Esteban González Pons nació en Valencia el 21 de agosto de 1964. Es uno de los hijos que tuvieron el ilustre endocrino Esteban González Bayo y su mujer, la enfermera y matrona Victoria Pons. El padre, que nació el 18 de julio de 1936 (que también es puntería, ¿eh?) es hijo y nieto de médicos, con lo cual se dio casi por sentado que el pequeño Esteban estudiaría Medicina. Pero fue imposible. En cuanto ve algo de sangre, Esteban González Pons se marea y a quien hay que cuidar es a él. Había que buscar otra salida.
Esa salida fue el Derecho. Esteban salió listo, muy listo, como lo prueba el hecho de que estudió en los Jesuitas; tras en Concilio Vaticano II, los hijos de San Ignacio (que estaban entre los mejores y más avanzados pedagogos del mundo; quien lo probó lo sabe) no dejaban entrar a cualquiera. El dinero contaba, cómo no, y la familia de Esteban lo tenía. Pero sobre todo contaban la inteligencia y la predisposición para aprender.
Lo curioso es que el niño mostró, desde que supo leer, una clarísima afición por las letras, lo mismo que su padre. Se lo leía todo y a los trece o catorce años escribía mucho mejor que la mayoría de los periodistas de la ciudad. Pero la literatura no estaba considerada entonces –tampoco ahora, la verdad– una profesión, un oficio sino una afición más o menos inofensiva; así que la familia, descartada la Medicina por las sanguinolentas razones que quedan dichas, "aconsejó" al joven Esteban que estudiase Derecho.
Lo hizo. Sacó la carrera sin mayores contratiempos. Lo mismo hizo con el doctorado. Y entonces llegó la pregunta decisiva: Y ahora… ¿qué hago?
Ahí intervino, como el hada madrina, una amiga de la familia que se llamaba Rita Barberá. Esteban la adoraba. Y Rita le dijo que lo de ejercer como abogado estaba muy bien, pero que se tirase del avión sobre la política sin preguntarse si llevaba o no paracaídas. Si este se abría, el chaval triunfaría. Si no, se pegaría tal estacazo que ya no merecería la pena preocuparse de nada más.
Su andadura en el PP
Lo hizo. Se metió en el PP, donde tenía la mejor madrina imaginable (en aquellos años lo era) y le fue bien. Es curioso que no empezase su carrera política por donde la empieza casi todo el mundo: concejal en algún sitio, luego alcalde y luego ya se verá. Esteban aprendió el funcionamiento del partido durante algunos años y cuando aún no había cumplido los 29 lo presentaron como candidato al Senado, que era una cosa que estaba allí porque lo ponía en la Constitución y de cuya utilidad se discutía entonces aún más que hoy. Pero ganó la elección y el escaño de senador. Entonces se puso a aprender cómo funcionaba la política parlamentaria. Debió de aprender bastante porque seis años después lo eligieron portavoz del Grupo Popular en esa Cámara. Hablaba bien, tenía cultura, obedecía y además era guapo. Eso era suficiente.
En aquellos primeros años del nuevo siglo, la estrella rutilante de la derecha valenciana era –con permiso de Rita Barberá, alcaldesa de Valencia y la reina de las mayorías absolutas– Francisco Camps. González Pons hizo lo mismo que todo el mundo: bailarle el agua y acercarse a él. Fueron los años de la Valencia faraónica, de las grandes construcciones monumentales y de los grandes acontecimientos, desde la Formula 1 hasta la visita del Papa Ratzinger. Años más tarde, González Pons diría: "Fuimos demasiado lejos en la política de grandes eventos y de obras monumentales. Hubo un momento en el que al PP valenciano le importó más la imagen pública de la Comunidad que la vida particular de los ciudadanos. Debimos haber construido menos Ciudad de las Ciencias y atender más a la sanidad, la educación y los servicios sociales. Nos preocupamos tanto por la mística que olvidamos la ética". Y tanto que se olvidaron. La Justicia se encargaría de demostrar, no tardando, que todo aquel espectacular chisporroteo estaba construido sobre las arenas movedizas de la corrupción, de las comisiones, de la apropiación de dinero público y de los "amiguitos del alma" del presidente Camps. Y de muchos más.
