"Euskadi ta Askatasuna se dirige a Ud. para reclamarle una ayuda económica de diez millones de pesetas. Para abonar dicha cantidad debe dirigirse a los círculos abertzales habituales manteniendo una discreción extrema y absteniéndose de poner en conocimiento de cualquier cuerpo policial la existencia de la relación entre ETA y Ud. El no responder positivamente a esta petición le haría acreedor de las medidas que ETA decida aplicar contra Ud. y sus bienes".
La temida carta llegó un día de 1980 a manos de Juan Alcorta, empresario guipuzcoano propietario de la aceitera Koipe. ETA le exigía el pago del 'impuesto revolucionario' para poder continuar financiándose. Si se negaba a hacerlo o ignoraba la petición, podría verse apartado o coaccionado en su propia tierra; o peor: asesinado. Alcorta tomó papel y lápiz y realizó un acto revolucionario: enviar una carta abierta a la banda terrorista en la que se negaba a pagar lo reclamado. Avisaba a los terroristas, además, de que podrían encontrarle en los lugares que habitualmente frecuentaba, como el estadio de fútbol, donde acudía a ver a su equipo favorito, la Real Sociedad.
Alcorta falleció de alzheimer en su tierra natal y nunca abonó ni una peseta de las que ETA le exigía. Pero hubo otros muchos -más de 10.000 desde 1993 hasta 2011- que sufrieron las mismas amenazas. Para algunos, recibir la temida misiva era como que el médico les comunicase que padecían un cáncer; para otros, se trataba de un fantasma que acosaba a sus seres queridos. Algunos no pagaron. Otros acabaron convirtiéndose en copartícipes de la actividad criminal de la banda terrorista. Pero todos fueron víctimas.
Esa es la premisa de 'Misivas del terror' (Marcial Pons), la primera investigación metódica que se ha llevado a cabo sobre las víctimas de la extorsión de ETA en País Vasco y Navarra. El estudio, obra de investigadores de la Deusto Business School y del Centro de Ética Aplicada de la universidad vasca, se adentra en los entresijos de esta estrategia criminal ayudándose de los testimonios de 66 víctimas. Unas víctimas que, durante años, han estado especialmente invisibilizadas porque vivían bajo el yugo del chantaje, y de las que poco sabemos incluso a día de hoy -la investigación no se remonta a los 'años de plomo' de la banda, cuando esta práctica también existía-.
La coordinadora de la obra, la socióloga y politóloga de la Universidad de Deusto Izaskun Sáez de la Fuente, ha trabajado durante cuatro años en este proyecto con el horizonte puesto en "desbaratar las justificaciones de los victimarios" y concienciar a los más jóvenes sobre las capas de terror que alberga la historia de ETA. Y según relata, fue un "trabajo difícil", porque se inició dos años después del alto al fuego definitivo de la banda terrorista, "cuando todavía había mucho miedo".
Durante años, ETA consiguió financiarse gracias al llamado 'impuesto revolucionario' que cobraba a empresarios vascos y navarros. ¿Fue fundamental esta acción para su supervivencia?
Hay que destacar que la mayor parte de empresarios, directivos y profesionales no pagaron. Pero también habría que subrayar que quienes pagaron fueron suficientes para mantener la actividad terrorista durante más de 40 años. Sería imposible que ETA hubiese podido tener capacidad operativa sin esa fuente de financiación. De hecho, en los últimos años de actividad, en los que ETA estaba siendo perseguida por las fuerzas de seguridad, se ve esa relación directa entre la capacidad operativa y la disponibilidad de recursos. En las últimas décadas, la extorsión no afectó tanto a la gran empresa, que disponía de su propia seguridad, sino a la pequeña empresa. Algunos se preguntaban cómo iban a entregar el sobre o la hucha vacía en sus pueblos. Y esos tentáculos del terror han estado presentes de forma asfixiante por el dominio político de la izquierda abertzale en esos entornos.
En este proceso, ¿qué importancia tuvo la desvalorización social del empresario?
Muchísima: fue un mecanismo privilegiado para determinar socialmente la extorsión, cuyo grado de penetración no se podría entender si no fuera por esa tendencia a la deshumanización y a la cosificación del empresariado. En la época de la Transición, esta figura estaba ligada a la del explotador. Después también ha ido acompañada de la consideración de que los empresarios eran cooperadores necesarios para mantener lo que se denominaba el conflicto político vasco. Se alegaba que el mundo empresarial no estaba haciendo lo suficiente para solucionar este "problema".
La penetración de la extorsión no se podría entender si no fuera por esa tendencia a la deshumanización y a la cosificación del empresariado"
Esto también ha ido alimentado de la perversión del lenguaje, del que hacían uso no sólo la propia organización terrorista, sino también incluso los medios de comunicación, casi sin darse cuenta: se hablaba de 'impuesto revolucionario' en lugar de extorsión o chantaje, de 'ejecución' en lugar de asesinato...
Del papel del lenguaje a la hora de señalar al empresario apenas se ha hablado...
Es algo que se ha analizado poco desde la perspectiva antropológica y sociológica, pero es fundamental. El lenguaje, además de alimentar la realidad, la crea. Ha sido un engranaje fundamental para legitimar prácticas violentas del que la sociedad también ha quedado presa. Nos ha paralizado a la hora de crear conciencia sobre el desastre moral que estábamos presenciando.
