Los aplausos que cada noche estallan en los balcones no son sólo para los sanitarios. Ni siquiera para policías, militares, tenderos, reponedores o transportistas que diariamente mantienen los servicios mínimos de un país en cuarentena. A la sombra de los que viven y los que luchan por vivir, ese reconocimiento ajeno lo podrían hacer propio quienes trabajan cara a cara con la muerte, y sobre todo aquellos que estos días lloran la muerte de sus seres queridos desde el ostracismo del confinamiento. El personal de tanatorios y cementerios desempeña una labor omitida, por incómoda, pero igualmente relevante, para hacer más soportable a miles de españoles su silencioso luto en tiempos del coronavirus. Entre el ruido mediático y los cipreses, sus voces callan. Tienen mucho que decir.
“Las neveras están llenas”, afirma una trabajadora de un tanatorio, donde las restricciones son máximas para velar a los fallecidos: "Es duro, nosotros tenemos que hacer esa labor de acompañamiento". En el camposanto contiguo, más inhóspito si cabe que de costumbre, picarazas, mirlos y gorriones permanecen ajenos a las tragedias de cada uno: pocos. Cinco o diez personas como máximo por entierro, con suerte, guantes y mascarillas. Los más allegados. Gatos y algunos perros paseando a su amos pululan por los alrededores de los cementerios. Casi no hay movimiento. En los casos de muerte por coronavirus, ni siquiera el velatorio es posible. Tras las frías cifras que van en aumento, los fallecidos reciben su último adiós con prisas, en féretros precintados, sin ceremonias
Sin misa, sin abrazos. Hasta sin flores, porque también las floristerías han tenido que cerrar por el decreto del estado de alarma. “Nada”. Una ausencia que se traduce en un profundo dolor. Algunos, como Laura, han podido despedirse. "Yo fui la única que pudo ver a mi abuela 15 minutos el día de antes, aunque no pude acercarme a la cama, claro... Fue duro verla en ese estado, al verla fue aún más claro que se iba a morir", relata Laura: "Me dijo que la estaban tratando muy bien y que eran todos muy amables. La incineraremos y haremos la ceremonia en su pueblo natal cuando pase todo esto, así pueden estar sus hermanos y demás familia". Un consuelo, un lujo, el de marcharse dignamente, del que otros muchos no pueden disfrutar.
Un adiós sin despedida
El abuelo de María vivía en Barcelona y tenía 83 años. Fue el cuarto fallecido por coronavirus en Cataluña, cuando la opinión pública aún no era consciente de la magnitud de la situación y el Gobierno no había decretado el estado de alarma. Reconoce que el padre de su madre “tenía sus achaquillos”, pero que “siempre salía adelante”. Contra todo pronóstico, falleció la semana pasada, durante la madrugada del martes al miércoles, 12 horas después de que le subiera “de golpe” la fiebre y empezara a presentar unos extraños “tembleques”. Su familia decidió llevarlo al hospital, donde había estado ingresado sólo unos días antes por “un bajón de tensión”: “Creímos que sería una tontería, pero se lo llevaron y no lo volvimos a ver”.
“Llevaba un mes encerrado”, explica María, por el cierre de los centros de día para mayores: “No pensábamos que pudiera ser coronavirus”. Esas últimas 12 horas que el abuelo de María estuvo ingresado las pasó “aislado en una habitación, solo”. “Es muy duro, porque murió sin despedirse de sus familiares”, se lamenta con la frustración de no saber si hubiera sido posible darle un último adiós “aunque fuera con protección”: “Se murió solo y se enterró solo”.
“Es muy duro, porque mi abuelo murió sin despedirse de sus familiares”
Tras una rápida marcha, llegó un funeral sin tiempo, enmarcado dentro de “un protocolo muy traumático”. No pudieron velar el cuerpo de su abuelo. Se reencontraron con él en el cementerio, donde tampoco pudieron acercarse al féretro, “precintado y dentro de plástico”, a 10 metros de distancia de la valla donde se encontraba. Como en 'Breaking bad', dice, “los que lo enterraron iban vestidos con máscaras, gorros, guantes, capucha”: “No tenían ni un centímetro de piel descubierto y se despidieron diciendo adiós con la mano… No hubo misa ni unas palabras… Nada”. “Yo llevaba un papelito que tengo ahora en mi casa porque no pude metérselo en la tumba”, recuerda con tristeza; también con el dolor de quien no consigue olvidar la estampa de siete familiares “separados” por un lado y, por otro, su abuela “rota”, su tía y su madre, “en la acera”. Sólo pudiera permanecer allí cinco minutos.
