Donald John Trump nació el 14 de junio de 1946 en Nueva York, distrito metropolitano de Queens, barrio de Jamaica Estate. Es uno de los cinco hijos de Mary Anne MacLeod y de Frederick Christ Trump, hijo de inmigrantes alemanes (el apellido original de la familia es Drumpf) y poderoso promotor inmobiliario en Estados Unidos durante buena parte del siglo XX.
El primer problema de Donald fue su hermano mayor, Fred Jr. El padre había designado al primogénito para heredar su imperio. Pero Fred Jr. salió un chico normal: sensible, cariñoso, incluso sentimental, que reía y lloraba, y al que le gustaban los aviones. Lo que pasa es que el omnipotente Frederick quería un perro de presa sin escrúpulos ni sentimientos para ocuparse de sus negocios. Así que descartó a su hijo mayor (que falleció alcoholizado en 1981) y se aseguró de educar al segundo, Donald, exactamente como él quería. Lo consiguió.
Donald comenzó a estudiar en el Kew-Forest School, en Queens. Lo echaron por su mal comportamiento cuando tenía trece años. Su padre lo envió entonces a la Escuela Militar de Nueva York, un antiguo internado para niños bajo régimen castrense. Cuando salió de allí, había terminado de convertirse punto menos que un matón pendenciero que se pasaba la vida buscándose problemas, exhibiendo testosterona y compitiendo por lo que fuera y con quien fuera. No soportaba perder ni a las canicas, se enfurecía muchísimo. El padre lo envió a la universidad de Fordham, también en nueva York; un severo centro privado regido por los jesuitas (pero Trump es presbiteriano, o eso dice; la religión le preocupa aún menos que el cambio climático) donde el joven Donald tampoco tuvo demasiado éxito: duró solo dos años. Por último, su padre decidió inscribirlo en la Escuela de Negocios Wharton, de la universidad de Pennsylvania, porque era una de las pocas instituciones que tenía un programa de estudios específicamente dedicado al sector inmobiliario. Donald obtuvo allí un grado en Economía. Era el año 1968. Nunca obtuvo el posgrado.
Es muy importante señalar la relación entre Donald Trump y su padre. Este drama de tintes shakespearianos viene perfectamente relatado en el libro escrito por Mary L. Trump, psicóloga y sobrina del político, que se titula Siempre demasiado y nunca suficiente (publicado en España por Ed. Urano). En síntesis, lo que había era un constante maltrato (físico y psicológico) hacia el muchacho, una total falta de afecto y, esto sobre todo, una exigencia que estaba muy por encima de las capacidades intelectuales del joven Donald, claramente limitadas.
A imitación de otras dinastías estadounidenses, como los Kennedy, Fred Trump no quería un hijo; quería un heredero capaz de gobernar el imperio inmobiliario que él había construido. Muerto el hermano mayor, Fred, nadie iba a disputarle a Donald la obligación de ser no lo que él mismo habría querido ser, que eso es un misterio, sino lo que su padre había decidido que fuese. Y Fred no educó, sino que podría decirse que adiestró a Donald para lograrlo. En ese adiestramiento, siempre según Mary L. Trump, no faltaron la violencia, la competitividad exacerbada, la falta de escrúpulos, la ausencia de empatía y la humillación. Todo esto sufrió y aprendió Donald, y lo convirtió en un ser humano profundamente infantiloide e inseguro; pero tapó siempre esa inseguridad con un ego hipertrofiado, una arrogancia que no conoce límites (no tolera que le contradigan) y una incapacidad casi absoluta para distinguir la realidad de la invención, la verdad de la mentira: Donald Trump se cree de verdad sus propias mentiras.
Cuando su padre, ya anciano, empezó a manifestar síntomas de la enfermedad de Alzheimer, obtuvo de Donald el mismo afecto que él le había mostrado durante toda su juventud: ninguno.
