Recep Tayyip Erdogan nació en Kamsipasa, un viejo barrio marinero de la ciudad de Estambul (distrito de Beyoglu), en Turquía, el 26 de febrero de 1954. Sus padres, originarios de la zona del Mar Negro, fueron Ahmet Erdogan, capitán de la Guardia Costera, y su esposa Tenzile Erdogan, que se ocupaba de la casa y de los hijos (eran varios). La familia solía pasar los veranos en su zona originaria de Güneysu, junto al mar.
La infancia y la adolescencia del niño Erdogan no fueron fáciles. Vendía por la calle postales a los turistas, agua a los conductores atrapados en los atascos, pan de sésamo y lo que se terciara. Era inteligente. Estudió Administración de Empresas en lo que hoy es la Facultad de Ciencias Económicas y Administrativas de la Universidad de Mármara, pero ojo con esto: esos datos proceden de su biografía oficial, en la que el pasado de Erdogan se ha repintado y reconstruido con el mayor esmero hasta volverlo irreconocible, como sucede con tantos dictadores. Hay muy serias dudas de que el joven llegase siquiera a pisar la Facultad. Lo mismo ocurre con su supuesto trabajo de “consultor de empresas privadas” en la década de los 80 del pasado siglo.
Hay dos cosas incuestionables dentro de la trayectoria de Erdogan: le gustaba la política y era profundamente conservador, profundamente nacionalista y profundamente musulmán. Apenas pasaba de los veinte años cuando se afilió a la juventudes del Partido de Salvación Nacional (MSP), de cariz netamente islamista. Pero en 1980 se produjo un golpe de Estado militar, el tercero de la república de Turquía después de los de 1960 y 1971: el ejército turco, que se había arrogado el papel de “vigilante” del laicismo desde 1923, en los tiempos de Kemal Atatürk, decidió poner fin al caos político en el país (4.000 muertos por violencia política en tres años) y el general Kenan Evren tomó el poder tras derrocar al primer ministro Suleyman Demirel. Estuvo al mando del país durante tres años. Los partidos islamistas fueron ilegalizados, entre ellos el MSP al que pertenecía Erdogan.
En cuanto desapareció el gobierno militar (1983) el joven se afilió a otro grupo, el Partido de la Prosperidad, el Refah, que luego se llamaría Partido de la Virtud. Eran los mismos, con las mismas ideas radicales y el mismo líder. Erdogan tenía 40 años cuando su partido lo presentó a las elecciones para la Alcaldía de Estambul. Ganó. Fue alcalde desde 1990 a 1994, cuando se le ocurrió recitar en público un poema en el que prácticamente llamaba a la insurrección yihadista, y el Tribunal Constitucional lo destituyó y lo metió en la cárcel.
Ahí se produjo la primera de las metamorfosis, camuflajes ideológicos o camaleonismos políticos del astuto joven. Fundó un partido nuevo, el AKP (Partido de la Justicia y el Desarrollo) del que se constituyó en líder indiscutible… e indiscutido. El truco fue “rebajar”, al menos para la galería, el tono islamista de su formación. Eso fue en 2001. Tuvo éxito. Al año siguiente ganó las elecciones parlamentarias y un año después, en 2003, los jueces no tuvieron más remedio que aceptarle como primer ministro, a pesar de que le habían puesto todas las trabas posibles por sus antecedentes carcelarios.
Erdogan mostró casi desde el principio cuál era el principio motor de su ideología: donde manda él, no manda nadie más. Considera que la democracia, el equilibrio de los tres poderes clásicos y el parlamentarismo son pecados occidentales. Cuando es necesario (algo que ocurre con enorme frecuencia) utiliza la mano dura, o más bien durísima. Los turcos aprendieron bien pronto que oponerse a Erdogan era jugarse la vida. Las protestas de 2013 (el primer ministro llevaba ya dos reelecciones), que comenzaron para defender un parque que querían transformar en un centro comercial, fueron sofocadas a golpes, a tiros y con una violencia policial que espeluznó a Occidente. Nunca llegó a saberse el número real de muertos.
