Edmundo Bal Francés nació en Huelva el 2 de julio de 1967. Es el mayor de los tres hijos de Jesús, funcionario, y de Lolita, ama de casa y excelente cocinera, a quien su hijo debe una de sus pasiones: la cocina. Edmundo, que debe su nombre a su abuelo, presume de andaluz, pero lo cierto es que su padre pidió el traslado de Huelva a Madrid (le destinaron a Hacienda) cuando el niño apenas caminaba; la familia aterrizó en el entonces complicado barrio de Moratalaz años antes de que muriese Franco.
Edmundo Bal estudió hasta los siete años en el colegio de los agustinianos de Moratalaz. Luego la familia cambió de barrio, siempre en Madrid (se fueron a vivir a Cuatro Caminos), y el niño pasó a otro colegio, el de Nuestra Señora del Buen Consejo. Allí dejó claro algo que la familia ya sabía: el chaval era muy, muy inteligente. No le costaba estudiar. Le interesaba todo, lo hacía todo, se metía en todo. Probablemente era un niño hiperactivo, pero entonces ese concepto ni siquiera existía y se solía decir que los niños así eran “culillos de mal asiento” o cosas por el estilo.
Nació con alma rockera, subespecie Led Zeppelin y AC/DC. Y cocinera (sobre todo la repostería). Y motera (tiene una Harley Davidson y un grupo de chalados como él con los que sale a la carretera a quemar neumático). Y es del Atleti, como quizá no podía ser de otra manera. Y corre maratones. Y le encantan los pantalones de pitillo. No hay charco en el que no se meta este hombre, pero ante todo tiene, desde chaval, una pasión: el servicio público, el interés público.
Por eso no dudó ni un segundo sobre lo que quería estudiar: Derecho. Y también tuvo siempre claro lo que quería ser: abogado del Estado. Tenaz, metódico, con prisa pero sin pausa, se licenció en Derecho en la Complutense en 1991. Tuvo tiempo en la universidad para conocer a Maje, su mujer, otra abogada “romántica” como él y madre de sus dos hijos. Con las oposiciones a la Abogacía del Estado puso en funcionamiento otra de sus cualidades: una memoria prodigiosa, infalible, paquidérmica. Pasó la prueba (dificilísima) sin aparente esfuerzo: en 1993, con 26 años, tomaba posesión de su primera plaza, en Huesca. Luego, Zaragoza. Y por fin, el regreso a Madrid.
Hay que decir que en esos años tuvo la ocurrencia de pedir una excedencia para trabajar en un despacho privado. Cobraba el doble que como abogado del estado, pero… estaba fuera de su senda, de su vocación. Edmundo había nacido para lo público y no tardó en volver a ello.
Como abogado del Estado se hizo un nombre, eso sin duda. Obstinado, idealista como es, se empeñó en “meter p’alante”, como se dice coloquialmente, nada menos que a la aristocracia del fútbol español, cuyos miembros, en no pocos casos, tenían con Hacienda la misma relación que tienen los guepardos con las focas árticas: ninguna. Edmundo Bal hizo tragar saliva (y soltar una fortuna) a estrellas como Messi, Falcao, Di María, Modric, Xabi Alonso, el lenguaraz Mourinho y sobre todo Cristiano Ronaldo, que se avino a desprenderse de casi 19 millones de euros con tal de sacarse de encima a aquel señor.
Bal participó en otros casos “de renombre”, como la trama de la familia Pujol o la Gürtel, siempre en defensa de los intereses del Estado. Pero con lo que no contaba era con que el Estado, o al menos el Gobierno, se volviese contra él. Fue durante el caso del independentismo catalán, el llamado procès. Después de todo lo que ocurrió, Edmundo Bal tenía clarísimo que lo que habían cometido los acusados era un delito de rebelión. Pero en octubre de 2018, cuando había que presentar el escrito por el caso del 1-O, Pedro Sánchez llevaba ya unos meses como presidente del Gobierno. Y empezaron las presiones.
Poco antes de la presentación del escrito, los enviados del Gobierno recomendaron al abogado del Estado que quitase primero una cosa, luego otra, después otra más… El texto tenía que firmarlo él, Edmundo Bal, pero debía decir lo que quisiera el gobierno, y sobre todo debía no decir muchas cosas. Bal se dio cuenta de que, por razones de conveniencia política pura y dura (las negociaciones con ERC, por ejemplo), le estaban forzando a faltar a la verdad: había que eliminar de aquel texto toda alusión a la violencia para que el delito no fuese de rebelión sino de sedición, que la ley trata con más benignidad. Y el abogado del Estado, con 16 años de prestigio a sus espaldas, dijo: “Muy bien, como queráis. Pero yo esto no lo voy a firmar”.
Fue fulminantemente destituido… por servir fielmente al Estado. No al poder. Le sacaron del edificio. Le metieron en un despachito a teclear contenciosos. No le llamó nadie del Gobierno, del partido en el poder, del Ministerio: simplemente lo echaron. Su caso tuvo cierta repercusión y, antes de que hubiese pasado una semana, sonó el teléfono. Era un joven y ambicioso político que se llamaba Albert Rivera.
