Concepción Gamarra Ruiz-Clavijo nació en Logroño el 23 de diciembre de 1974, víspera de nochebuena. Es la mayor de los tres hijos que tuvieron Alfonso Gamarra, gerente que fue de una empresa de transportes, y su esposa, Conchita Ruiz Clavijo, auxiliar de enfermería. Seguramente preocupado por la contumacia de la familia en poner a todas las chicas el mismo nombre (Concha, Conchita: así se llaman la madre y la abuela), un tío de la niña dio en llamarla Cuca cuando era pequeña. No se sabe por qué, pero se quedó con Cuca para los restos.
La de Cuca Gamarra es una familia grande, bulliciosa, de clase media, llena de tíos y primos, y también conservadora. Cuca dejó claro desde niña que tenía un carácter no ya difícil pero sí muy independiente; era una cría, como se decía entonces, rebelde y un punto respondona, poco dada a la sumisión y a obedecer sin rechistar ante el célebre argumento del “porque lo digo yo”, tan habitual en los años de su infancia.
Estudió en el colegio de las Agustinas. Salió, más que lista, brillante. Ya de muchacha, tuvo suerte con los padres, que renunciaron a tratar de domesticarla mediante órdenes igualmente habituales por entonces, como aquella de “a las diez, en casa”. Tuvo más libertad que la mayoría de críos y crías de su edad. Los mayores berrinches de su adolescencia fueron por motivos clásicos: tener su cuarto hecho una “leonera” (otro término de la época), comer lo que le daba la gana y pelearse con su hermano Mario, característica muy común en los primogénitos.
Llegado el momento, Cuca se decidió por el Derecho. Lo estudió en Deusto (cuna académica de varias generaciones de políticos españoles), donde hizo además un posgrado en Derecho cooperativo. El master en práctica jurídica lo sacó en el Colegio de Abogados de Vizcaya. Trabajó como abogada en el despacho de José María Gil-Albert, en Logroño, pero aún estaba en la universidad vasca cuando se apuntó a las concentraciones de Gesto por la Paz y no había cumplido los veinte cuando se afilió a Nuevas Generaciones del PP. Esto fue uno de sus clásicos arrebatos. En 1993 Felipe González ganó las elecciones generales, a Cuca no le gustó nada y dijo: pues ahora me apunto al PP, hala. Y lo hizo. Eso sí, se apuntó y poco más. No le interesaba la vida del partido. Al menos entonces.
Pero Cuca Gamarra fue siempre rápida, repentina y súbita. Pronto se la vio liderando y organizando grupos de las juventudes del PP. Pronto aprendió que había que hacer política “en el pueblo y en la bodega”, algo más que comprensible en una riojana. Muy pronto, gracias a su protector –Gil-Albert, el dueño del despacho en que trabajaba, había sido Fiscal General del Estado con UCD en los tiempos del 23-F–, aprendió a apreciar lo conseguido durante la Transición, hoy denostada por los insensatos.
Y llegó el día en que el alcalde de Logroño, Julio Revuelta, del PP, le propuso integrarse en su candidatura para la reelección. Esto fue en 2003. Cuca tenía 28 años y mucha libertad, porque no tenía cargas familiares (jamás se ha casado ni ha tenido hijos ni se le han conocido “amores perros”, que habría dicho González Iñárritu), pero sí mucha vivacidad y mucha rapidez y mucha capacidad de maniobra. Aquella chica enérgica pero a la vez dulce y que sonreía tan bien, que no paraba quieta un segundo, que no iba mucho a misa y que era lo bastante suave como para no tener demasiados enemigos, se vio hecha teniente de alcalde de Logroño.
Cuatro años después experimentó algo nuevo: la derrota. El PP perdió las elecciones municipales, el alcalde se fue a su casa y Cuca Gamarra se encontró al frente de la oposición. Ahí fue cuando dejó el despacho de abogados. Pero debió de aprender mucho porque en los siguientes comicios (estamos ya en 2011) Cuca Gamarra salió elegida alcaldesa de Logroño con una mayoría absoluta de las que cortan la respiración. Hay quien asegura que, en la ciudad, nunca tuvo alcalde alguno tanto apoyo, desde luego en democracia. Gamarra empezó a ser acunada por Pedro Sanz, el omnímodo presidente del PP riojano. Y empezó a “sonar” en Madrid, en los misteriosos ecos que resuenan bajo las bóvedas góticas (son imaginarias, pero no deberían serlo) de la calle de Génova. La eligieron vicepresidenta de la Federación de Municipios, la FEMP.
Por aquella época su hermano Mario volvió a preocuparse por ella. “Te vas a venir a correr conmigo, ¿vale? Que te veo muy estresada”. Buena la hizo. Cuca le cogió el gusto y ha corrido maratones y medias maratones en Europa y América. Tiene un grupo de amigos con los que se trota doce kilómetros antes de desayunar. Y luego, para relajarse, hace esquí, golf y lo que le echen. Una mujer que, de niña, no era capaz de saltar el plinto.
Llegó la moción de censura de 2018, llegó la retirada de Rajoy y llegó el momento de elegir a un nuevo líder por el sistema de primarias, tan detestado en el PP. Cuca Gamarra apostó por Soraya Sáenz de Santamaría, más que nada por amistad personal, por gratitud (había apoyado su campaña a la alcaldía logroñesa) y porque era mujer; ella se define como “feminista liberal”, sea eso lo que sea. Pero ganó Pablo Casado. Y Cuca, como tantos, como tantísimos, corrió presurosa en socorro del vencedor, a cuya disposición se puso inmediatamente.