Su carrera como hombre de negocios es una montaña rusa. Siempre a la sombra de su padre, y respaldado por la enorme fortuna familiar, logró éxitos como (es un ejemplo entre varios) la rehabilitación del legendario hotel Commodore, en Nueva York. Eran los años en que en Nueva York no se ponía ni se quitaba una teja sin el permiso de la mafia, y los colaboradores de Trump reconocen, como la cosa más natural del mundo, que Donald se llevaba estupendamente con ellos, cómo no. Pero también hubo fracasos terroríficos, como el de los casinos Taj Mahal, en Atlantic City, levantados (sobre todo el segundo) gracias a los bonos basura: el hundimiento de aquella locura, en la que Trump se empeñó por puro orgullo y en contra de todos los consejos, se llevó por delante muchas fortunas y muchos ahorros. Pero de nuevo la mafia acudió en su ayuda (siempre según el testimonio de sus colaboradores de entonces) y Trump sobrevivió. Salió de aquello vivo y, de nuevo, rico.
Fue propietario de concursos de misses, equipos de fútbol, carreras ciclistas o campeonatos de boxeo. Este adicto a la comida basura (no se le conocen otras adicciones, salvo el sexo) logró algo muy próximo a la felicidad cuando le propusieron ser el protagonista, más que el presentador, de un exitoso “reality show” de la más pura y prístina telebasura, que se llamó El Aprendiz, emitido por la NBC. Allí Trump pudo por fin sacar partido a su más notoria característica, que es el histrionismo, y a su absoluta carencia del sentido del ridículo. También a su gancho, que sin duda lo tiene. Encontró su territorio natural. Sencillamente, nadie podía creer que aquel señor tan rico y tan importante fuese capaz de comportarse así delante de una cámara, y eso a la gente le hizo gracia. El programa fue un éxito y Trump se hizo muy popular.
Las veleidades políticas de Donald Trump comenzaron a finales del siglo pasado. Intentó una aventura imposible en 2000, con el “Partido de la Reforma”, que se quedó en nada. Apoyó unas veces a los demócratas y otras a los republicanos, no tenía una preferencia clara; esto es lógico porque para Trump la política era (y es) un juego cuyas reglas ni entiende ni le interesan, pero sobre todo es un desafío; un campo donde competir y, por supuesto, ganar. No la entendió jamás de otra manera. Por entonces, en los tiempos de El Aprendiz, había encuestas que le vaticinaban un notable éxito en caso de que se presentase a algo (a gobernador, a presidente) apoyándose en su gran popularidad televisiva. Nada más que en eso, porque ideas políticas no tuvo jamás ninguna. Es exactamente el mismo caso de Belén Esteban, aunque con formas de ser muy diferentes.
Pero a Trump, como persona y como político, no se le puede entender sin la influencia de tres personas: Roy Cohn, Steve Bannon y Roger Ailes. El primero, un abogado sin escrúpulos que falleció de sida en 1986 (un curioso caso de homosexual furibundamente homófobo), le enseñó a no pedir perdón ni a disculparse jamás. Por nada. Cuando te critiquen, ataca tú –le dijo–, y ataca en lo personal. Esa es una de las características fundamentales de la personalidad de Trump: denigrar, insultar y difamar a quien le contradice o a quien piensa de otra manera. Jamás da su brazo a torcer. Jamás reacciona de otra forma.
Steve Bannon, estratega de la campaña presidencial de Trump en 2016, es un personaje legítimamente comparable a Joseph Goebbels, por quien no oculta su admiración. Ha apoyado, impulsado y aconsejado a numerosos partidos europeos de extrema derecha, desde la Liga del Norte italiana (Salvini) hasta los neonazis alemanes. Este racista y supremacista blanco, presidente de la web Breitbart News (a la que él mismo definía como “la plataforma de la extrema derecha”), dejó la Casa Blanca, donde era consejero del presidente, cuando se le pilló robando dinero de las donaciones que enviaba la gente para construir el célebre “muro” que Trump dijo que iba a levantar en la frontera con México. Lo último que hizo Trump como presidente, en su primer mandato, fue indultarle.