Erdogan, hombre de grandes cóleras que en 2009 abandonó a gritos la reunión del Foro Económico Mundial, prosiguió con la islamización progresiva del país. En realidad trató de controlarla o conducirla él mismo, para evitar excesos aún mayores de los propios fanáticos, pero el resultado fue que el Estado laico creado por Atatürk casi un siglo atrás empezó a desvanecerse rápidamente. En lo económico fue igualmente astuto: emprendió una serie de privatizaciones de las “joyas de la corona” de la economía turca, al estilo de lo que hizo Yeltsin en Rusia, lo cual creó una reducida casta de magnates que le debían mucho y aumentó enormemente la desigualdad. Erdogan no tuvo ningún problema en agredir al medio ambiente de su país con la construcción de centrales eléctricas de carbón en un momento en que ese sistema estaba siendo desechado por todos los países occidentales. ¿Que había protestas? Tampoco pasaba nada: se acallaban a palos.
Pero la clave de su política, y de su supervivencia, fue la política exterior. Turquía está, geográficamente, en el medio de casi todo: es el puente natural entre Europa, los países del Cáucaso ex soviéticos y Oriente Medio. Hace muchas décadas que Estados Unidos tiene clarísimo que no puede dejar que Turquía salga de su zona de influencia, como se vio, por ejemplo, en la crisis de los misiles de 1962, cuando la clave para el acuerdo entre Kennedy y Jruschov fue la eliminación (en secreto) de los obsoletos cohetes con armas nucleares que los norteamericanos tenían en la base turca de Incirlik. Turquía no es que sea necesaria en el tablero geopolítico: es que es indispensable para la estrategia occidental.
Pero otra cosa es la Unión Europea. Erdogan, que fue elegido presidente de Turquía en 2014 como sucesor de su fiel amigo Abdullah Gül (y ahí sigue y seguirá: donde manda Erdogan no manda nadie más), tiene el empeño personal de integrar a su nación en la UE, y para ello hace valer su condición de miembro valiosísimo de la OTAN. Pero la UE tiene unas normas muy rígidas para quienes pretenden adherirse a ella. Erdogan tuvo que tragarse algunos sapos para él muy desagradables. Proclamó la libertad religiosa, la libertad de expresión, abolió la pena de muerte y el “delito de adulterio”, y otras medidas parecidas. Otra cosa es que todo aquello fuese verdad, desde luego.
Porque el proceso de islamización continuaba (y continúa) a ritmo variable. Turquía es hoy uno de los países más peligrosos del mundo para ejercer el periodismo. Incontables políticos, activistas e informadores críticos con Erdogan han sido encarcelados… o nadie les ha vuelto a ver. Las mujeres no tienen que llevar burka, como en Afganistán, pero no parece que les falte mucho para ello. Y el presidente ha llegado a decir (esto es una anécdota aparentemente menor) que el festival de Eurovisión es un “ataque a la familia tradicional” y a los principios del Islam. De nuevo el camaleonismo y el camuflaje político. Para llevar toda la jurisprudencia contra Turquía del Tribunal Europeo de los Derechos Humanos haría falta una carretilla.
Todo esto, sin embargo, no impidió que en julio de 2016 se diese un intento de golpe de Estado… ¡islamista! contra Erdogan. Los clérigos más radicales, como Fethullah Gülen (antiguo amigo y aliado suyo), intentaron derrocarle. Pero el presidente se revolvió, venció a los golpistas y aprovechó para desatar la ola de terror más brutal que ha vivido Turquía en décadas. Durante muchas semanas, los “hombres del presidente” encarcelaron o “suprimieron” a decenas de sospechosos, no todos islamistas radicales ni mucho menos: Erdogan organizó una purga de escalofrío en el Ejército, en el funcionariado, en la enseñanza, en la judicatura, en las organizaciones civiles y en todo lo que se le puso por delante. Solo militares, fueron “purgados” más de 25.000. El total de “golpistas” represaliados pasa de los 200.000. Erdogan dejó Turquía, políticamente, como un solar. Donde manda él, no manda nadie más.