Salió bien. Fue de los pocos dirigentes sorayistas que no fueron laminados por Casado y García Egea, que eran la nueva diarquía. La hicieron vicesecretaria de Política Social del PP. Y unos meses más tarde, en las elecciones de 2019, diputada por su provincia. Lo pasó mal al dejar la Alcaldía de Logroño. Aunque a veces se empeñe en fingir que no, Cuca Gamarra es una sentimental.
En el desolado verano de 2020 se dirimió una de las oscuras guerras fratricidas que de vez en cuando hay en el PP, como las hay en todos los partidos. Teodoro García Egea, lanza en ristre (la lanza era Casado) dio en tierra con su contrincante, Cayetana Álvarez de Toledo. ¿Y quién salió ganando? Pues Cuca Gamarra, que de un día para otro de aquel calcinante mes de agosto se vio nombrada portavoz del grupo parlamentario del PP en el Congreso.
Algunos vieron un error de cálculo en el nombramiento. Cayetana era una furia incontrolable y Cuca no lo era, aunque pretendiese parecerlo. Pero en realidad daba igual, porque quien subía a la tribuna del Congreso, las más de las veces, no era Gamarra sino el propio Casado, que parecía empeñado en superar el furor verbal, la vehemencia y la saña de la defenestrada. En plena pandemia, el Congreso se convirtió en una gallera. Gamarra hacía su trabajo como tantas otras veces, sin llamar demasiado la atención de nadie.
Pero en marzo se desató en el PP la conjura shakespeariana (El rey Lear, Julio César, Macbeth) para derribar a Egea y a Casado, no necesariamente por este orden; conjura en la que participaron muchos pero que fue instigada por el instigador de Díaz Ayuso. El iracundo y depresivo líder fue políticamente decapitado y comenzó la “era Feijóo”. Con Casado cayeron bastantes. De hecho, todo su equipo de confianza fue enviado al Tártaro… con una sola excepción: Cuca Gamarra. La logroñesa volvió a mudar la color del pelaje y volvió a sobrevivir. E hizo más que eso: conservó la portavocía del PP en el Congreso (y ahora la que habla es ella y nadie más) y fue nombrada secretaria general del Partido Popular. Lo que se dice un triunfo en toda regla. De Soraya a Feijóo sin parar ni en los apeaderos: un ejemplo de resiliencia sencillamente inaudito.
Cuca Gamarra no es Cayetana ni es Casado. En la tribuna del Congreso puede ponerse como una hidra, porque considera que es su trabajo; pero en cuanto se baja de allí sus relaciones personales son buenas con todo el mundo y son sinceras; su simpatía y su espontaneidad hacen que “caiga bien” y que la quieran, que es algo que ha buscado siempre.
En los últimos días, en el reciente debate del estado de la nación, Cuca Gamarra ha sacado lo mejor de sí misma. Ha demostrado sus dotes de oradora, ha hecho ver que su lengua puede ser un látigo si se lo propone, ha cometido pocos errores y, en fin, ha sido una más que digna contrincante del presidente del Gobierno, que llegaba al debate como el rey Arturo, dispuesto a dar un espadazo con la Excalibur del Boletín Oficial del Estado y a recuperar de un solo tajo la devoción de los ciudadanos. Y esto sobre todo: Cuca Gamarra ha hecho irrelevantes las intervenciones de los demás portavoces, sobre todo del de la extrema derecha. Es uno de los pocos con los que no se termina de llevar bien. Pero eso le pasa a muchísima gente con ese señor.
Queda por ver qué hará Cuca Gamarra cuando Feijóo sea elegido diputado y pase a ser él quien hable en el Congreso. Pero no hay que preocuparse demasiado. Ella, menudita, ágil, vestida de blanco como casi siempre (es su color favorito), seguro que vuelve a caer de pie.
La resiliencia del armiño
El armiño (mustela erminea) es uno de los carnívoros más pequeños del mundo. Pertenece a la gran familia de los mustélidos, lo mismo que la nutria, el hurón o la comadreja, pero este es chiquitín (no pasa de los 300 gramos) y, para su tamaño, extraordinariamente veloz, con unos reflejos asombrosos. Habita en el centro y el norte de Europa y en buena parte de América del Norte.
Es canijo pero matón. Su eficacia como depredador es igual o mayor que la de cualquier otro mustélido, pero, claro está, con presas apropiadas para su tamaño. Y sobre todo tiene una virtud muy valiosa para sobrevivir en un mundo gobernado por la especie humana: cae bien. Es una monada. Será una especie invasora y peligrosa, no vamos a decir que no, pero no tiene nada que ver con la crueldad de los tejones murcianos o de los lobos palentinos.
El armiño tiene una asombrosa capacidad de resiliencia. Ha sido capaz de sobreponerse a algo tan inaudito como la vanidad humana: durante siglos lo cazaron a mansalva porque su piel de invierno es blanquísima, extraordinariamente suave y delicada, y con ella se hacían mantos y aderezos los reyes y los nobles. Pero luego llegó el visón de granja y la suerte del armiño mejoró mucho.
El armiño sabe adaptarse como muy pocos animales. ¿Que llega el verano y el bosque se llena de hojas y colores? El armiño muda su pelaje y se vuelve marrón. ¿Que cambia el tiempo y llegan los terribles fríos palentinos? El armiño de vuelve blanco como la nieve y afila sus dientecillos. ¿Que vuelve a cambiar todo y aparecen las lluvias serenas que llegan de Galicia? El armiño vuelve a mudar el pelaje. Le pongan como le pongan, simpático y elegante aunque en realidad sea una pequeña fiera, el armiño se adapta a lo que le echen. Y cae de pie. Menudo es.
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