Y Edmundo Bal, que jamás se había metido en los tremedales de la política más allá de lo que puede haber hecho cualquier votante, se vio en las listas de candidatos de Ciudadanos. Fue en 2019. Dio su primer mitin en Las Rozas, ante 6.000 personas, y su comentario fue: “Ahora ya sé lo que siente Mick Jagger”. No salió elegido, pero poco después sobrevino otro terremoto: Rivera cometió el tremendo error de querer colocar a su partido tan a la derecha que casi se cae de la mesa política por ese lado, y el fracaso fue estrepitoso. Tuvo que dimitir. ¿Y quién ocupó el escaño que dejó Rivera en el Congreso? Edmundo Bal.
Fueron dos años de locos. Inés Arrimadas remaba en dirección contraria a la de Rivera, Girauta rimaba en dirección contraria a la de Arrimadas, Aguado pasaba el tiempo pensando en qué dirección remar y Bal, el novato, el que creía de verdad en el centro político, el que aún pensaba que la política de partido es algo noble porque está hecha para servir a los ciudadanos, tragaba saliva cada vez con mayor angustia mientras la barca se iba llenando de agua.
En marzo de este año, en plena pandemia, viejas rencillas, rencores y ambiciones personales hicieron reventar el gobierno de la comunidad de Murcia: los votos de los diputados de Ciudadanos se volvieron tan valiosos como si fuesen de marfil. Hubo un vergonzoso mercadeo de cargos, votos y voluntades, en el que lo único que faltó fue la subasta pública al mejor postor.
A la vez, y aprovechando el río revuelto, la presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso, dinamitó su propio gobierno (que compartía con Ciudadanos) y convocó elecciones. El candidato del partido naranja, Ignacio Aguado, fue políticamente despedazado a las primeras de cambio. Fue como si en el partido que fundó Rivera sonasen las sirenas del Titanic: aquí y allá diputados, militantes y amigos del alma empezaron a tirarse al agua por babor y por estribor, con o sin bote salvavidas. Empezó a sobrar sitio en las reuniones. ¿Quién quedaba para competir con la impetuosa Ayuso por la presidencia madrileña? Pues uno que no se había movido de su sitio, uno que creía que el motor de todo y el fin de todo eran la justicia y el bien público; uno que no dejaba de repetir que en el centro estaba la concordia y el diálogo, uno que estaba en aquel lío por vocación y no por ambición: Edmundo Bal.
Como lúcidamente escribía José Alejandro Vara en este periódico, hay dos candidatos en estas elecciones que darían lo que fuera por no serlo: Ángel Gabilondo, un filósofo, y Edmundo Bal, un brillante abogado con vaqueros de pitillo, moto de gran cilindrada, un optimismo insumergible y dos décadas y media de honestidad a sus espaldas. Lo tiene dificilísimo. Porque es posible que la Fortuna ayude a los audaces, no es este el momento de discutir eso, pero es cosa probada que a los idealistas no se acerca jamás.
El elegante africano
El elefante africano de sabana (loxodonta africana) es uno de los animales más inteligentes del mundo. Es rápido de reflejos, aunque se mueva despacio. Tiene una memoria prodigiosa y, al contrario que su primo de la India, es casi imposible domesticarlo, someterlo, amedrentarlo o sobornarlo, porque tiene una personalidad acusadísima. Su formidable tamaño hace que, llegado a la edad adulta, no tenga depredadores en el mundo animal: solo acaban con él los cazadores furtivos y los demás políticos, que poco a poco lo están llevando a la extinción. La causa de su desgracia son sus enormes colmillos de marfil, afilados como votos en un empate, por los que se han llegado a pagar –en el mercado de Murcia, por ejemplo– verdaderas fortunas, prebendas, sillones y coches oficiales.
El elefante macho y adulto tiende a la soledad. No le importa. Sabe lo que vale y lo que es capaz de hacer. Sabe también que, aunque se quede solo, sobrevivirá si procede conforme a su aprendizaje y sus principios. No le tiene miedo a eso.
De las muchas cosas apasionantes que pueden decirse sobre el elefante africano, cabe destacar una: está entre los poquísimos seres vivos (aparte del homo sapiens, desde luego) que saben que van a morir. Incluso antes de sentirse enfermos. Cuando advierten que se acerca su hora, sea el 4 de mayo o sea cualquier otro día del año, actúan como el resto del tiempo: con una enorme dignidad se aíslan de la manada, si es que viven en ella; continúan con su trabajo hasta el último momento y, llegado el trance final, buscan noblemente un lugar discreto en el que expirar. Casi dan ganas de hablar de estoicismo.
Los demás elefantes (que son, como venimos diciendo, cada vez más escasos), cuando pasan por el lugar donde quedaron los huesos, los tocan suavemente, los huelen y sienten nostalgia. Mejor dicho, una indecible pena.
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