El torpedeo de Junts al Gobierno el pasado martes en el Congreso supone un punto de inflexión en su relación con Sánchez, cada vez más disfuncional. En esta ocasión, el boicot de los neoconvergentes al Ejecutivo de coalición alcanzó cotas inéditas, tumbando contra pronóstico la regulación del alquiler de temporada y avisando de ello tan solo tres minutos antes de su abstención. Un volantazo especialmente humillante para el presidente, que había acudido en persona a la votación con la confianza de que ésta, si bien por un solo voto, saldría adelante.
El desconcierto y el enojo cundieron en el Gobierno y el PSOE, cuya conocida fragilidad en el hemiciclo le aboca a depender de los siete votos de Junts. Los últimos desplantes de Puigdemont, que están convirtiendo la legislatura en un periplo agónico, son atribuidos por el Ejecutivo a que el expresident no han metabolizado la victoria de Salvador Illa en Cataluña. Y confían en que las aguas se calmen en el Congreso de otoño, donde el dirigente nacionalista, o bien recupere la templanza al afianzar su liderazgo, o bien sea relegado por los suyos.
El propio Puigdemont salió al paso de estas consideraciones en su cuenta de X. Tras amenazar con derribar de nuevo la senda de estabilidad —“a lo mismo que votamos que no, volveremos a votar que no”— atribuyó su obstruccionismo exclusivamente a razones como un supuesto déficit en la ejecución presupuestaria en Cataluña, acompañando su denuncia de gráficos demostrativos. Sin embargo, acto seguido consagró un párrafo entero a desmentir que su conducta fuese irreflexiva y fruto del despecho por la investidura de Illa. Un empeño por el que podría entenderse que el reproche socialista pulsó una cuerda sensible en Puigdemont.
Y es que, al margen de que cambiar el sentido del voto tres minutos antes revela un ensañamiento que se compadece mal con desacuerdos en ejecuciones presupuestarias, al líder catalán se le conoce como un líder dominado por pulsiones irreprimibles, tanto emocionales como ideológicas. En el recuerdo de todos está que Puigdemont renunció en el último momento a convocar elecciones anticipadas en Cataluña en los críticos días de octubre de 2017 tras un tuit en X en el que el diputado republicano Gabriel Rufián le acusaba de traidor con la expresión “155 monedas de plata” —en alusión a Judas y el artículo 155 de la CE—, proclamando la DUI un día después.
De otra parte, se sabe que Puigdemont lleva su fijación nacionalista hasta sus últimas consecuencias. Siendo periodista, cuando se desplazaba a Madrid cogía un avión con escala internacional en lugar del puente aéreo para mostrar el pasaporte al entrar en España y sentirse extranjero. Si a lo anterior se le suma que, como ha referido el analista Pedro G. Cuartango, lleva “seis años en Waterloo acumulando resentimiento”, su conducta es cualquier cosa menos predecible. Todo ello convierte su relación con Pedro Sánchez en canónicamente tóxica, si nos atenemos a la definición brindada por la psicóloga que acuñó el término, Lillian Glass. A saber, “un vínculo en el que no hay respaldo ni lealtad, y en el que en los conflictos una de las partes busca quedar por encima de la otra”.
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