Llama la atención que muchos de estos empresarios extorsionados fuesen en realidad pequeños comerciantes conocidos dentro de sus localidades; gente 'de toda la vida'. ¿Cómo se conseguía volver a su entorno en su contra?
En ciertos pueblos de Euskadi controlados por el entorno radical se ha alimentado el miedo a pronunciarse en contra del lenguaje dominante. La población adoptaba una actitud de indiferencia, ese clásico 'que no me pase a mí'. Más que ponerse en su contra, la gente temía que el estigma se contagiase.
Durante años se ha hablado de la persecución de los políticos amenazados por ETA, mientras que la extorsión empresarial no era un mecanismo tan conocido. ¿Cómo funcionaba?
A través de la historia, hemos descubierto una especie de "curva de la intimidación". Cuando llega la primera misiva del terror, la persona que la recibe se hace al menos dos preguntas. La primera era: "¿Por qué me han extorsionado a mí?". Muchos tenían la conciencia de que les podía "tocar" porque, si tenías un cierto poder adquisitivo, la extorsión era como el juego de la ruleta rusa. La siguiente pregunta era: "¿Quién se ha 'chivado'?", ya que la persona que recibía la carta empezaba a tener la sensación de que los "chivatos" estaban muy cerca y se preguntaban quién había comunicado a la organización terrorista que el amenazado tenía posibles. Algunos pensaban que era gente de su propia empresa, alguien que trabajaba en la caja de ahorros, personas de su sociedad gastronómica o incluso alguien de su propia 'cuadrilla'.
Cuando llega la primera carta, la persona que la recibe se hace al menos dos preguntas: "¿Por qué me han extorsionado a mí?" y "¿Quién se ha 'chivado'?"
Si frente a esa primera carta decidías no pagar, la estrategia de "privatización del chantaje" empezaba a quebrarse: la banda se daba cuenta de que no había un sometimiento pleno y empezaban a enviar más cartas. Hay gente que recibió hasta 7 u 8. Estas misivas comenzaban a llegar con el remite del cónyuge o el de la hermana; en las últimas décadas se veían incluso membretes de hijos menores de edad, para dar la sensación al extorsionado de que los terroristas estaban muy cerca, de que controlaban tu entorno y podían actuar contra él. También se modificaba el grado de amenaza: primero era más suave, pero luego las siguientes te señalaban a ti, a tu familia y a tus bienes como objetivo militar, e iban acompañadas por concentraciones enfrente de tu casa, en tu empresa, de pintadas en las que se señalaba tu cara en una diana o por apariciones de animales muertos delante de tu vivienda.
¿Cuál era el límite en el que la banda podía decidir asesinar al extorsionado?
Determinar esto es mucho más complicado: con este estudio hemos llegado a la punta del iceberg. A veces, cuando te secuestraban no habías recibido más que la primera, no siete. Y cuando se asesinaba era, en muchas ocasiones, por otros motivos: no sólo por no pagar, sino por ser representante, por ejemplo, de una organización empresarial y haberte pronunciado públicamente contra la extorsión, como Joxe Mari Korta.
El deseo de pasar página
¿Cree que, a día de hoy, se ha llegado a hacer una reflexión social sobre lo que supuso el silencio del entorno de los extorsionados?
Yo creo que no. Hay una tentación muy fuerte por parte del conjunto de la sociedad de pasar página. Es algo bastante humano, que ha sucedido en otros conflictos violentos que se han dado en todo el mundo. Pero es necesario hacer memoria crítica de la violencia para regenerar la convivencia. Aún queda mucho camino por recorrer: ahora se están moviendo las cosas en el mundo empresarial, que quiere celebrar actos de reconocimiento a las víctimas de la extorsión.
Se habla mucho del relato del "conflicto" que está intentando construir la izquierda abertzale. ¿Cómo encaja la extorsión dentro de esta narrativa?
Ellos mantienen su discurso a pesar y en contra de los hechos. En la época más dura de la 'socialización del sufrimiento', su combate se trasladó a las calles y estaban preocupados por recuperar ese espacio. En este momento, lo que les interesa es blanquear la historia. Quieren evitar esa mal llamada lógica de "vencedores" y "vencidos". Pero aquí tiene que quedar claro que no ha habido un conflicto bélico entre Euskadi y España, sino una minoría que se ha arrogado de la mayoría para coger las armas; y que cuando se ha visto acosada por las fuerzas de seguridad, las ha dejado. Hay una tendencia a buscar un relato que diluya responsabilidades.
¿Se ha hecho justicia con las víctimas de la extorsión?
No, pero también es muy difícil. En el libro nos preguntamos cómo hacerlo, y llegamos a la conclusión de que se debe realizar a través del derecho a la justicia y a la reparación. Para poder rehabilitar a las víctimas hay que contar con ellas. No se tienen que tomar decisiones sobre lo que se quiere hacer (actos de reconocimiento, acceso a la verdad judicial...) sin tenerlas en cuenta. La extorsión es uno de los delitos que más se ha cometido y que menos se ha encausado. Tenemos que reconocer a esos héroes morales que decidieron no pagar, pero también a aquellos que no pagaron y se mantuvieron en silencio y a los que pagaron, porque todos son víctimas.
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