¿Occidente le necesitaba? Sí, desde luego. Era amigo de Putin, pero también de Berlusconi. El presidente francés, Chirac, y el canciller alemán, Schroeder, dijeron públicamente que apoyarían la candidatura de la Turquía de Erdogan para entrar en la UE.
Pero Erdogan no contaba con uno de los defectos, pecados o malformaciones típicas de los países europeos: la democracia. El Tratado para la Constitución Europea, que Turquía había firmado y por el que contaba con entrar “de rondón” en la Unión Europea, obtuvo el voto negativo –en referéndum– de franceses y neerlandeses. El Tratado no se firmó. Y Erdogan se quedó a verlas venir… en medio de uno de sus legendarios ataques de ira.
Puso dificultades al ejército de EE UU durante la primera guerra del golfo, pero no durante la segunda. Se ha llevado siempre bastante bien con Israel, pero criticó en 2010 el ataque a la flotilla que trataba de auxiliar a Gaza y vuelve a hacerlo ahora. Turquía recibió a más refugiados sirios que nadie durante la espantosa guerra que devastó ese país, pero sigue siendo “colega” de Putin (uno de los responsables de aquella matanza) y aprovechó la ocasión para librarse de sus propios kurdos. Forma parte del “club de los populistas” junto con sus amigos Putin, Trump, Jinping, Orbán, Bolsonaro y otros semejantes, pero se esfuerza en aparecer como mediador entre Ucrania y Rusia, o entre Israel e Irán en la tragedia de Gaza. Dependiendo del lado por el que lo mires, es de un color o de otro.
Este es el hombre que, con una visita a la que se ha dado poquísima cobertura informativa en comparación con otras de rango semejante, acaba de visitar España con dos objetivos evidentes: hacer negocios y tratar de volver a impulsar la candidatura de Turquía para entrar en la UE. Se ha hecho muchas fotos con empresarios, con Sánchez (a quien atribuyó “liderazgo mundial”) y con el Rey. Y ha acabado despotricando contra los periodistas, que le preguntaban por el incumplimiento turco de varias sentencias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo. Les acusó de “defender a terroristas”.
Es un tirano que algunas veces lo disimula. Nadie le quiere, pero todos le necesitan y él lo sabe. Es como el padrino que se emborracha en la boda y le toca el culo a las señoras. Hay que hacer como que no lo has visto, porque la boda la paga él.
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Hace muy pocos años, alrededor de veinte, se descubrió una nueva especie de lagarto cerca de las ruinas de la antigua universidad de Harran, en el sur de Turquía. Es un reptil escincomorfo de la familia de los lacértidos y se le puso el nombre de Acanthodactylus harranensis. Para andar por casa, en lagarto de Harran. Es endémico de esa zona.
¿Por qué nadie lo había visto antes? Fácil: es pequeño (unos cinco centímetros, a veces un poco más); se parece mucho a otros lagartos también escincomorfos, también lacértidos e igualmente populistas que hay por todas partes, y, por último, este bicho de aspecto nada tranquilizador es un maestro del camuflaje. Disimula como nadie, el muy puñetero. Si él no quiere, tú no lo verás porque se confunde con el paisaje tan bien o mejor que los camaleones, los pulpos o las sepias. Y eso que no es capaz de cambiar de color.
En su afán por ser tomado en serio y ocupar un espacio digno dentro del mundo de los lagartos, el de Harran tiene manchas, escamas de colores y protuberancias en la cabeza que le dan un aspecto mucho más sugerente que el de una simple lagartija de pedregal. Su vida no es fácil. Pero ay de ti si eres mosca, saltamontes, araña, abejorro zumbón y distraído o cualquier otro tipo de bicho más pequeño que él. No tiene piedad. Es un tirano insaciable en las escasas zonas que habita. Disimula, el muy bribón, pero donde está él no manda nadie más.
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