Él habla en primera persona del plural. Dejó el Senado y fue, sucesivamente, consejero de Cultura y Educación, de Relaciones Institucionales y de Territorio y Vivienda en la Generalitat valenciana, que el PP gobernaba con mayoría absoluta. Lo eligieron diputado en las Cortes valencianas, inmediatamente portavoz y un año después, en 2008, diputado en el Congreso por Valencia. Era un personaje esencial en la política valenciana de aquellos años que parecían dorados. Una muestra de su forma de ser: en cierta ocasión, ya caída Rita Barberá, le animaron a que se presentase como candidato a la alcaldía de Valencia. Dijo que no. ¿Por qué? Porque no le dejaba su madre. Y parecía decirlo completamente en serio.
Camps cayó, empapado del ácido del caso Gürtel, en el verano de 2011. Pero en noviembre de ese mismo año, tras la catástrofe económica de los últimos años de Rodríguez Zapatero, Mariano Rajoy ganó las elecciones por mayoría absoluta. La estrella de González Pons no declinó aún, a pesar de que en el partido "no se hablaba" de "lo de Valencia" y que el hedor corría, o esa era la sensación general, por todas las sedes del PP de España. Pons aprendió entonces que en unas ocasiones (y ante algunas personas) hay que decir unas cosas y en otras (o ante otros) hay que decir no necesariamente las contrarias, pero sí otras distintas. No lo olvidaría nunca.
Exilio en el Parlamento Europeo
Fueron años contradictorios. Rajoy confiaba en él; le había hecho vicesecretario de Comunicación del partido en 2008, lo cual significaba usar un lenguaje muy áspero –poco propio de él– en sus frecuentísimas exposiciones públicas. Lo mantuvo durante un tiempo después de ganar las elecciones, pero meses después le encargó de "estudios y programas", aunque le mantuvo el rango casi cardenalicio de vicesecretario general. Su estrella empezó a entrar en una zona de neblina.
Y entonces ocurrió algo parecido a un milagro. González Pons tenía enemigos poderosos, como pasa en las elites de todos los partidos. Rajoy, en 2014, decidió "ascenderle" a número dos de las lista electoral del PP… al Parlamento Europeo. Naturalmente, ganó el escaño. Rajoy no quería prescindir de aquel tipo tan listo, tan culto, que hablaba tan bien y de maneras y tonos tan distintos (y siempre tan apropiados a la ocasión), pero en aquel momento era mejor enviarlo lejos.
Y aquel exilio (porque era un exilio, él era el primero que lo sabía) le libró de una serie de catástrofes que habrían acabado con la carrera política de cualquiera. No estaba cuando Rita Barberá perdió su mayoría absoluta en el Ayuntamiento de Valencia, ni cuando la colocaron en una "hornacina" en el Senado para mantener su inmunidad parlamentaria, ni cuando la suspendieron como miembro del PP. Su madrina política falleció en 2016 y ese fue uno de los mayores dolores en la vida del eurodiputado González Pons.
Tampoco estaba –mejor dicho: estaba lo bastante lejos– cuando la moción de censura de 2018 tumbó a Rajoy y metió en la Moncloa a un señor que políticamente parecía de corcho porque no había forma de hundirlo, Pedro Sánchez. Y tampoco estaba cuando, tras la peligrosa aventura de las primarias, se hizo con el timón del PP un jovenzuelo muy nervioso que no hacía más sonreír con gesto forzado y dar voces, Pablo Casado. No estaba tampoco (políticamente hablando, claro) cuando estalló la pandemia de la Covid y los cimientos del país crujieron. Y esto sobre todo: seguía en su nido de oro de Bruselas-Estrasburgo cuando en su partido, el PP, decidieron representar a toda prisa el Julio César, de Shakespeare, y entre todos apuñalaron al líder, Pablo Casado. Y a su lugarteniente, Teodoro García Egea. González Pons se libró de todo eso. Y sobrevivió.