Roger Ailes, creador de Fox News, es el hacedor de Trump como presidente. Fue quien creó y difundió el mensaje simplicísimo del candidato a presidente. Desde la Fox, fue Ailes quien atizó el odio de las depauperadas clases medias norteamericanas, quien no dudó en difundir (o inventar) mentiras sobre los rivales de Trump, que automáticamente se identificaban como enemigos de América. Fue de lo más comprensivo con el machismo y las acusaciones de abusos sexuales que desde hace años llueven sobre Trump: él mismo, Ailes, fue expulsado de Fox cuando se demostró que llevaba años abusando de las empleadas de la cadena que le gustaban. Falleció en 2017.
Cohn forjó la personalidad de Trump. Los otros dos le hicieron presidente, con la ayuda de los servicios secretos rusos: Putin sabía de Trump muchas cosas explosivas, tanto de su vida personal como de su actividad económica, y no dudó en utilizar a sus espías, a sus creadores de noticias falsas y a sus especialistas informáticos para ayudar a manejar la voluntad de los electores norteamericanos. Hoy, la decisiva intervención de Putin y los servicios secretos rusos en la victoria de Trump está incuestionablemente demostrada.
La primera presidencia de Trump es de sobras conocida. Prescindió de los aliados tradicionales de EE UU, especialmente Europa. Apoyó a todos los autócratas, dictadores y tiranos que pudo, desde el temible filipino Duterte al norcoreano Kim Jong-un (que le escribía unas “cartas preciosas”, según él). Como presidente, despreció la calamidad de la pandemia del covid-19, que él mismo dice que sufrió… durante tres días, y se atrevió a decir ante las cámaras (dónde si no), y delante de varios expertos científicos, que el coronavirus era una enfermedad pulmonar pasajera que se curaba inyectándose desinfectante. Las caras de los expertos eran inenarrables. Ha apoyado a todos los movimientos supremacistas y neofascistas de su país. Pulverizó (o al menos lo intentó; ese trabajo sin duda concluirá ahora) la separación de poderes esencial en la democracia. Pero al menos no declaró ninguna guerra, eso hay que reconocérselo.
Logró galvanizar a millones de norteamericanos, sobre todo los empobrecidos, que increíblemente vieron en aquel millonario fanfarrón, mentiroso compulsivo y antisistema a un líder de las clases medias norteamericanas, arruinadas por “los políticos”. Siendo como es un catálogo de transgresiones de los diez mandamientos del cristianismo, sobre todo del sexto y del octavo, consiguió el apoyo de los cristianos evangélicos, poderosísimos en EE UU y defensores de todas las posiciones políticas de la extrema derecha más radical. Sacó a su país de la OMS. Hundió (con la ayuda de la pandemia que a él le hacía tanta gracia) la economía de EE UU. Destruyó las esencias del Partido Republicano, el partido de Lincoln y de Eisenhower, y lo convirtió en un club de lacayos y lamerrabeles de sí mismo en el que no se tolera la menor desafección al “caudillo”; para ello no dudó en burlarse del respetadísimo por todos John McCain, senador por Arizona, héroe de guerra y candidato a la presidencia, que falleció de un tumor cerebral en agosto de 2018. La familia exigió al presidente Trump que ni se le ocurriese presentarse en el funeral.
Donald Trump, en fin, dividió a su país como nunca antes desde 1865, cuando acabó la guerra de secesión.