A pesar de que el abuelo de María murió por coronavirus, ningún familiar ha sido sometido a pruebas; a algunos incluso les dijeron que podían llevar una vida "normal"
Ellas tres han tenido que quedarse aisladas, juntas durante 15 días, en la misma casa donde vivía su abuelo: “Él dependía de ella, todo se lo hacía mi abuela”. Sin embargo, ninguna ha sido sometida a pruebas para verificar el posible contagio por coronavirus, del que la propia familia sospecha, por los síntomas que ha presentado la abuela en los últimos días, “con muchísima tos”. Su nieta denuncia que en el hospital le dijeron “que no le harían la prueba hasta que no le saliera fiebre”: “Cuando le salió la fiebre a mi abuelo, duró 12 horas…”. Al padre de María, que también había estado en contacto con él, le dijeron igualmente que “podía hacer una vida normal”: “Pudo estar propagando el virus”.
El luto, reconoce, es más “difícil”. “No es una muerte normal, no te lo quitas de la cabeza… Está en las noticias, en WhatsApp… Todo te recuerda a eso”. “El coronavirus era algo de la tele, parecía que era algo que nunca te va a tocar”. Pero le ha tocado, no sólo por el fallecimiento de su abuelo, sino también porque hora ella ha dado positivo. Con el nuevo protocolo, no ha hecho falta hacerle las pruebas: “Al mínimo síntoma, te quedas casa, y lo veo bien, tenemos que evitar que esto lo tenga que vivir más gente”. Sin embargo, no hace falta que llegue la muerte para experimentar de lleno la agonía. Aún con vida, miles de personas luchan contra el virus desde la soledad de una habitación de hospital, mientras sus familias aguardan noticias que no llegan, llegados a un punto en el que el silencio de un teléfono es la única esperanza a la que aferrarse.
Sin noticias de una madre
Ramón no sabe prácticamente nada de su madre. Se despidió de ella la noche del jueves de la pasada semana “desde la calle, al otro lado del cristal de la sala de espera” de urgencias. Ni a él ni a su familia les dejaban pasar. Desde ese día, ha estado hablando con ella por teléfono. Los médicos le dijeron que se quedaría ingresada “por neumonía”. Luego supo —por ella— que sus achaques era en realidad por coronavirus. Dio positivo y el empeoramiento de su estado de salud ha hecho que los médicos sopesen pasarla a la UCI, “en función de la disponibilidad y su evolución”: “La comunicación con mi madre ha ido haciéndose más difícil por su falta de fuerzas así que entendemos que, ya que nadie nos ha llamado, no ha sido así”. Sigue esperando información.
Esa falta de información se ha repetido con su padre, al que la familia de Ramón llevó también a urgencias, pues “convive directamente con ella y es, a priori, persona mucho más vulnerable”. "Con 85 años y un ingreso hospitalario este mismo año por problemas respiratorios”, le dieron el alta a las horas. Ni siquiera le hicieron la prueba del Covid-19 “al estar asintomático”: “Nos pidieron que lo vigiláramos en casa y acudiéramos al más mínimo empeoramiento”. “Confinados todos en casa, la tensión por la evolución de uno y la ignorancia por el estado de la otra es realmente difícil de llevar, siendo cada llamada de teléfono o cada toma de temperatura un simulacro ante un escenario peor”, expresa Ramón.
Ramón se pregunta "dónde están los heridos" de esta "guerra" de la que hablan las noticias y por la que se aplaude desde los balcones
Ramón no quiere “que nadie entienda esto como una crítica al personal sanitario”. “Muy al contrario”. Reconoce su labor, “muchísimo más allá de lo razonable”, pese a “la aparente falta de medios y personal”. “Tampoco pretendo ser especial con mi problema, es seguro que dramas así y bastante peores se viven diariamente en varios hogares desde mucho antes de esta situación y en ningún lugar quedan reflejados”, agrega, preguntándose “dónde están los heridos” de esta “guerra”. Mientras, “se multiplican las noticias sobre el merecido reconocimiento al personal sanitario, a los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, a los empleados de supermercados, aparece el estado mayor ministerial, se muestran las calles vacías, acaso viandantes multados, las personas solas y las iniciativas para ayudarles, estimaciones de duración y, sobre todo, las consecuencias económicas, en autónomos, empresas, bolsas, el largo plazo…”.
“Ahora la única aproximación a la enfermedad viene a través de una cifra dejada caer de pasada, a veces en forma de gráfico animado; como máximo, alguien que se ha recuperado”, critica Ramón: “No es el caso, desde luego, de otros países como Italia, donde en una simple aproximación a la prensa lombarda la diferencia, no ya en solo en cuanto a mensajes, sino en algo tan simple como el número de fotografías de enfermos u hospitales, es chocante”. “Se habla a menudo de un enemigo invisible”, asevera: “En este caso, ante la avalancha de información, lo realmente invisible está siendo la infinita suma de dolores de mayor o menor intensidad, una imagen de sufrimiento que, quizá, podía ser más útil en la labor de concienciación sobre a qué nos estamos enfrentando y lo que acarrea”, remacha Ramón, que podría ser cualquiera.
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