Cuando la larga noche trágica terminó –fue la peor crisis que ha vivido el PP en treinta años– y por el norte apareció la figura del "pacificador", Alberto Núñez Feijóo, el cuerpo políticamente congelado (pero incorrupto) de Esteban González Pons empezó a dar señales de vida. Empezó a moverse, y rápido. Este hombre que presume de su sincero afecto por Pablo Iglesias Turrión y por el exministro Máxim Huerta, que ha llegado a cometer la locura de reconocer errores pasados, que ha publicado varias novelas nada desdeñables (la mejor es la última, El escaño de Satanás) y que tuvo la increíble habilidad de quitarse del medio (o dejar que lo quitaran) cuando todo se venía abajo sin que nadie lo sospechase, fue llamado por el nuevo líder, Feijóo, quien le hizo vicesecretario general de Política Institucional e Internacional del PP. El astuto y brillante González Pons volvía no ya a la curia sino al cónclave. El lugar en que se toman las decisiones.
En estos años bruselenses ha aprendido mucho. Dice que nunca vio tal cantidad de política “químicamente pura” como en el Parlamento Europeo, de cuyo Partido Popular ha sido vicepresidente. Ha aprendido a mirar con cierta sabia distancia los griteríos que se arman en el Congreso, y no le gustan demasiado (lo diga o no) los bailes de salón entre su partido y la castiza ultraderecha española, porque eso en Europa suele despreciarse. Pero sigue siendo un hacha a la hora de poner cómicas caras de pasmo en su recuperado escaño del Congreso de los Diputados y también a la hora de cambiar de tono cuando habla: enamoró a su actual esposa por lo bien que leía, por lo hábilmente que modulaba la voz.
Así, es perfectamente capaz de poner gesto y tono de conmovedora humildad cuando dice que no será ministro (es lo único que le falta) y también de tronar como un volcán cuando asegura que el Tribunal Constitucional es un "cáncer" para el Estado de Derecho, barbaridad por la que ya sabía que tendría que pedir disculpas. Y así lo hizo, de nuevo con voz aterciopelada.
Nunca se hunde. Nunca es prudente darlo por muerto. Hace unas horas, el comisario de Justicia de la UE, Didier Reynders, ha citado a González Pons y al ministro de Justicia, Félix Bolaños (otra mano de hierro que sabe vestir guante de seda) para acabar de una vez con el inaudito bloqueo del Consejo General del Poder Judicial en España.
No depende de ellos ni mucho menos, pero quién sabe si lo conseguirán. Los supervivientes natos son gente de grandes habilidades.
* * *
El tardígrado (Tardigrada), llamado comúnmente oso de agua por quienes pueden verlo (que no son tantos), es, dentro del reino animal, un ecdisozoo. Esto quiere decir que es invertebrado, protóstomo, segmentado, muchas veces microscópico (los más grandes llegan al medio milímetro) y más feo que Picio, si permiten ustedes la comparación. Ni los más delirantes diseñadores de monstruos para películas de ciencia ficción han llegado a imaginar algo ni remotamente tan repulsivo y asustante como el tardígrado. Menos mal que es pequeñajo.
Pero tiene una característica rarísima en nuestro planeta: es prácticamente inmortal. No hay forma de acabar con él. El tardígrado es lo que se llama un extremófilo: un ser vivo capaz de seguir siéndolo en condiciones intolerables. El tardígrado es capaz de soportar presiones de 6.000 atmósferas. Sigue vivo a temperaturas de 200 grados bajo cero y de 150 sobre cero. Es capaz de vivir en cualquier lugar del planeta…y fuera de él, porque sobrevive en el espacio exterior lo mismo que en el PP de Pablo Casado o en los hielos polares. Si hay humedad, pues bien, pero si no la hay el tardígrado se encoge de patas (tiene ocho) y espera tiempos mejores. Lo mismo le pasa con el aire y con el alimento, sea lo que sea que coma ese bichejo. Quizá la única forma segura de acabar con él sea quemándolo. Porque a los martillazos, a las conjuras palaciegas, a los exilios y a la ausencia de oxígeno sobrevive, eso está claro. En situaciones terriblemente difíciles entra en lo que se llama "estado de animación suspendida" o criptobiosis: prescinde de la casi totalidad del agua que forma su cuerpo (se queda con un 3%), transforma sus células en una especie de gel y ahí se las den todas.
Se alimenta de bacterias, algas, rotíferos y nemátodos a los que adhiere su espeluznante boca, les pincha con dos estiletes que tiene y absorbe lo que pilla. El monstruo de Alien era una hermanita de la caridad comparado con este diminuto monstruo. Que no muere, habrá que repetirlo para que tengan ustedes pesadillas. Tengan cuidado. Puede estar en su ensalada.
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