Fue el quinto presidente que no logró la reelección en los últimos cien años. Obtuvo, eso sí, 75 millones de votos en unos comicios que batieron todos los récords de participación. Incapaz de asumir una derrota (la influencia de su padre, de Roy Cohn, de Bannon, de Ailes), se empeñó en difundir la mentira de que las elecciones de 2020 habían sido fraudulentas. Una mentira más de las 30.000 que, según la prensa especializada, dijo durante su presidencia: casi no ha tenido tiempo para otra cosa. Trump presentó por ello más de 60 demandas judiciales. Las perdió todas. Todos los jueces, los gobernadores demócratas y republicanos, las comisiones electorales, congresistas y senadores de los dos partidos, admitieron –antes o después– que lo del fraude electoral se lo había inventado el propio Trump. Lo admitieron todos menos él. Presionó desvergonzadamente a muchos miembros de su propio partido para que le ayudasen a falsear los resultados electorales en varios estados, como Arizona, Georgia y Pennsilvania; no lo consiguió y les tachó a todos de traidores. Al primero, a su propio fiscal general, William Barr, nombrado por él, amigo personal suyo y más trumpista que el propio Trump, pero que se negó a hacer trampas. Lo defenestró sin contemplaciones.
Hizo falta que una turba de exaltados, convocados por el propio Trump, tomasen al asalto el Capitolio de Washington (6 de enero de 2021), profanasen el templo de la democracia norteamericana y provocasen cinco muertos y decenas de heridos, para que el presidente se diese cuenta de que esta vez había llegado demasiado lejos. Después de sumarse a quienes pedían que se ahorcase a su propio vicepresidente, Mike Pence, que también se negó a hacer trampas; y después de ver por televisión durante tres horas, tan tranquilo, el espectáculo de aquella turba furiosa destrozando el Capitolio, reculó. Dijo ante las cámaras, sin el menor escrúpulo de conciencia, que condenaba la violencia… que él mismo había instigado. Y se tragó la derrota, qué remedio le quedaba.
Trump fue el único presidente en casi siglo y medio que no quiso asistir a la toma de posesión de su sucesor. También fue el único de todos que sufrió dos procesos de impeachment o destitución. La mañana del 20 de enero de 2021, humillado y a la vez arrogante, se fue a su mansión de Florida después de decir su última bravuconada: “De alguna manera, volveré”.
Nadie creía que fuese capaz de hacerlo. La Comisión del Congreso (formada por demócratas y algunos republicanos) encargada de investigar el asalto al Capitolio del 6 de enero, encontró pruebas suficientes para hundir bajo tierra no ya a Trump sino a las pirámides de Egipto. Pero Trump sabía que aquello no era un proceso judicial y sencillamente se burló de él, que es lo que hace siempre. Por muchas de aquellas pruebas, por otros escándalos (varios de ellos sexuales) y por fraudes de toda clase y condición, fue llevado ante los tribunales y se convirtió en el único presidente de toda la historia norteamericana que tiene ficha policial, con una foto imposible de olvidar. Los agentes federales registraron su mansión de Mar-a-Lago, en Florida, y hallaron cajas enteras de documentos secretos del gobierno que Trump se había llevado a escondidas cuando tuvo que dejar la Casa Blanca.
Ningún otro político de cualquier democracia, ninguno en absoluto, habría sobrevivido a la centésima parte de todo esto, que no es más que un resumen apresurado. Pero Donald J. Trump tiene tres características singulares. La primera, una absoluta falta de vergüenza y de sentido moral, en todas sus acepciones. La segunda, muchísimo dinero para gastarlo en abogados que enreden todavía más el complicadísimo sistema legal norteamericano. Y la tercera, mucha suerte. Después de sortear una y cien veces el espíritu de la Ley, pero no su letra, Trump decidió volver a presentarse a las elecciones presidenciales. No porque quisiese completar un trabajo político que nunca existió ni porque hubiese cosas nuevas que quisiese hacer, sino por dos motivos fundamentales. El primero, la venganza, la revancha, el viejo “yo no pierdo nunca” de su infancia. Y la segunda porque, de ser nuevamente elegido presidente, le sería muy fácil detener definitivamente la maquinaria de la justicia que, inexorablemente, iba tras él… si perdía, o si seguía siendo un ciudadano más.
Consiguió presentarse. Barrió de un plumazo en las primarias, con sus insultos y sus apodos y sus habituales bravuconadas amenazantes, a los posibles rivales republicanos. Logró la nominación y se encontró con que su rival era el presidente en ejercicio, Joe Biden, un anciano mucho más desgastado que él por la edad (tiene 81 años, tres más que el propio Trump) y que vacilaba en los debates. El único encuentro electoral entre ambos fue literalmente catastrófico para Biden.
Lograron convencer al presidente de que dejase el sitio a alguien más joven y con más fuerza. La llegada de Kamala Harris a la candidatura presidencial del Partido Demócrata, apenas tres meses antes de las elecciones, fue un ventarrón de aire fresco que dio la vuelta a las encuestas. Pero el poder mediático de Trump es sencillamente inmenso. Y él sabía que su histrionismo, su falta de vergüenza y de sentido del ridículo, sus insultos, sus amenazas, sus increíbles mentiras y sus escándalos, hundirían sin remedio a cualquier otro candidato, pero no a él. Todo eso le hacía crecer ante un público, cada vez más numeroso, que parece haberse hartado de la democracia constitucional y, sobre todo, de “los políticos”. Mientras Harris hacía una campaña que habría matado de envidia a cualquiera en cualquier elección anterior, incluida la que ganó Obama, Trump se dedicaba a exhibir impúdicamente su mala educación, a moverse como un orangután en el escenario fingiendo que bailaba, a insultar ferozmente a todo el mundo (Harris, los jueces, los demócratas, los latinos, los negros, las mujeres, los “políticos del sistema”) y… a ganar votos.
Contra todo pronóstico y toda lógica, Donald Trump ganó las elecciones presidenciales del 5 de noviembre (las terceras a las que concurría) casi por goleada. Ha logrado su venganza: está amaestrado para ello desde niño. Obtuvo diez millones de votos más que su contrincante demócrata. En el principio de su segunda presidencia controlará el poder ejecutivo, el legislativo y el judicial, porque él ha nombrado a la mayoría de los jueces de la Corte Suprema. Es decir, que puede hacer lo que quiera.
El verdadero problema es que probablemente lo hará. No queda nadie capaz de sujetarle.
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El bull terrier es un perro de origen inglés. Fue inventado (porque es un perro inventado, casi artificial) en la segunda mitad del XIX y desde el principio se buscó que fuese un perro de pelea. Tiene una cabeza triangular que lo distingue de todas las demás razas de perros. A veces muestra una mancha negra alrededor de uno de los ojos, como le pasaba al famoso Ojo Buey de la célebre película musical OIiver, de 1968. Mucho más raramente le ponen entre las orejas una peluca anaranjada que lo hace todavía más feo.
No es en absoluto un perro inteligente. Aparte de su fortaleza física, lo que distingue al bull terrier es su casi total ausencia de sentimientos y su asombrosa resistencia al dolor. Dotado de unas mandíbulas terribles, cuando hace presa en algo (en otro perro, en un juez, en una candidata demócrata, en lo que sea) no lo suelta jamás, pase lo que pase. Se han dado casos de bull terriers que se han dejado matar antes que aflojar su mordisco.
Los amantes de esta peligrosísima raza aseguran que, bien educado desde cachorrito, el bull terrier es juguetón, cariñoso y saltarín. Pero si uno quiere un perro así lo que hace es comprarse un téckel, no un bull terrier, que está diseñado para matar. Y se le adiestra para eso, no para que haga monerías. No es que tenga mal carácter: es que es frío como un témpano, insensible como un SS, y hace lo único que sabe hacer, que es destrozar a su presa. ¿Para qué? Pues ahí ya le entran las dudas, porque después de la pelea no sabe bien qué hacer con la victoria. Además, suele faltarle otra de las características comunes a todos los perros, que es la fidelidad a su dueño. La lealtad. Es taimado y marrullero, como tantos perros poco o nada listos.
Entre los aficionados a los perros hay una frase conocida: “Es un perro que no hay que tener nunca”. Y votarle, pues todavía menos… Pero ya no tiene remedio.
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