para una negociación por el derecho de autodeterminación. Resultaba útil, pero no como herramienta esencial para lograr la independencia porque esto era “inviable” a juicio de los magistrados. “Es claro que los alzados no disponían de los más elementales medios. Y lo sabían”. De lo contrario, sería rebelión, como sostuvo el juez Llarena para quien los acusados sí terminaron asumiendo la violencia como una herramienta estructural para la secesión.
Pero llevan razón los jueces si se tiene en cuenta que al día siguiente de declarar la independencia unilateral, Puigdemont estaba más pendiente de fugarse que de guiar a un pueblo hacia su emancipación desde su despacho del Palacio de la Generalitat donde nunca dejó de ondear la bandera española. “El Estado mantuvo en todo momento el control de la fuerza, militar, policial, jurisdiccional e incluso social”, sostiene el tribunal. Zanja por tanto la cuestión como un delito contra el orden público lo que la Fiscalía veía como un golpe de Estado por el que incluso Felipe VI tuvo que salir a emular a su padre. Este episodio ni siquiera aparece en los 500 folios de la sentencia. La única vez que los jueces aluden al rey es para firmar las condenas en su nombre.
Apoya TU periodismo independiente y crítico
Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación